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No he probado mejor vino que mi sangre

Por: Rodrigo Ruiz | Publicado: 28.11.2013

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Se trata, por cierto, de un género menor, escasamente venerable. No se deja una huella de estas para entrar a la historia mundial de la literatura o de la comunicación visual. Y sin embargo ni la literatura ni la comunicación visual podrían entenderse de manera cabal si no reparamos en lo que la gente va anotando anónimamente en los muros, cielos, puertas, suelos y artefactos de estos recintos. Los momentos de nuestra permanencia en un lavabo concentran a la vez intensidad y ligereza, instalación pública e intimidad, y parecen ser propicios, por lo que se ve, a las efusiones expresivas en tono confidencial.

De modo persistente, la superficie de los innumerables lavabos del mundo es visitada una y otra vez por la escritura y el gesto gráfico anónimo y a menudo minúsculo, en una sucesión colectiva de capas, colores, raspados, tachaduras, agregados, acotaciones… Hasta que aparece alguien con una brocha y un tarro de pintura, o una esponja empapada en disolvente, y blanquea la superficie haciendo desaparecer aquella lenta acumulación. Al poco tiempo, sin embargo, si el lugar se presta para ello y la clientela no flaquea, vuelven a aparecer allí las anotaciones, lentamente, añadiéndose nuevas capas, marcas, formas y textos. A veces con cierta dimensión filosófica –“las cosas existen en la medida en que existen en mi mente”–, a menudo cargadas de intencionalidad local –“con tinto, señor, con tinto”.

El arte del graffiti que con tanta soltura cultivamos los chilenos, siempre por lo bajo y a escondidas, como en un susurro, fue acuñado por nuestros antepasados los romanos –de allí venimos–, y se corresponde con los versos de Marcial, un poeta hispánico que en Roma aprendió a dominar la poética del insulto. Lo que en Chile llamamos la talla, o el garabateo, es decir aquello que nuestro Nicanor Parra pensaría como uno de sus artefactos, es en formato clásico el epigrama satírico latino. En él florece lo políticamente incorrecto, lo impronunciable, aquello que humilla a los demás o alude al bajo vientre. Idéntica lógica es la del graffiti, con el agregado del anonimato y la fugacidad: lo bonito del graffiti es que lo vean, no que nos vean escribiendo uno, y es que una persona decente no se dedica a rayar las paredes. Del graffiti íntimo se encarga siempre alguien que no es nadie.

Si el destino de los epigramas de Marcial, por crueles que fuesen, era ser copiados en un libro y pasar de lector en lector, de generación en generación, el graffiti se contenta con sobrevivir durante un tiempo, nunca se sabe cuánto, sobre la piel de la arquitectura. Y al contrario de las inscripciones solemnes que los romanos nos dejaron cinceladas en piedra con su tipografía característica, los graffitis se esconden por las esquinas de los muros o los entrantes de los portales. No hay pretensión monumental en ellos.

Han pasado los siglos, cayeron imperios, nacieron otros, se trenzaron los humanos en guerras atroces, se ha ido poblando y homogenizando la totalidad del planeta, han sido devoradas por el tenaz trabajo de la muerte sucesivamente muchas generaciones, y sin embargo el graffiti persiste, adherido como una capa de humedad a los rincones menos elegantes del entorno. El fugaz descanso del lavabo, aquella soledad de quien vacía sus interiores, todo aquel modesto y a veces bochornoso ceremonial parece estimular en algunos la necesidad de expresarse: “masturba tus pensamientos y eyacularás ideas”… o “no he probado mejor vino que mi sangre”.

Desde el punto de vista visual, el graffiti contemporáneo pertenece a lo que se ha dado en llamar street art o arte callejero, una categoría amplia dentro de la cual se suele incluir a cualquiera intervención gráfica realizada en espacios públicos con finalidad meramente expresiva. De manera a veces individual y otras colectiva, algunos personajes dejan en los muros y calles su huella, que puede ser hecha con stencil, con spray, con brocha y pintura, con lápiz, rotulador o simplemente rascando la superficie con algún instrumento agudo. Y nacen así determinados géneros cada uno de ellos con su respectiva tribu: muralistas, plantilleros, hip-hoperos, brigadistas políticos, etc. Nuevos especialistas, oficinistas casi, para géneros consagrados por la visualidad contemporánea de las ciudades.

El graffiti de lavabo, en cambio, tiene la gracia de mantenerse como un producto rabiosamente individual, secreto, personal, que no obedece a programación alguna. Aquellos garabatos son como unos gramos de libertad en estado puro, algo que sencillamente ocurre. Y sus autores quizás sean –asumimos– amateurs, aficionados, espontáneos que no pretenden marcar estilo o inaugurar escuela. Tal como el porno amateur es más conmovedor que el producido profesionalmente, el graffiti casual de baño tiene la capacidad de llegar más adentro de nuestro corazón que aquellos otros rayados murales hechos con financiamiento concursable y producidos por grupos especializados.

El graffiti de baño pertenece a la misma familia visual de los álbumes fotográficos caseros, o de los garabatos que va haciendo uno en los márgenes de las libretas telefónicas, o de lo que hoy circula en los archivos flickr de la web. Es un producto genuinamente vernáculo, que se nutre de la diversidad, del cambio, y alimenta desde innumerables cabezas nuestra imagen del mundo.
Bienvenido sea este libro.

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