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Cuando todos se vayan a otros planetas

Por: Rodrigo Ruiz | Publicado: 26.12.2012

texto y foto de Juan Domingo Urbano

Hay días en que me pregunto qué sentido tiene la memoria. Ninguno, me digo, mientras intento arrancar de la razón y prohibirle a mis ojos salir a la calle, a oír conversaciones en el Metro o buscar con algún gesto la cara de otro en los espejos; es huir hacia adentro, obligándome a recorrer los laberintos de mi piel, sintiendo el eco de mis huesos, sondeando el latir de mis entrañas. Entonces pienso como el personaje de Georges Perec –ese artista de la experimentación– cuando declara “no tengo recuerdos de infancia”. Y me desdigo, sin poder salir de la literatura, porque, uno nunca está solo mientras recuerda. 1973. 1978. 1981. 1987. 1994. 2001. 2006. 2009. 2012. El calendario da saltos, rueda, se detiene. Este es un año de recuentos, un año de revelaciones, un año de reducir la existencia a la cuenta de unos días. Un antiguo amigo, M.M. –quien ahora es un reconocido editor independiente– sostenía que para él su infancia, adolescencia y juventud, habían estado marcadas por años buenos y años malos. A lo que agregaba, aferrado a esa creencia, que los pares, inexorablemente, habían sido buenos y los impares malos. Cuando contaba esto (ya todos éramos lo bastante grandes para hacer nuestras propias cronologías) corría el año ’94 y estábamos sentados al sol, acompañados de unos libros, varias fotocopias por leer y unas cuantas latas de cervezas vacías. El ‘89 había muerto su padre (malo) –el mío lo hizo luego de una larga enfermedad el ’97–; el ‘90 M.M. había entrado a estudiar Filosofía y comenzado a registrar en un cuaderno –con algo más de decisión– los poemas de un libro que todavía está inédito, y que, pensándolo bien, podría ser el nombre de estas columnas semanales: Paisaje Urbano. El ‘93 se había enamorado (bueno y malo a la vez, concluimos cuando nos contó detalles), por último, ese ‘94 había sido bueno, por varias razones, que no pasaba por los libros y las cervezas, desde luego, pero que tenían mucho que ver con todo eso. El ‘95 –que no vale, en realidad, porque no estuvo en la cuenta de esa vez– fue muy malo, supongo: reprobó varios ramos y dejó Geografía, y luego tuvo la (mala) idea de cambiarse a Literatura Hispánica, carrera que tampoco terminó. Después ahí le perdí la pista. Para mí, también siguiendo esa lógica, el ’95 resultó terrible: Mi tío Jorge murió de cáncer. A lo que debería agregar, que este 2012 debería ser bueno, pese a los oráculos. Más cuando me animo a declarar que creo con devoción en los mayas –o esa figuración de profecías que nos inventaron– y que para los que no creemos en nada, es una posibilidad de hacerlo y pensar que esta novela que es cada vida, es un libro que sigue escribiéndose, aunque queramos adelantarnos en sus páginas, para saber cómo termina. De ahí que las imágenes se me agolpen y que, como en un collage del tiempo, revienten en mi memoria, haciendo emerger a un toro furioso fijado en el viento. Plomizo y fugaz, se me aparece vívida ante mis ojos cerrados tu espalda empolvada de maicillo y arena, tío Jorge. La vez en que a mis 8 ó 9 años me llevaste en tu moto Honda por orillas del canal Fiscal en Parral, a cobrar una plata que te debían, y me dijiste que en la mochila llevabas una escopeta o una pistola, por si este hueón no te pagaba, entonces iba ver quién era el Jorge, o que en realidad le ibas a devolver su escopeta de caza, pero antes ibas a pegarle un tiro, por puro hueón que se ponía cuando tomaba y tú no tomabas nada, solo cuando murió la abuela y te pusiste irreconocible, y te llevaron en andas y no quisiste acostarte y te quedaste sentado al lado del brasero. Me acuerdo que entonces después, de esto de la escopeta, shiisss, pero a mí no me hacía reír nadie, menos cuando me dijiste que justo entre mi pecho y tu espalda iba escondida una escopeta, que nunca la vi, pero la sentía. Te rías, por debajo del casco y tu voz sonaba ahuecada, pero muy nítida. Yo sudando. Iba nerviosamente entretenido a mil por hora, como les dije, y conté con pelos y señales, a mis compañeros cuando volví de vacaciones en marzo. El mismo que, incluso cuando estabas convaleciente en una fría tarde de hospital, sin saber qué mierda hacías ahí, en una cama tan larga como tú, todavía luchabas para seguir extendido, cuan grande eras: erguido, firme, titánico, pero con tu rictus constreñido, recogido de dolor y acaso de vergüenza, pienso ahora, aunque también risueño, muerto de la risa, buscando relajarte, con tus manos largas gesticulando, con tus brazos abiertos pareciendo tocar y cubrir las otras camas, hasta llegar a abrazarnos a todos de una vez, impidiendo avanzáramos hasta donde estabas hecho un nudo. ¿Cuántos días estuviste ahí? No más de diez. Luego te fuiste otra vez a la casa, seguiste trabajando, carpintereando, haciendo esos pisos con patitas de ramas de ciruelos, ¿dónde quedó el que me regalaste? ¿Por qué nadie te dijo que tenías cáncer? Tu hígado como madera nudosa, que terminó haciéndose pedazos. Nadie te dijo que te apagarías. Tal vez, solo tal vez, lo hicieron creyendo que al no decirlo esto no ocurriría. Yo siempre quise haber tenido tu estatura. O al menos tus manos. Me cuesta pensar que caíste derribado. Los detalles de tus últimas horas, son dolorosos, me llegan como alaridos, como si hicieran el corrido por la línea del tren, la carretera norte-sur, cruzando valles, cerros, plantaciones, viñedos, arboledas, ríos, canales. Te sentaste en el sillón de mimbre, ese con los cojines bordados que hizo la Carmelita y te apagaste. Nada tiene que ver el dolor con el dolor. ¿Cuánto tiene que ver la realidad con mi recuerdo? Cuando te encontraron desplomado, aún estabas tibio, tenías el control remoto entre las piernas y todavía sudabas. La noticia la recibí varios días después. Tus hermanos estaban peleados. Mi papá no se decidió a ir a los funerales, mucho menos me llamó. Lo hizo días después. Por entonces yo me hallaba en Coquimbo, trabajando para una ONG. Qué manera de perder el tiempo y emborracharnos discutiendo todas las noches sobre la Dictadura. O de cómo no existía todavía en Chile un libro, asegurábamos nosotros –como sí suponíamos lo había en Argentina o en la España franquista– exclusivamente de los años de Pinochet. El punto es que no fui a despedirte. Y entonces, cada tanto, me parece oírte decir: “No voy a ningún lado a hueviar”. Cuando alguien tuvo la idea de llevarte a “Colonia Dignidad”, o a la Villa Baviera, como le decía mi abuelo, antes de su trombosis, su ceguera, y llegar a perder el habla. ¿Cómo se repone un hijo, dime tú, al ver a su padre morir de a poco? ¿Fue por eso que te escondieron lo del cáncer? Te veo queriendo hablarle al abuelo Juan, también con esa cara de moai con grandes orejas, tomando un consomé de pollo. Y en plena oscuridad, entre el persistente humo del cigarro, ver la porfía de la muerte anunciándose, colándose, como banda sonora tras la voz en murmullo del hijo, cubriendo la no-voz de un padre. Una conversación sin palabras, empezada hace varios años y que terminó cuando te apoltronaste en el sillón y bajaste las cortinas del boliche. Mi abuelo murió el ’99, un año malo diría M.M. El recuerdo se detiene en esa oscuridad de esa pieza del negro Juan. Mucho miedo. No me animo a mirarle ese lado de la cara que aún conserva con movimientos, mientras mi abuela, viejita como Teresa de Calcuta, me lleva a besarlo en señal de despedida. Entonces reconozco que, desde esa penumbra del recuerdo, me atrevo a pedir perdón por todos ustedes y nosotros, porque se estaban muriendo y yo seguía vivo, y todavía sigo recordando, a medio camino de la nada, esa vida mezcla de carbón, moras y poleo. Rogando por todas esas muertes. No podía terminar este año sin traerlos. Este solo ha sido un esfuerzo por redimirme en las aguas de la ficción, para tener algo qué decir cuando me interroguen sobre el origen y reconozco que este diciembre de 2012 hice el viaje a la semilla, recogiendo ese aire de entre las piedras, la voz del viento, los brotes y espigas en chacras que deviene en campos eternos, solo para tomar la noche entre mis manos y acunar los miedos, para cuando todos se vayan a otros planetas y yo me quede solo, colgando de un sauce, como el último habitante de un país imaginario, diciendo, al igual que el poeta Jorge Teillier, “El mundo no puede terminar/ porque las palomas y los gorriones/ siguen peleando por la avena en el patio”.

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