Avisos Legales
Nacional

Revolución

Por: Rodrigo Ruiz | Publicado: 25.09.2014

OAC: De todos los términos provenientes de la tradición de izquierda y del pensamiento marxista el de revolución es el que más se ha usado. En los años sesenta el término expresa la multiplicidad de expresiones culturales y políticas hasta encontrar en América Latina su punto más temperado en las experiencias guerrilleras. Pienso, sin embargo, que después del triunfo de la Revolución Sandinista el término padeció de una hiperinflación pasando a significar el agotamiento de las experiencias guerrilleras y su repliegue en el imaginario mercantilizador del consumo y el desarrollo de las tecnologías. Pero es precisamente este repliegue el que me parece importante problematizar desde las definiciones que del concepto de Oscarrevolución hicieron Marx y Engels en El Manifiesto Comunista (1848). Sin duda este texto ha sido uno de los pasquines más significativos de la modernidad y, como tal, uno de los más interpretados desde sus orígenes en el seno de la historia de las Internacionales comunistas pasando por las magníficas páginas de Marshall Berman hasta las discusiones que sobre el Manifiesto han generado Álvaro García Linera, José Veraza y Bruno Bosteels. En estos últimos el tema es extremadamente interesante porque se trata de pensar la actualidad de un legado que hoy resulta irreductible para pensar la relación con la política y su “potencia plebeya”; algo que creo retomaremos en la última palabra de nuestras conversaciones. Ahora bien, quisiera concentrarme en la precisión con la que Marx y Engels definen el concepto de revolución desde las antípodas de cómo este concepto ha sido interpretado desde el imaginario simple demasiado simple de la izquierda tradicional. En El Manifiesto Comunista la revolución está sustraída de la idea de pueblo, es decir, frases muy importantes para la izquierda como “la historia la hacen los pueblos” o incluso las canónicas sentencias de “igualdad, fraternidad y libertad” provenientes de la Revolución francesa y que marcaron prácticamente todo el siglo XIX le son bastante ajenas. En El Manifiesto la revolución habla y es hablada desde la grandeza que produjo el descubrimiento de América, el comercio colonial, la máquina a vapor, la circunnavegación, la revolución industrial y el avance de la ciencia y la técnica como destrucción de las relaciones feudales. La revolución es sinónimo de la destrucción del modo de producción anterior al capitalismo. De manera que es el impulso que destruye y al mismo tiempo hace aparecer la novedad del capitalismo moderno. De hecho, la celebración de la burguesía como el único sujeto revolucionario de la modernidad económica y política es analizado en términos conceptuales muy precisos. Marx y Engels van a decir que la burguesía es un gran acontecimiento en la historia de las inflexiones del capitalismo en la medida que es hija de los eventos y revueltas que la conducen a ocupar el lugar protagónico de la modernidad. La burguesía es el sujeto revolucionario porque al revolucionar los medios de producción revoluciona todo el modo de vida. En Marx y Engels, efectivamente, la revolución acontece cuando la transformación cambia el modo de vida y frente a esta trasformación creen que el proletariado podría ser el otro agente de la revolución comunista. ¿Por qué el proletariado y no las “minorías”? La respuesta que podemos encontrar en El Manifiesto es interna a la explicación del porqué la burguesía es una clase revolucionaria. El proletariado es el héroe de la revolución comunista por el lugar que ocupa en la producción. Es el lugar en la división del trabajo lo que hace que el proletariado pueda ser el sepulturero de la burguesía y, por lo tanto, el sepulturero de la lucha de clases. El fin de las clases sociales es el fin de la explotación capitalista. No obstante, esta forma de análisis no sólo ha perdido fuerza con el boom del paradigma de las identidades, cuyo punto más elaborado teóricamente se encuentra en la obra de Ernesto Laclau y de la cual hemos hecho varias menciones aquí, sino que, además, se encuentra debilitada por las propias trasformaciones del trabajo. De hecho con la excepciones de los teóricos de la multitud Negri, Virno, Lazzarato, el propio concepto de trabajo ha desaparecido del análisis teórico y político. En este contexto, me pregunto si la revolución no ha pasado hoy en día a componer imágenes de un retorno comercial y reificado por la supremacía de la cultura por sobre la política. En nuestros días la famosa frase de Guy Debord de que la imagen se ha trasformado en una de las formas más altas de la reificación funciona también con respecto a esta palabra cuyo fundamento ha sido neutralizado por las revoluciones que el capitalismo de acumulación flexible ha llevado a cabo desde su poderoso complejo tecnológico y militar. La palabra revolución también aparece en Tecnologías de la Crítica como uso y, así, como valor de uso inmanente al capital.

MV: Sin duda, no es posible referirse hoy a la revolución sin invocar con ella todo un legado de luchas sociales y tradiciones intelectuales. El mismo vocablo parece estar signado por una serie de giros y catástrofes en su paso del medioevo a la modernidad. La misma idea de circunvalación, de movimiento orbital, propias de un concepto que encuentra en la eternidad de los astros su escenificación primera, se ve fuertemente trastocada, alterada, por una nueva comprensión de la revolución que pone en el centro de su campo semántico las nociones de ruptura, cambio violento y transformaciones de signo traumático. Al igual que con la noción de izquierda, el imaginario moderno de la revolución esta íntimamente ligado a la herencia y Miguellas luces de la Revolución francesa. En la tradición marxista, es cierto que el concepto ha sido recibido y elaborado de modo problemático. Es más, podría decirse que si durante el siglo veinte fue posible reconocer algo así como dos cuerpos de pensamiento marxista, ello se debió en gran parte a que el propio concepto marxista de revolución parecía dividirse en dos en la tradición. En efecto, es posible aprehender, por un lado, en textos de Marx como el Prólogo de la contribución a la crítica de la economía política de 1859, un concepto de revolución de raíz tecnológica o infraestructural, donde es esencial la contradicción entre fuerzas productivas y relaciones sociales de producción. La famosa metáfora marxista que describe las relaciones sociales de producción como una traba de las fuerzas productivas es una imagen rectora del concepto de revolución. En esta metafórica la revolución nombra aquel preciso momento en que toda la superestructura política, jurídica e ideológica que limitaba el desarrollo de las fuerzas productivas salta por los aires. Por otro lado, esta esa otra tradición que entiende el concepto de revolución en un sentido estrictamente político. El Lenin del ¿Qué hacer? es quizá el gran teórico de esta comprensión politicista de la revolución. Aquí la revolución nombra una fábrica de estrategia, una cierta concepción de la toma del poder del Estado, una teorización de las formas de la violencia armada, etcétera. En este sentido, no es errado leer en esta tradición la huella de una comprensión maquiaveliana de la política. Ahora bien, cabe preguntarse si en nuestros días estas dos tradiciones de pensamiento siguen siendo orientadoras de la práctica política, o si, por el contrario, se debe ver en ellas ideologías del siglo diecinueve. En tu propia descripción del concepto de revolución pareces no ahorrar críticas a lo que denominas la supremacía culturalista en los usos actuales del concepto.

OAC: En los astros como gran metáfora de movimiento y transformación se encontraría el nudo más fértil del concepto de revolución y, quizá, el más fiel a la certeza en que, por ejemplo, sucedió el giro copernicano. Esto me parece interesante porque aquello que le ocurre a los planetas y específicamente al modo en que comienza a entenderse que la Tierra gira alrededor del Sol no es para nada una novedad óptica. Para refutar la idea de la escuela de Ptolomeo de que la Tierra no se mueve el giro copernicano no impone su triunfo mediante el éxito de las observaciones empíricas ni de la evolución del progreso científico. No he visto el extraordinario libro La estructura de las revoluciones científicas (xxx) de Thomas Kuhn en años, pero creo que ahí él va a explicar, coincidiendo plenamente contigo, que bajo el dominio de la concepción ptolemaica el sistema propuesto por Copérnico era simplemente un absurdo, una especie, diría, de diletantismo semántico. Es sólo cuando la idea del movimiento en Galileo gana fuerza que el paradigma de Copérnico emerge sobre el de Ptolomeo. El movimiento de los astros es el que va a estar relacionado de manera intensa con el concepto de revolución, pero también habría que notar que en el desplazamiento del sistema ptolemaico no hay una superación en términos del conocimiento, ni tampoco un salto epistemológico entendido como develamiento de una verdad. Lo que Kuhn explicará es que un cambio revolucionario se produce porque ha habido una transformación radical en el modo que tenemos de percibir las cosas. Lo que nos debe interesar de esta historia es aquello que relaciona novedad a destiempo y revolución como cambio en la estructura de la percepción. Pero también el hecho de que un paradigma emergente está motivado por una Idea y en el caso de Copérnico esa idea es muy clara, digamos, incluso, prístina respecto de lo que enuncia. Aunque hoy existan pruebas irrefutables de que la Tierra gravita alrededor del Sol, en su época el caso del giro copernicano no sólo es una posición herética respecto de la verdad que domina, sino que también moviliza una Idea que en tanto verdad no está en los planetas como tales, sino en la composición perceptiva de una comunidad. Aquí, por supuesto, nos enfrentamos a toda la problemática del “qué es” lo que en su autonomía el lenguaje deja y no deja ver. Para que el ojo pueda ver lo que enmohecidos o nuevos lenguajes enuncian es necesario que un conjunto de signos y gestos ocurra en el interior de una comunidad. Un lenguaje “exitoso” es el que encuentra morada en la creencia de la intimidad que ata el lenguaje a las verdades. En el caso de Copérnico, o en el de otros heréticos, la verdad revolucionaria está desajustada del sentido común y de la temporalidad del ojo que no le acompaña. Pienso que las revoluciones ocurren primeramente en el lenguaje y luego con cierto retardo en la retina del ojo. Este siempre llega tarde a la revolución, por ejemplo, de nada menos que la de las propuestas de Copérnico. Pero, por la propia historia de Copérnico sabemos que no es suficiente que haya transformación semántica —y esto por supuesto no es un problema idiomático— también debe haber un movimiento capaz de cambiar la estructura de la percepción. Sin duda esto nos lleva a pensar en ese maravilloso cuento de Borges y Bioy Casares titulado Esse est percipi (1969). El título es una referencia inmediata a la filosofía de la percepción que hay en George Berkeley y también a las formas en que ocurre la velocidad de la revolución moderna en el ámbito de los aparatos tecnológicos. Pues bien, Berkeley pensaba que la visión estaba escindida de los objetos materiales porque la facultad óptica, la facultad observacional se encuentra dominada no tanto por lo que hay de verdad en los objetos, sino por la relación entre la luz y los colores. En las tesis del filósofo anglo-irlandés, Borges y Bioy Casares inspirados actualizan la frase, “ser es ser percibido”, para hablar de la verdad de los aparatos que hacen posible la modernidad del fútbol. El cuento narra la idea de que hoy los estadios son espacios inexistentes, “demoliciones que se caen a pedazos”, porque todo ocurre en la cabina del locutor. Todo ocurre, podríamos decir, en la percepción que los efectos del habla, exagerada, rápida e intensa, producen en la oreja de los radio-auditores. La velocidad de la reproducción técnica de la voz nos pone de nuevo en relación con la palabra revolución como palabra que es inmanente a la trasformación de los medios tecnológicos de producción de la vida y de lo que Marx y Engels nos advertían en El Manifiesto comunista al hablar de la burguesía como el sujeto de la revolución moderna. Esto, sin duda, introduce la complejidad de que la producción tecnológica transciende el fenómeno del lenguaje formado en el nido del sentido común, precisamente, porque el lenguaje y la técnica responden a velocidades distintas y aunque pueden llegar a coincidir, el desarrollo de la técnica tiene su propio lenguaje, es decir, habla desde la autonomía de sus constructos y, obviamente, incide, hoy más que nunca, en eso que Kuhn llama la estructura de las revoluciones científicas. En el cuento de Borges y Bioy Casares el locutorio como espacio tecnológico de reproducción masiva de la voz produce el lenguaje del fútbol, en su novedad tecnológica, de manera escindida de los códigos lingüísticos con lo que se inventó la radio o el Ipad. En cualquier caso, no dejo de pensar que en tu intervención evocas el libro de Blanqui La eternidad por los astros (1871). Un libro, sin duda, que habría que discutir para dejar que nos hable desde la actualidad y es que Blanqui escribe la verdadera anomalía salvaje del siglo XIX, no sólo porque fue escrita en la cárcel, sino porque ahí se afirma que los planetas son el único teatro de la vida orgánica desde la interioridad de la revolución científica puesta en marcha por la propia Burguesía. Benjamin no dejó de hacer referencia a esta especulación cosmológica y, sin duda, habrá en algún momento que abrir de nuevo sus páginas para pensar que este libro escrito como Gramsci escribió los Cuadernos de la cárcel acontece como escritura insurgente justo el año que estalla la Comuna de parís para interrogarse sobre el tiempo, el infinito, el hombre de la revolución moderna, y sobre el laberinto del cosmos que ineludiblemente, como lo han sugerido Cristian Ferrer y Horacio González, lo vincula no sólo a Nietzsche, sino también a Borges.

Lenin Revolucion rusa

MV: Hay algo singular en la recuperación de Blanqui a este y al otro lado de la cordillera. Sin duda, en esta recuperación la figura de Blanqui como la del “encerrado” ocupa un lugar central como figura de una resistencia sin fin ni finalidad aparente. La imagen de una resistencia sin esperanza, de una resistencia que parece afirmarse en la absoluta singularidad de una existencia, es quizá la imagen que retorna en las memorias de la resistencia y la emancipación, ya sea como especulación, ya sea como caída. Por otro lado, esta otra recuperación de Blanqui, del Blanqui de La eternidad por los astros, supone de igual modo una cierta catástrofe o torsión del concepto mismo de revolución, al menos de aquel que se generalizó a partir de la Revolución francesa. Pues, si el concepto de revolución es un concepto fundamental de la modernidad, lo es menos por la referencia a los disturbios violentos propios de la sublevación o la guerra civil, que por el hecho de referirse a un proceso histórico de transformación a largo plazo. Contra la necesidad histórica del cambio que viene a imponer esta idea futurista de la revolución, el Blanqui de La eternidad por los astros parece querer reimprimir en el concepto moderno de revolución la memoria anasémica de un estrato anterior, propio de un orden de sedimentación anterior al sentido y la intención. Y no es solo que la voz revolución contenga un sentido inicial de retorno asociado a las nociones de fundación (constitución) y desorden (tumulto, turba, rebelión) que se debe negar y afirmar en cada vida de resistencia, en cada olvido inmemorial consagrado a negar la sumisión. A propósito de la semántica del concepto, Reinhart Koselleck advertía que inicialmente el verbo revolutio significaba “retirar rodando”. El testimonio semántico que cita el historiador alemán en auxilio de esta expresión no es otro que el retiro de la piedra del sepulcro de Cristo. “Retirar rodando”, sin duda la expresión encuentra también su lugar en algunas de las cabezas de la Revolución francesa, en lo que podemos llamar su inclinación y caída. En lo que indica de giro, de movimiento sobre un mismo eje, el verbo revolutio permite advertir que el concepto natural de revolución prepara de algún modo el concepto moderno de filosofía de la historia universal. La revolución termina por presentarse así como la creciente aceleración de un ciclo. En el marxismo esta metáfora de la revolución se presentó bajo la figura de la espiral. En efecto, en palabras de Koselleck la metáfora de la espiral permitía dosificar en distinta medida el elemento antiguo del retorno y el nuevo de la expectativa al extender la línea espiral diacrónicamente sin prescindir completamente de la curva de repetición. “Primero como tragedia, después como farsa”, la sentencia marxista no es ajena a esta metafórica de la revolución, así como no es ajena a la concepción trágica de la revolución en Blanqui. La revolución es un momento trágico, ella no olvida que en un sentido primario es una lápida que se retira rodando. Quizá la fascinación por Blanqui que se adivina en lectores atentos de Benjamin en Chile y Argentina, no sea otra que una fascinación por el sosias de una revolución que se debe pensar cada vez, que a fuerza de insistir en ella una y otra vez abre a la posibilidad de otros encuentros, de otros retornos, de giros que permitan remover otras criptas —propias y ajenas, presentes y pasadas. En este sentido, que la edición argentina de La eternidad por los astros incorpore como Apéndice los apuntes que Walter Benjamin tomó de la obra de Blanqui para su proyecto de Los pasajes, no debe leerse en ningún caso como mero azar o casualidad. En la bisagra de esos dos nombres creo advertir el despunte de una otra comprensión de la revolución.

OAC: La actualización que hoy podemos hacer del “Encerrado” (Blanqui) estremece los hálitos de las ortodoxas ideologías que produjo la historia de los socialismos reales y aquellas de los Partidos Comunistas que, con posterioridad a la famosa Liga de los comunistas del siglo XIX hicieron de la palabra revolución una institución resguardada por el poder de Estado. En cambio, el novecientos es el siglo de la confrontación, de las insurgencias y los reventones sociales. Es también el siglo de la aparición de las masas en las urbes modernizadas y el de la conformación del proletariado como posible sepulturero de la burguesía. En este contexto y aunque por razones muy distintas a las que el Encerrado va a imaginar en La eternidad por los astros, Marx pensaba que Blanqui era la cabeza y el alma del proletariado francés. Lo cierto es que en tiempos de la revolución de 1848 que destronó al rey Luis Felipe y de La Comuna de Paris como el gran acontecimiento revolucionario del siglo europeo la influencia del blanquismo no estaba marcada por ese raro libro cosmológico al que tú ahora le atribuyes el haber dado con la entonación de una memoria anesémica y al que Walter Benjamin le atribuye el del agitador genial que desoculta en los astros la escritura del eterno retorno y también la sospecha en la filosofía del progreso. Gracias a las investigaciones de Cristian Ferrer también sabemos que el libro del Encerrado habría fascinado a Jorge Luis Borges. A propósito de textos como el de Historia de la eternidad o El jardín de los senderos que se bifurcan, entre otros, y el desprendimiento literario de la teoría del doble habría una intensa traza blanquista alojada en la literatura borgeana. No obstante, la influencia de Blanqui en tanto contemporáneo de su época creo que no es la del filósofo cosmológico, sino la del activista político, la del “armador de entuertos” y de abierta confrontación puesto que fiel a las ideas de su maestro Bafeud y a los enmascarados juegos de la conspiración revolucionaria le interesaba el instante en la infinitud del tiempo de los planetas. No veo por qué no podríamos decir que era un pensador de la contingencia, la que suplementaba con la idea de la insurrección armada y una breve y transitoria dictadura como radicalización de la lucha de clases. El Encerrado piensa que la transformación se hace a través de la violencia y que sin esta y, sobre todo, sin las formas de la conspiración, de la disciplina, del mando de la organización y de una vanguardia de selectos profesionales de la revolución, no habría transformaciones. Lo cual quiere decir que para los fundadores del marxismo la pasión por el comunismo de Blanqui debió de ser, por supuesto, la pasión por un gran agitador y organizador de la clase obrera moderna cuya obra filosófica no había sido descubierta en su época. Sabemos que su madre le había quemado varios manuscritos y que sus hermanas no querían que se publicara La eternidad por los astros. Blanqui es un filósofo maldito rodeado de una familia castradora. De hecho, estoy de acuerdo cuando sugieres que su complejidad filosófica es desocultada por Benjamin y de manera menos visible por Borges. Aunqueno era exactamente celebrado como un teórico al estilo de los padres del marxismo —de Proudhon o Bakunin—, la figura del hombre que había participado en la insurgencia de 1839, en la revolución de 1848 y era enormemente respetado por los comuneros de París había escrito, con cierto rigor práctico, Instrucciones para la toma de las armas. Es el folleto para la toma de las armas, las transcripciones del juicio del Tribunal del Sena de 1832 y cierta recuperación del comunismo anárquico los que lo harán conocido en el siglo XX. No obstante, en el libro de González, por ejemplo, Filosofía de la conspiración (2004) —libro único y, quizá, el más importante que el pensamiento latinoamericano haya producido en este género— Blanqui ocupa un lugar central porque para González Blanqui es sin duda el autor de ese complejo cosmológico y revolucionario, pero también es uno de los nombres del gran fervor de la conspiración derrotada. En cualquier caso, Blanqui es el gran agitador de la revolución del novecientos y, al mismo tiempo, el paradigma de una gran filosofía cosmogeofilosófica que desestabiliza todas las ortodoxias que tomaron lugar en el siglo XX. Su lenguaje hecho de metáforas cósmicas y de imaginación política pienso que desestabiliza el concepto de revolución entendida en el interior de las mallas del progreso y de las formas de predominio tecnológico con las cuales el lenguaje de lo político tiende a quedar neutralizado o, incluso, a desaparecer en los grandes aparatos de decisión técnica. La definición de los cometas como “nihilistas de largas cabelleras”, la idea de que “la organización del universo es eterna”, las órbitas de la “muerte y de la resurrección” a las que Benjamin le atribuye un tono de catacumbas se inscriben como consignas contra las lenguas enmohecidas que hablara la burocracia del siglo XX. El lenguaje de Blanqui tampoco se inscribe en la religión del progreso medido a escala planetaria por el hedonismo del consumo capitalista y del cual hoy aún emana, como bisutería china, la idea moderna de revolución. Hay en Blanqui una cosmogeofilosofía de la materia etérea de los planetas con la que La eternidad por los astros suspende las toscas lenguas de los administradores de doctrinas, de los burócratas del concepto y de los operadores de los lenguajes tiesos y muertos como monumentos de acero. El autor de La eternidad por los astros no puede ser comprendido por el marxismo elevado a doctrina estatal y tampoco su radicalismo puede ser asimilado por las vacías bóvedas del lenguaje del pluralismo liberal de hoy. Su lenguaje y, por lo tanto, su idea de la revolución titila como estalactitas pendidas de un cielo astral que sospecha de las filosofías del progreso. En Blanqui existe también la convicción de que la clase obrera es genérica. Como política revolucionaria, el proletariado, en tanto consigna universal, le permite subvertir a Blanqui el orden de los enunciados jurídicos que sostienen la fragilidad del Antiguo Régimen. En el famoso interrogatorio del Tribunal del Sena se le pregunta por su profesión, a lo que responde con una palabra; proletario. El policía responde que eso no es una profesión. La contra respuesta de Blanqui es tan notable, si me permites el salto, como aquel interrogatorio al que fue sometido Fidel Castro antes del triunfo de 1959. Blanqui no dice que la historia lo absolverá como sí lo hará el joven abogado Fidel Castro (1953). Lo que Blanqui afirma en su contra-pregunta es lo siguiente: “¿Cómo que proletariado no es una profesión? Si hay más de 30 millones de franceses que viven del trabajo y han sido privados de sus derechos”. Esta contra-pregunta y contestación blanquista se hace en nombre de la condición genérica a la que había llegado la clase explotada y, por lo mismo, es sólo desde su condición genérica que la palabra proletariado descalabra el particularismo siniestro de la criminalización de lo revolucionario. Blanqui es sobre todo el nombre de la heterodoxia más radical que hubiera podido tomar lugar en el siglo XIX. Comparable a la de Spinoza en el siglo XVII y, en efecto, a la de ese otro gran Encerrado e innovador de la lengua de la política que es Antonio Gramsci. En otras palabras, hay en Blanqui una novedad en la forma desde la cual podríamos derivar un concepto de revolución que emana desde las entrañas de la modernidad, pero que al mismo tiempo se sustrae de la convencionalidad con la que este concepto ha sido definido y largamente apropiado por la lógica perversa de la temporalidad vencedora del capital. Por lo mismo, me pregunto si Blanqui puede ser desprendido de la sospecha de teología revolucionaria —sospecha que por cierto me parece que enuncia Benjamin— o si es la revolución
en Blanqui un anti-concepto o, incluso, La eternidad por los astros una anti-filosofía. Es posible pensar que la cosmología que produce la imaginación política de Blanqui es, quizá, el único instante en que se está en presencia de una política a-teológica que supone la materia estelar como motor planetario de la revolución. En tiempos de banalidades ecológicas la actualización de Blanqui podría ser una urgencia para el pensamiento y la imaginación política. Pero sería importante evocar aquí las sospechas de Fernando Pessoa quien siempre descreyó del comunismo como movimiento político y de la revolución como superación de la teología. Pessoa decía que el estado mental de las personas que pensaban que la revolución era un cambio directo era exactamente el mismo de aquellas que creían en la realidad de los milagros. Siento mucha simpatía por la sospecha de Pessoa porque en el imaginario de la izquierda del siglo XX la revolución ha sido, por un lado, un concepto que no tiene ninguna relación con la forma en que es definido en El manifiesto comunista y, por otro, tampoco ha sido un concepto que desde la idea benjaminiana de dialéctica en suspenso haya proliferado como política, digamos, revolucionaria. Siguiendo a Pessoa es bastante verosímil ver como la noción de revolución pertenece al universo lingüístico del milagro cristiano, o, para decirlo desde nuestra actualidad pertenece a la condición tecno-teológica de la reproducción a escala ampliada del capital planetario. ¿No será que aquello en que deberíamos detenernos es más bien en un pensamiento del acontecimiento y no de la revolución?

MV: Y sin embargo, siempre se podría oponer a ese trabajo paciente de distinciones y diferenciaciones necesarias, aquella tesis que advierte en el acontecimiento una de las dos dimensiones de la revolución. En efecto, tal y como piensan, por ejemplo, Fredric Jameson o Terry Eagleton se podría esbozar una teoría de la revolución a partir de la identificación de dos dimensiones inmanentes al trabajo del corte que toda revolución inaugura. Dos dimensiones que parecen fusionarse en el momento mismo de la revolución, aún cuando siempre sea posible distinguirlas analíticamente como a dos caras de una misma moneda. En la tradición marxista, imágenes de apropiación violenta del poder como las representadas por la revolución francesa o la revolución bolchevique evocan la idea de un momento único, excepcional, donde todo se interrumpe para dar lugar a un nuevo comienzo. Aprehendida bajo la figura del acontecimiento, la revolución es vista esencialmente como un hacer lugar, como una suspensión que da sitio a lo impensable, a aquello que esta fuera de todo cálculo y previsión. A esta imagen acontecimental de la revolución se le suele oponer como suplemento la idea de que la revolución es en sí misma un proceso, un movimiento hacia adelante. Desde esta otra perspectiva, la revolución se ve como una larga, compleja y contradictoria marcha de transformación sistemática. El trabajo de zapa, la figura del topo, y la misma idea de la topera, se corresponden con una comprensión de la revolución fiel a estas dos dimensiones del concepto. Por otra parte, la centralidad que Blanqui tiene en el imaginario político de la izquierda del siglo diecinueve, así como la importancia que se le reconoce a Lenin en la teoría y la práctica de la revolución durante el siglo veinte, encuentran en este concepto de revolución bifronte su justificación última. Ambas figuras fusionan en sí una idea de revolución donde ésta se presenta a la vez como un acontecimiento-proceso y como un proceso-acontecimiento. La lección que buscan transmitir a todo presente estos dos grandes revolucionarios no es otra que aquella que advierte que las revoluciones se preparan, se mantienen con vida en todos esos momentos en que están amenazadas por la derrota o peor aún, por la rutina, el compromiso o el olvido. Esta tarea, la tarea de la revolución, exige dedicación exclusiva, profesionalismo, disciplina, organización, constancia, habilidades especiales de conducción, fidelidad a la idea. Haríamos mal en reducir por ello la acción de Blanqui a una táctica del silencio, a una política de las catacumbas, así como erraríamos la lectura si solo reconocieramos en Lenin al teórico del partido de la revolución de masas. Por cierto una y otra lectura son posibles, una y otra lectura encuentran en los escritos de uno y otro plena justificación. Y no obstante, en la hora actual, encerrados en esta otra prisión sin perímetros que es el neoliberalismo, la mirada se vuelve al exceso que parecen encarnar esos dos grandes gestos de resistencia absoluta. Nuestra propia invocación del Encerrado no es ajena a la idea excesiva de una guardia sin ni finalidad. Y sin embargo, más allá de estas figuras “tecno-teológicas” de la anunciación y el testimonio, tiendo a observar que las lecturas que el tiempo reclama de La eternidad por los astros son aquellas que se curvan o concentran en el átomo absoluto de una puntual resistencia ejercida por una negación ciega a toda voluntad de acontecimentalidad o proceso. Hay algo de ceguera en juego en esas lecturas, algo monstruoso, cerrado sobre sí mismo, que se afirma en la sola reiteración de un gesto, de la negación de un gesto. Dices que se puede observar una traza blanquista en toda la obra de Borges, una traza meteórica, fugaz, que anunciaría un encuentro y un retorno en la bóveda de una eternidad astral. Pensando en ello, en la política que podría declinarse de ese encuentro, no habría que olvidar que Borges no sólo tradujo el Bartleby de Melville, sino que además tempranamente le dedicó dos reseñas que anunciaban en Bartleby a Frank Kafka. En la constelación de pensamiento que se pone a rodar en la serie Bartleby-Kafka-Borges puede leerse el gesto de una política de la sustracción incondicional. Es justamente la afirmación de esta otra política la que parece subyacer al rechazo o deconstrucción postmoderna o decolonial de la categoría de revolución. Los nombres de este rechazo parecen multiplicarse sin fin, esforzándose todos ellos por desplazar o deconstruir una filosofía de la historia sujeta al tríptico partido-estado-revolución.

OAC:Me gusta la idea de la sustracción incondicional que propones aquí y me adhiero a ella en lo que me parece que es su gesto o, con tus palabras, su performatividad. Como concepto filosófico, pienso que la idea de sustracción pone en tensión la manera convencional de entenderla, es decir, la sustracción no sería una pura resta o la forma en que algo es retirado sin que ocurra absolutamente nada. Por el contrario, sabemos que la palabra es sin duda uno de los grandes aciertos de la filosofía de Alain Badiou y también de la deconstrucción. Por su puesto, no hablo de la deconstrucción como operación de campo a la americana, sino como uno de los momentos más intensos de las formas del pensamiento que hoy se repliegan y reúnen a pensar las condiciones de posibilidad o de imposibilidad de un acontecimiento que interrumpa las estructuras de dominación.Por supuesto, los ecos que de manera intensa resuenan en tus comentarios son los de Walter Benjamin. Sin duda Benjamin pone en tensión el concepto de revolución entendido modernamente, es decir, entendido desde las filosofías del progreso. Se trata, incluso, de un pensamiento acontecimental que trabaja a contrapelo del concepto de revolución entendido como transformación contradictoria o dialéctica entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción. De las Tesis de filosofía de la historia, de la Obra de los pasajes—entre muchos otros lugares de enunciación benjaminiana—no podríamos extraer una teoría del desarrollo, aunque sí de manera indudable una filosofía de la revolución redencionista, una teoría del acontecimiento como interrupción de la dialéctica entre pasado y futuro sobre la que el “instante ahora” impresiona el presente.Ha corrido mucha tinta bajo el río sobre las posiciones de Benjamin hasta el punto en que se ha trasformado en la academia norteamericana, junto a Spinoza, en uno de los fetiches del mercado académico con mayores índices de popularidad y, como podrás imaginar, sin ninguna relación con la política. No me interesa, sin embargo, la sociología de este fenómeno, sino su intensa presencia en la filosofía de la deconstrucción, así como las distancias que, por ejemplo, Derrida en Fuerza de ley declara hacía el mesianismo redencionista de Benjamin. El mesianismo benjaminiano se hace viable politizando la “estructura mesiánica” de la historia desde un sujeto de la política; el mesianismo tiene un mesías decidido políticamente desde el rechazo a la socialdemocracia y a los obreros que agenciados a ella pensaban que nadaban contra la corriente. Pienso que Benjamin jamás renunció a esta idea. Toda la complejidad de su obra no está, obviamente, zanjada y posiblemente su pensamiento sea el que condensa todos los enigmas de la composición moderna del mundo y, por lo tanto, de aquellas revoluciones que—centradas en la historia homogénea y vacía del tiempo—funcionaron y siguen funcionando como ajustes y reestructuraciones del capitalismo.Benjamin es el lugar donde la interrupción o suspensión del habitus del orden social viene acompañada de una teoría del acontecimiento cuya matriz filosófica se inscribe en el pensamiento de la destrucción.El concepto de interrupción o, incluso, de interrupción-performativa sin teoría del acontecimiento resulta vacuo no sólo porque tiende a la mimesis con las estructuras de dominación, sino también porque neutraliza la política de lo imposible. En Benjamin la política de lo imposible es de carácter destructivo, su crítica demoledora a la socialdemocracia, a la política del progreso, de los pactos y de la burguesía parlamentaria, del consenso con el cual la diagramación del orden dialectiza el contenido, digamos de izquierda, de la interrupción está siempre expuesta a una operación destructiva como apertura radical a un porvenir mesiánico.En ese sentido, me parece que no sería errado traducir que la interrupción es de izquierda cuando habiendo roto el pacto con el habitus del orden deviene política sustractiva, pero la sustracción no es ya el ámbito de pensamiento de Benjamin o Heidegger.A propósito de esto, se me hace imposible no mencionar aquí una de las demarcaciones y, quizá, sea para mí la única demarcación con la que estoy de acuerdo porque permite orientarnos respecto de cómo pensar la relación entre pensamiento y política sin caer en el romanticismo político y en la estética cultural a la teoría.Alain Badiou, en El siglo (2005), propone que el gran debate contemporáneo pasa hoy por la diferencia entre sustracción y destrucción.En esta diferencia Benjamin, sin duda, es un pensador de la destrucción, y el acontecimiento que redime todo el pasado oprimido tiene carácter ex nihilo. Reduciendo mucho toda la temática benjaminiana del acontecimiento diría que su tesis—y en esto coincide con el Heidegger del proyecto de destrucción de la metafísica—aparece de manera clara en su artículo sobre El carácter destructivo. El libro en el que Federico Galende se dedicará a pensar este problema filosófico, Walter Benjamin y la destrucción (2009), es uno de los estudios donde la destrucción no es sólo la dialéctica en suspenso, la interrupción revolucionaria, sino también la fundación sin origen a la que da paso la revolución destructiva. Al menos en este punto, la interrupción entendida en términos destructivos no es aquella que orienta la deconstrucción en la medida en que ésta (la deconstrucción) se sustrae tanto del proyecto de destrucción heideggeriano como del “reventón mesiánico” benjaminiano. En otras palabras, la deconstrucción es política de la sustracción y no demolición de los enunciados que hacen de Benjamin y Heidegger pensadores del acontecimiento (revolucionario) como destrucción. En otras palabras, ni la idea de la superación de la metafísica en tanto ”vector” de la historia como nuevo comienzo (a la Heidegger) ni la dialéctica en suspenso en tanto cita secreta entre las generaciones pasadas y las venideras como implosión del presente (a la Benjamin) serían constitutivos de una política sustractiva incondicional como la que propones tú.Pienso, ahora que digo esto, que la distinción de Willy Thayer, en Tecnologías de la crítica, entre la excepción soberana (Schmitt) y la excepción destructiva (Benjamin) vuelve extremadamente complejo pensar el acontecimiento revolucionario desde movimientos y categorías puramente destructivas. En primer lugar porque la destrucción es algo que le ocurre al pensamiento moderno hasta el punto en que su retorno sin actualidad ni actualización está siempre a un paso de estetizar el pensamiento de estos pensadores en el artilugio de la teoría como puro evento de circulación universitaria. En segundo lugar, la revolución a la Benjamin está acompasada de nociones como, violencia pura, dialéctica en suspenso (fin de las soberanías en tanto que toda su historicidad habría operado como la condición céfala del capitalismo moderno) despertar, destrucción, etc,cuyo impulso se orienta a producir un acontecimiento que destruye lo que el propio Benjamin llama el hombre-estuche, es decir, el hombre-Sísifo del habitus de un mundo atado a la antropología de la producción capitalista de la existencia. Por otro lado, pensando la diferencias entre sustracción y destrucción Jean Luc Nancy ha reparado en el hecho de que entre concepto de retirada de la deconstrucción y el de la teoría de la sustracción en Badiou las diferencias son mínimas. Y, en efecto, habría que buscar estas diferencias mínimas para entender que hoy la “novedad” de una propuesta revolucionaria pasa por la comprensión del cómo la teoría del acontecimiento aparece en ambas propuestas teóricas. Esta es, por cierto, una discusión que podría pertenecerle al espacio universitario (o no); lo importante es que como discusión universitaria busqu
e agenciamientos políticos—sin la pedantería de que la teoría es el arma sofisticada de una élite de “filósofos ilustrados” que han accedido al enigma o al secreto de la política—que alienten y orienten las luchas revolucionarias por la definición del presente. En mi opinión que, como sabes, no es la de un experto en filosofía, un pensamiento de lo acontecimental y una política de la sustracción de la facticidad y, por lo tanto, de las mallas de articulación de poder del capitalismo son hoy condiciones fundamentales para una des/apropiación del léxico moderno de la palabra revolución. En otras palabras, la revolución debe volver a respirar desheredando y heredando el movimiento de una actualización permanente del devenir performativo de lo imposible.

 

 

Déjanos tus comentarios
La sección de comentarios está abierta a la reflexión y el intercambio de opiniones las cuales no representan precisamente la línea editorial del diario ElDesconcierto.cl.