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China Town: o las antiguas canciones populares

Por: Rodrigo Ruiz | Publicado: 05.03.2013

por Juan Domingo urbano China Town o el “Barrio chino”, era como se le decía a una zona separada apenas por una calle, en la villa donde me crié en Talcahuano, y que hacía pensar –o de eso nos mantuvieron convencidos por años– que del otro lado se hallaban los “patos malos”, el lumpen, los “marihuaneros”, gente a la que debíamos evitar acercarnos. Mientras que de este otro lado, por supuesto, estaba la gente de bien, de trabajo y esfuerzo, o sea: nosotros y nuestras familias. De todos modos, sin mucho indagar en los recuerdos, puedo afirmar que sin distingo a ambos lados cogoteaban. Nadie puede negarlo. Más cuando la tortilla se dio vuelta, una vez que mi primo embarazó a su polola y entonces debimos compartir primero el bautizo y luego el resto de nuestra juventud con los de esa zona infranqueable, descubriendo que desde su lado, el límite territorial era la línea del tren por donde se llevaba y traía el material de la entonces siderúrgica estatal de Huachipato. Les habían contado la misma película, la de los indios y la de los vaqueros. Los del Barrio Chino nos llamaban a nosotros los del Far West. Llegaron los ‘80. Y aparecieron las villas de casas pareadas, los nuevos barrios, con sus condominios, portones eléctricos, paredones, arcos de entrada hasta con caseta, junto con proliferar las alarmas de las casas y sus autos. Eran viviendas de un solo color y forma. Buscando homogeneizar el paisaje y romper, acaso sin quererlo, estas fronteras en que crecimos. Sus calles llevaron número (Calle Uno, Nueva Siete, Cuatro Esquinas) o puntos cardinales (Sur Oriente, Calle Central, Avenida Norte). Como si el nombre dado por los topógrafos o los mismos proyectistas de las inmobiliarias fuera más adecuado y limpio, que el de nuestros de próceres, fechas de batallas, árboles nativos o escritores, olvidando el nombre de Arturo Prat tan popular a lo largo y ancho del territorio (por curiosidad, si uno lo busca en www.mapcity.cl, aparecen solo en la capital y sus alrededores: 38 calles o pasajes con este héroe del Pacífico. Pero Santiago no es Chile. Vamos). Volviendo a la idea inicial sobre las divisiones, también lentamente esa misma segregación espacial ha sido replicada en estas micro-ciudades-emergentes. Un límite imaginario donde conviven en oposición los buenos con los malos. Los cuicos con los flaites. Los de la U con los del Colo-colo. Las flacas con las gordas. Los chilenos con los peruanos. Los mapuche con los chilenos. Cuesta mirar la vida sin estas dicotomías, instaladas como moles de concreto en nuestras conciencias, levantando paradigmas que de no programar demolerlos, pueden llegar a causar un daño irreversible en nuestra vida cotidiana, sobre todo en un espacio tan ridículo como es una villa o la población dentro de la gran ciudad donde habitamos. A la larga eso que conforma nuestra ideología, mezcla de prejuicio, resentimiento, discriminación, miedo. Se teme al otro y eso funda las divisiones, la distancia, la imposibilidad de encontrarnos como Comunidad. Acuñando afirmaciones como las que de mi infancia: “No, si de esa cuadra para allá es peligroso. Mejor no meterse para ese lado”. La casa desaparecida La vida local. Los sobrenombres. Los apodos. Los apellidos. Las historias familiares. La autoconstrucción. Las fachadas. Las esquinas. Las calles. Los muertos. Los nacimientos. Las fortunas. Las desgracias. Todo lo que pasa, y sigue ocurriendo, pero vemos barrido por los vientos de la Modernidad. Todo lo sólido se ha desvanecido en el aire. La ciudad crece y sus tentáculos buscan sepultar cualquier posibilidad para la memoria. Las notas de registro son esquivas. Ya no hay fotos. Aunque sí gravitan imágenes. No queda vida en las calles, sino pasajes de una historia que solo algunos resguardan y resisten. Se fue el viejo Zacarías Monarde, antiguo comunista sindical, que fumaba sujeto a su bastón, contando los autos en avenida Paicaví, se lo llevó la diabetes y no el pucho, como tantos auguraban. Y es como si con él algo de la población hubiera muerto. La primera casa desaparecida. Los rostros del Barrio Norte ahora son fantasmas y yo soy el lugar preferido de sus apariciones. Veo a Valentín Torres, paseándose con un overol salpicado de estuco y una llana en la mano, otras veces con un soplete y unas cañerías de cobre, en plena recesión del ’82, como si trabajara, pero no, al rato se le podía ver siguiendo las eliminatorias del Mundial de España en su TV a color, luego de varias horas entrando y saliendo de su casa, conversando en la garita con los conductores de micro o en el almacén de la Berta poniéndose al día con el fiado. Una historia fácil de contar, pero terrible de digerir. El vecino Tín, como se le conocía, había formado parte de la Brigada Ramona Parra en Santiago, mientras garzoneaba los fines de semana en un restaurante cerca del Club Hípico. Hasta que conoció a Pilar, se fueron a la casa de sus padres en el puerto, allá los pilló el Golpe. Ambos terminaron detenidos en la isla Quiriquina de la Armada. Lo que se vino es relativamente conocido o supuesto por muchos: telefonazos, la parrilla, inmersiones en mierda, violaciones, ratones, ejercicios extenuantes a la intemperie, simulacros de fusilamiento frente al mar, imborrables jornadas del Tín presenciando cómo se lo hacían entre varios oficiales a Pilar, ella con 19 años, él con 21 recién cumplidos. Poco antes de un año, por gestión de la Iglesia liberaron a la chica, dos meses después ocurriría con Valentín, éste había conseguido el último semestre participar de las labores de cocina. De todos modos fue tirado de una camioneta en marcha junto a otros tres prisioneros, cerca de la estación de carga que venía de Huachipato. Valentín llegó a la villa sin pantalones, con una camiseta varias tallas más grandes, unos viejos bototos militares sin cordones, y con el diario del día. En una de las pocas veces que fui a su casa, me mostró a propósito de nada El Sur con fecha 25 de octubre de 1974. La memoria de Chang Cuando comencé a escribir esta crónica, pensé que hablaría de los Chang, la familia de inmigrantes que conocí en el norte, gracias a la ONG. El viejo Wei Chang oriundo de Cantón (China Popular) había emigrado durante la Segunda Guerra Mundial con apenas 18 años, contrajo matrimonio con una chilena en Iquique, puso con mucho esfuerzo una distribuidora de especias porque algo sabía del negocio, y según cuenta la leyenda local, fue uno de los primeros en introducir el chumbeque en la zona. Para el ’73 luego de esconder a un grupo de dirigentes comunistas, debió huir esta vez a Venezuela, allá sus hijos Salvador y Pablo se casaron, nacieron sus nietas Tania y Teresa, esta última es asistente social y muy amiga mía. Cada tanto Tere me va contando las historias de persecución de su familia, y me repite como un credo: Que Chile es un país en la edad del pavo, que tiene el cuerpo grande pero la cabeza chica, como decía su abuelo, con la misma soltura como recordaba a Neruda con quien profesó cierta amistad y este avaló su afición por los versos. Hobbie, en palabras suyas, que intentó legar, aparte del comercio, a su prole, haciendo algunas traducciones de los ideogramas de alguna de tantas dinastías que él murió añorando. Una memoria imposible, que hoy sobrevive en unas hojas de esquelas que encontré, entre las tantas cartas escritas por Teresita Chang. Ella cree que su abuelo mezcló algunos de esos versos milenarios y puso también algo de su cosecha. Este es uno de los que tengo a mano y creo que cierran bien esta columna: “Mi tierra natal está allá arriba. Lejos, junto a la cabecera del río… Montañas y ríos han entregado sus productos En diversas cantidades a pobres y a ricos… Yo soy un extraño en esta zona En la que alegres procesiones llenan calles y callejas. Yo también canto las antiguas canciones populares Pero nadie me acompaña… Me siento como un caballo desbocado”. Quizás todos seamos como ese caballo desbocado, referido en el poema, corriendo por las calles del consumo, la discriminación, la negación al otro, temiendo al que piensa distinto a nosotros. Nadie está dispuesto a hacerse cargo de esa herida abierta. Se divide para gobernar. Una brecha enorme ha consolidada por este modelo cimentado en el individualismo. Es fácil levantar banderas de tolerancia, pero lo que se requiere es entender, aceptar y llegar a sentirnos integrados. Las fronteras de la razón son más difíciles de botar que las de las emociones. De ahí que la verdadera revolución comience en nuestros corazones. No sé si lo dijo así mismo Jimi Hendrix, pero suena coherente: Oponer al Amor al Poder, el Poder del Amor. Nada menos.

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