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Apocalipsis, ya. A propósito del Ébola

Por: admingrs | Publicado: 10.10.2014

ebola“En la época siguiente comenzó a desarrollarse el hambre por toda la superficie de la tierra y se llegó a temer la desaparición del género humano casi entero”. Así comienza la breve relación de una gran carestía que asoló Europa hacia el año 1033, citada por G. Duby en su obra “Europa en la Edad Media”.  Lo que debieron de haber pensado los que sufrieron tal crisis, justo cuando se cumplían mil años del sacrificio de Cristo, huelga totalmente decirlo. Evidentemente, estaban al final de una era; la historia llegaba a su fin y el día de la Ira de Dios había llegado.

Curiosamente, a pesar de augurios tan claros, no llegó. Los vientos se calmaron, las tierras volvieron a dar fruto y la humanidad siguió viviendo. Pero las doctrinas apocalípticas no dejaron de aparecer de tanto en tanto para reactivar la terrible conmoción de que, en algún momento, se puede concretar el menos auspicioso de todos los panoramas posibles; es decir, que desaparezca la vida humana en su totalidad. Lo conmovedor de esta eventualidad es que, a pesar de tantas filosofías y religiones que han acertado en ofrecer soluciones de sentido para la muerte individual, parece no haber ninguna que lo proponga para la muerte de la especie. Aceptamos con relativa tranquilidad que, algún día, cada uno de nosotros desaparecerá, pero no nos resignamos a morir como totalidad, cosa que, vista en su más cruda racionalidad, resulta comprensible, pues si alguna especie viviente ha hecho más por la destrucción de la vida en el planeta es la nuestra. Sería lógico concluir que, no por cuestión de castigo divino, sino por simple economía natural, cuando las reservas de los bosques no sean suficientes para renovar el oxígeno que necesitamos, cuando la contaminación de las aguas ya no nos permita abastecernos de sus condiciones vitales mínimas, cuando la erosión de los campos impida los cultivos necesarios, cuando los pocos que queden se maten en guerras salvajes por el uso de los recursos restantes, entonces, esta casa que nos hemos acostumbrado a habitar ya no nos será hospitalaria. A falta de una hecatombe enviada por dioses furiosos para castigar las “inmoralidades” de la humanidad (como sostenían y sostienen algunas creencias religiosas), sobrevendrá una hecatombe más simple, más humana, pero al tiempo menos predecible y más efectiva; la destrucción de la vida humana no será obra de los dioses, sino del mismo ser humano.

De este panorama desolador, despertamos cuando escuchamos a Hölderlin decir: “Pero allí donde crece el peligro, crece también lo que salva”. Prueba de esa fe romántica la dan los innumerables desafíos que la inventiva, el ingenio, e incluso la desesperación humanas han sido capaces de superar. Alguna vez se pensó que todos seríamos devastados por la tuberculosis, o por el tifus, el sida o la gripe aviar. Para todas esas dramáticas coyunturas, han surgido medicinas que, cuando no para extirpar totalmente dichos males, han servido para mantenerlos debidamente a raya. Los que creemos en Hölderlin, pensamos que lo mismo sucederá con el Ébola, esa enfermedad siniestra que, como una nueva peste negra, empieza a alarmarnos con sucesivas noticias. Mientras era contenida en la región de donde surgió, no nos preocupaba tanto. Pero, cuando empieza a golpear la puerta de nuestro moderno occidente (primero España, luego Estados Unidos, Australia), entonces caemos en la cuenta de que se trata de algo serio. O sea, como pasa siempre, lo serio es lo que deja de ser noticia en CNN para acomodarse en el asiento del lado del avión que tomamos en un viaje cualquiera, en el vecindario del frente, e incluso en el cuerpo de la enfermera o el médico que consultamos cuando sentimos una simple molestia estomacal o una gripe persistente. Pero tenemos a Hölderlin por resguardo; su profecía no ha dejado de ser verdadera. Por eso, mientras tanto, rogamos (a Dios para quien lo tenga, a la ciencia para quien cree fervientemente en ella) que aparezca pronto el lenitivo que nos deje a salvo mientras se cocine, por debajo de las células vivas del cuerpo vivo que somos, algún otro temor para el porvenir. Bendito Hölderlin que nos dio una frase para mantener en resguardo la esperanza de la Humanidad.

No faltará quien, sin embargo, pueda preguntarse con legítima prevención: ¿y qué pasa si esta vez Hölderlin se equivoca? ¿qué sucederá si por fin ha llegado la destrucción biológica del planeta? Queda ahí la interrogante, la sospecha permanente, la respuesta suspendida a un temor del que no se sale sino cuando se lo ha vencido. El caso es que siempre nos moveremos entre dos bandos: los apocalípticos y los integrados. Para los primeros, siempre la cosa está por acabarse; para los segundos, siempre habrá un Superman que barrerá con su capa el mal amenazante, aunque deje un no pequeño estropicio (costo menor) en su lucha tan desaforada como necesaria.

Por mi parte, reconozco la pendularidad anímica que me ha llevado oscilantemente a creer en una u otra postura. Como hombre creyente, he postulado que, como sea, la historia no es el destino definitivo del ser humano. Por lo tanto, con apocalipsis o no, la casa terrena no es más que el traje provisorio que llevamos y que no necesitaremos cuando estemos prontos para echarnos a nadar, desnudos y sin equipaje, sobre el ancho mar donde termina el curso de nuestra precariedad. Como hombre moderno, me gusta creer en las posibilidades que subyacen entre nosotros para hacer de éste, nuestro mundo, una residencia habitable para todas las especies vivientes. Me adhiero así al manifiesto de otro gran humanista, Andre Malreaux, cuando dijo “Existe una esperanza grande y profunda en el Hombre”.

Postulo, en cambio, y sí con convicción más difícil de erradicar, que si hay algún peligro para la Humanidad, este no viene tanto de una tragedia biológica o simplemente cósmica, sino del otro mal, más nuestro, más trágicamente nuestro: el mal ético. Es decir, el que viene de la lucha fratricida, el de no mirar al otro como un ser humano y, menos, como a un hermano. Magistralmente lo expresó Borges cuando, comentando sobre la bala que mató a Kennedy, dijo que ese proyectil fue muchas cosas antes: “Fue el cordón de seda que en el Oriente reciben los visires, fue la fusilería y las bayonetas que destrozaron a los defensores del Álamo, fue la cuchilla triangular que segó el cuello de una reina, fue los oscuros clavos que atravesaron la carne del Redentor y el leño de la Cruz, fue el veneno que el jefe cartaginés guardaba en una sortija de hierro, fue la serena copa que en un atardecer bebió Sócrates. En el alba del tiempo fue la piedra que Caín lanzó contra Abel y será muchas cosas que hoy ni siquiera imaginamos y que podrán concluir con los hombres y con su prodigioso y frágil destino” (In memoriam JFK).

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