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¿El fin de la cultura del desencanto?

Por: admingrs | Publicado: 05.05.2014

Un reciente texto de nuestra periodista Vanessa Vargas ha generado cierto revuelo. La reacción algo crispada de la prensa y de los muchos redactores de los mensajes que se dejan debajo de las notas, denuncia quizás la presencia de una cierta inestabilidad en la cultura que vincula la suerte de esas (y otras) figuras con un proceso de mayores alcances.

El movimiento pingüino de 2006 fue la anunciación de un cambio más profundo que sería desatado por las fuerzas de 2011-2012, potencia callejera, irreverente, dirigida sin intermediación alguna contra la ideología neoliberal. El país político eligió ese como el lugar para comenzar los “cambios” (que son en verdad una capacidad de esa movimientalidad y no del programa que quiso robar su sentido). Obviamente hay mucho que permanece en una peligrosa ambigüedad, pero nadie ignora la importancia de los jóvenes diputados “sociales”, o la referencia que ejerce el movimiento estudiantil, o la legitimidad de las causas ambientalistas, o la emergencia de nuevas territorialidades dibujadas por la lucha social. Hay pues una cierta claridad respecto de los procesos de transformación obrados en lo social y lo político, se dibuja un campo de fuerzas, emergen actores y se hacen visibles. La legitimidad y la visibilidad son cuestiones allí logradas.

No ocurre lo mismo, sin embargo, en el campo de las subjetividades, donde se requiere un ejercicio específico que enuncie algunos procesos de agotamiento y dibuje la silueta de lo que se parece ya demasiado a una crisis, de modo que permita poner en conversación cursos de acción posibles.

Como se sabe, el pensamiento social de los 90 puso en circulación una lúcida crítica cultural a la modernización neoliberal. La expansión del consumo como modo de socialización, asumida por intelectuales como José Joaquín Brunner como un proceso indefectible al que sólo cabía adaptarse, fue sin embargo sometida a examen crítico por otros, como Tomás Moulián y Norbert Lechner. El paraíso del consumidor, se decía, constituía el páramo del ciudadano. Con cierta falta de optimismo, veían con horror lo que Lechner llamó la retracción a-social del individuo, esto es, su desapego de toda forma de colectivización, su sombría individualización en un proceso de empobrecimiento cultural que no permitía ver luz al final del túnel.

Por el costado, y de una forma menos visible –que no se detiene en enunciados ilustrados–, avanzaba vigorosa la programación del emprendimiento. No se trataba del consumo del individuo, sino de la producción misma del nuevo productor (cuestión principal de la transformación educacional hoy cuestionada). El sujeto veía, las más de las veces bastante entusiasmado, ponerse en el lugar de su vieja “humanidad” un cierto monto de capital humano que debía aprender a gestionar. En un plazo muy breve, la lógica irrefrenable de los negocios, mucho más allá de los negocios, lo inundó todo.

En el campo de la cultura (esa extraña “especialidad” de algunos), otras posturas expresaron el aburrimiento intelectual que atravesaba de punta a punta una sociedad que en lo económico pujaba como nunca. Fue la época del gran bostezo, donde se alinearon inteligentes expresiones del desencanto, la irreverencia de un The Clinic que se reclamaba “firme junto al pueblo” y que se masificó rápidamente, un “somos tontos no pesados” que discurría por una cadencia mortificante, una literatura cotidianizada, un cine de lo mínimo en planos cerrados. Con un cierto tono de vanguardia, ese sentido común huía de lo masivo para buscar refugio en lo uno, como si allí residiera lo diverso.

El mundo cultural que lideró esos años poseía vínculos orgánicos y familiares profundos con la Concertación, que sin embargo siempre se las arreglaba para dejar en la penumbra, de modo de permitirse ir más allá del cartuchismo que gobernó por cuatro períodos. El país no tuvo destape, pero ellos a su modo si, un destape con selección de ingreso, pero destape al fin.

El mundo cultural que lideró esos años poseía vínculos orgánicos y familiares profundos con la Concertación, que sin embargo siempre se las arreglaba para dejar en la penumbra, de modo de permitirse ir más allá del cartuchismo que gobernó por cuatro períodos. El país no tuvo destape, pero ellos a su modo si, un destape con selección de ingreso, pero destape al fin.

La suya era una molestia más dirigida contra el conservadurismo valórico que contra la desigualdad social, odiaban más a la alta curia que al gran empresariado, les daba flojera o les resultaba derechamente anticuado hablar de clases sociales. El tipo raro, el trasgresor, les resultó siempre más atractivo que el colectivo. Desafectos de los mensajes de la vieja “conciencia social”, asegurar sus condiciones de reproducción social y cultural fue una de sus pasiones principales.

Con todo, el mérito de esta especie de ala cultural irreverente y “autoflagelante” de la Concertación, fue haber permitido un espacio de expresión para los discursos disidentes que no encontraban canalización en una sociedad vigilada aún de forma rígida por El Mercurio y por los pactos hegemónicos donde una Democracia Cristiana todavía vigorosa funcionaba como guardián de los “altos” valores. Más tarde, Marco Enríquez-Ominami tendría cierto éxito en la captura electoral de esa desafección.

Pero todo eso se fue agotando. Los procesos recientes de movilización social han puesto en la superficie un cambio cultural mayor. El poderoso No al lucro –en la educación, en el derecho al agua, y en un largo etcétera– es más indicativo de un cambio en la subjetividad que de un “derrumbe” de los pilares de carga del modelo, aunque eso no le resta un gramo de importancia. Lo que avisa es una gigantesca voluntad de redistribución de las posibilidades de acción política para impedir que continúen procesándose los asuntos superiores de la vida con arreglo a criterios de rentabilidad, bajo la vigilancia cultural conservadora, e inaugura por tanto una época de construcción de alternativas (de ahí el sentido de la refundación constitucional). Como ha ocurrido en otras épocas, crece una búsqueda intuitiva, seguramente desordenada y diversa –de qué otra forma podría ser– de nuevas utopías y nuevos referentes identitarios, que no está centrada en los modos de acción institucional, sino más ampliamente, en la necesidad de encarar de nuevas formas la construcción de la sociedad. El carnaval con su sentido profundo, entonces, desprovee de sentido a la neurótica afectación individualista de los viejos referentes culturales.

Del mismo modo, los jóvenes más expresivos de las generaciones actuales ponen en circulación nuevos discursos sobre la memoria, tópico fundamental en la posdictadura. Alejados de las retóricas victimizadas y los discursos de la vieja izquierda, comienzan a relevar la vinculación entre las grandes transformaciones y el genocidio. Reclaman una memoria, si (es falso que estamos frente a generaciones vacías de una relación con el pasado, tal como era falso antes de 2006 que los jóvenes habían naufragado irremediablemente en las pantallas y los joystick), pero estos jóvenes reclaman su memoria, otra memoria, cuya conciencia del daño no impide una activa propensión a la lucha social.

El No al lucro deviene entonces, a la misma vez, un no más al neoliberalismo y su deshumanización y un no más al malestar por el malestar, un no más al bostezo individualista y la falsa sofisticación de la cultura del desencanto.

Se trata de un problema mayor. Es la capacidad de construcción hegemónica de la actual dirección política de la sociedad chilena, con sus instrumentos y sus “figuras” intelectuales y culturales, lo que está en juego.

Corren otros aires. Habrá que estar atentos a lo que va creciendo.

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