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Fábula de la paloma, la gaviota y el cuervo

Por: Rodrigo Ruiz | Publicado: 28.01.2014

paloma_gaviota_cuervoNada tiene que ver con las historias escritas por Esopo en el S. VI a.C. Pero en algún sentido, lo ocurrido en la Plaza San Pedro este domingo 26 de enero, luego del Ángelus y de que fueran lanzadas dos palomas de la paz, y una fuera atacada por una gaviota y un cuervo, da para la reflexión, y nos deja una moraleja. Las fábulas tienen eso. Recrear un episodio, donde favorablemente los personajes son animales, con conductas humanas, que expresan sus anhelos y miserias, dando pie a que podamos traer aquella anécdota a nuestro propio actuar. En esa dimensión de la literatura moralizante y didáctica se debatió mucho de la formación y la doctrina cristiana, pero a estas alturas referir a este episodio del Vaticano, apenas sirve para hacer una lectura posible, donde lo que queda es el símbolo equívoco de que la paz no resulta tan fácil, ni rezando. El objetivo era entregar esa ofrenda por la reconciliación en la Rusia. Y es que hablando en serio, Ucrania padece el drama latamente conocido y popularizado estos últimos años en el orbe: la distancia del poder ejecutivo queriendo privatizarlo todo, y los movimientos sociales, verdadero poder popular, que se toma las calles para ser escuchados. Por otro lado las tensiones y amenazas de la Unión Europea, los Estados Unidos, su propia clase política encerrada en los ministerios, mientras la ciudad de Kiev arde en llamas y se suma a la muerte de un manifestante, otra lista no menor pero difusa y encubierta, de cinco civiles muertos y otros tantos heridos. Por lo mismo, nos serán las blancas palomas vejadas del fabulista Francisco un remanso en esa afrenta.

Como ya lo hemos dicho en otras crónicas, el verdadero problema es otro. ¿Cuánto nos cuesta mirarlo?

“Alta traición”

Ayer murió el mexicano José Emilio Pacheco, a los 74 años de edad, y nos queda su literatura. Aunque ha sido mundialmente conocido como poeta, su nouvelle (novela breve o cuento largo)
Las batallas en el desierto, junto a Los cachorros (Vargas Llosa) y Pedro Páramo (Juan Rulfo) forman parte de la mejor narrativa latinoamericana de la infancia, de la búsqueda del padre, la crisis familiar y las convulsiones sociales, que son a la larga lo que construyen la educación sentimental y la formación de una identidad que no termina de cuajarse sino hasta que los conflictos existenciales vuelven una y otra vez a esos años, y son resueltos, a decir del mismo Pacheco, por los “niños envejecidos” que somos. De eso y un poco más habla Las batallas en el desierto. Con el componente de que el protagonista se enamora de la madre de su mejor amigo. Una historia que muy bien recrea Café Tacvba en la canción con que rinde homenaje al libro:

Pero Pacheco es uno de los grandes poetas hispanoamericanos, reconocido por su vasta trayectoria con el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso 2001; Premio Internacional Octavio Paz de Poesía; Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda 2004; Premio Cervantes 2009. Con su muerte se ubica junto a César Vallejo, Enrique Lihn, y el recientemente fallecido, Juan Gelman, en un cuarteto inmortal del continente. En particular recuerdo dos poemas suyos, que siento vale la pena referir ahora. El primero, en la línea de lo relativo a la infancia.

Los niños y los adultos

A los diez años creía
que la tierra era de los adultos.
Podían hacer el amor, fumar, beber a su antojo,
ir a adonde quisieran.
Sobre todo, aplastarnos con su poder indomable.

 Ahora sé por larga experiencia el lugar común:
en realidad no hay adultos,
sólo niños envejecidos.

Quieren lo que no tienen:
el juguete del otro.
Sienten miedo de todo.
Obedecen siempre a alguien.
No disponen de su existencia.
Lloran por cualquier cosa.

 Pero no son valientes como lo fueron a los diez años:
lo hacen de noche y en silencio y a solas.

Como he repetido bastante en estas páginas, ¡no existen las coincidencias!, y releyendo el poema, la extensión del sentido me ayuda a cerrar la crónica, pensando, cómo no, en esto del fallo de La Haya sobre el litigio marítimo entre Chile y Perú. Cuando esta columna sea publicada, ya pocos recordarán –espero– la resolución y la odiosa tensión de los medios de comunicación de esta jornada. Decía que en esta nueva lectura confirmo que el poema es muy bueno y sé muy bien por qué me gusta, pero debo quedarme solo con una estrofa o más bien con unos versos: “Quieren lo que no tienen; Sienten miedo de todo; No disponen de su existencia, y que creo también con esa falta de esa valentía de los diez años.

Por lo mismo, también recupero el segundo poema, a la luz de los acontecimientos, haciendo que me refugie ahora en cierto misticismo zen que me gusta explorar y ver(me) perdido en la naturaleza, como expresión de la vida retirada:

 

 Alta traición

No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
y tres o cuatro ríos.

Me quedo con los tres o cuatro ríos, y mis pies hundiéndose en ellos. Como ven, tengo la cabeza puesta en mis vacaciones. Y esa es la moraleja de esta historia.

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