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El pueblo, la multitud y el Leviatán

Por: Rodrigo Ruiz | Publicado: 14.04.2015

Oscar fotoEl libro El par conceptual Pueblo-Multitud en la teoría política de Thomas Hobbes (Alción Editora 2013) de Marcela Rosales [El par conceptual en adelante] pertenece a esos raros objetos-textuales que por su naturaleza reflexiva devienen imprescindibles. Esto no es para nada una exageración si consideramos que se trata de un libro que habita lo extemporáneo y lo contemporáneo al mismo tiempo y en cuyo espacio in-between emana la justa aparición de la potencia de la imaginación política. Se trata de un texto sobre uno de los fundadores de la mecánica soberana que junto a Macchiavello tanto ha dado que pensar a la ciencia política y a la historia de la filosofía.

Rosales encuentra la necesidad de un retorno a la relectura de un clásico de la teoría política en el modo de ser del presente y, así, en aquellos síntomas que el discurso del Estado y, en particular, el Estado-nación se revelan como crisis. La crisis del Estado se ha anunciado de muchas formas y está fuertemente relacionada con el triunfo neoliberal y, por consiguiente, con la descomposición del sistema de democracia representativa. De manera que los conceptos que este libro interroga y despliega y que parecen ser de otra época funcionan, por el contario, como la animación misma de una materia conceptual que trama y organiza de cabo a rabo las crisis del “estado actual de cosas”. Es precisamente en este sentido que la autora enfatiza: “[C]onsideramos nodal para una mayor comprensión del proceso de cambios sociales profundos en los que estamos inmersos actualmente. Este punto es la relación entre pueblo y multitud, dos conceptos que parecen ser indisociables del concepto Estado desde el Renacimiento hasta hoy”(20). El hoy que nos propone Rosales es la clave de su retorno a Hobbes. Este regreso a los enunciados hobbesianos habita en sí mismo la aporía de lo actual y lo inactual como expresión de la crisis moderna del Estado-nación. Así, en El par conceptual no se busca establecer el lugar ciego de un círculo hermenéutico que indaga en el pasado como si se tratase de un museo filológico en el que los enunciados hobbesianos son presentados como piezas arqueológicas de una materia extinta. Por el contrario, Rosales se dedica a leer la perdurabilidad de los signos, las concavidades de la trama lingüística de artefactos que sin duda han dejado huellas indelebles en la configuración del Estado.

pueblo-multitudUno de los razonamientos principales de este libro es que la matriz conceptual que Hobbes imaginó como la condición sine qua non del diseño del Leviatán —monstruo que debía producir el deseo de orden para evitar la “guerra de todos contra todos”— está compuesta tanto por la ficción del pueblo como por la multitud. Ambos conceptos serían elementos inmanentes a la arquitectónica del Estado y no, como piensan algunos teóricos de la multitud, el afuera, la fuga permanente de la multitud contra el Estado. Esta máquina que el propio Hobbes imaginó en medio de la guerra civil y de la crisis de una Inglaterra acosada por la inminencia de la muerte opera, como nos dice Rosales, “mediante dos tipos de movimiento: de acercamiento (apetito o deseo) hacia todo aquello que calcula servirá para perpetuar su movimiento vital, y de alejamiento (aversión) de lo que se opone o puede disminuir su persistencia en la existencia” (39). El deseo y los apetitos se revelan como centro vital de la multiplicidad compositiva del monstruo, pero sobre todo como el mecanismo por el cual el orden y la paz acaece mediado por la posibilidad de detener la guerra y, así, cumplir “con el objetivo de la máquina que es la de la sobrevivencia continuada”(39). De ahí que no sean pocas las referencias que se suelen hacer a la relación entre Hobbes y Freud. El primero habría pensado la contención del deseo como consumación del interés particular sin la mediación de una entelequia capaz de impedir que este (el deseo) destruya internamente la paz y el comercio. El segundo (Freud) no habría pensado algo muy distinto al primero cuando explica que el principio del placer no puede consumarse sin la mediación del principio de realidad. Hobbes, Freud y Rosales piensan desde la materia que constituye las pasiones y los apetitos individuales como elementos desde los cuales emanan relaciones de incertidumbre, fragilidad, miedo al caos, a los desgarramientos intestinos y, finalmente, a la muerte. Aquí, posiblemente, se podría decir que todo el pensamiento político que Rosales despliega en su libro está espectralizado por la amenaza de muerte. La finitud como antesala de la necesidad de la ficción del Estado y del deseo de orden serían lo que le permite re-descubrir que en el par conceptual pueblo-multitud está en juego algo más que el puro ejercicio académico de reconstrucción de un clásico del pensamiento político occidental.

En Rosales la explicación de la diferencia entre pueblo y multitud es interna al Estado y busca no sólo precisión epistemológica, sino también explicar nuestra propia relación con la crisis ocurrida por el triunfo de las políticas neoliberales. La hegemonía mundial de la maquinaria de desregulación del Estado e intensificación de privatizaciones debilitó completamente la posibilidad de que los mecanismos del Estado moderno pudieran asegurar condiciones mínimas de lo que en clave hobbesiana Rosales llama “un bien futuro” orientado a la “paz social”. ¿No es acaso el neoliberalismo un estado de naturaleza donde los intereses individuales han internalizado la fórmula hobbesiana del homo homini lupus? La reconstrucción erudita de los comentarios de C. B. Macpherson sobre los hombres que habrían inspirado a Hobbes a pensar la guerra del todos contra todos parece responder de manera afirmativa a esta pregunta que trama nuestra propia actualidad. Aunque, como señala Rosales, “la complejidad de la concepción de la naturaleza humana propuesta por Hobbes impide atribuirle el concepto de homo oeconomicus” (43) y aunque no llegara a concebir la dictadura del mercado internalizada en modos micropolíticos de operar, su analítica del deseo como comprensión de la articulación y producción mercantilista de los interés individuales la intuye. Esta intuición se aloja en el deseo y el apetito del interés particular sin mediación del Estado y, por lo tanto, como el poder o, incluso como el contra-poder de la pura pulsión de muerte, es decir, contra-poder al límite abismal de nuestro propio presente en tanto correlato de la impotencia a la que el romanticismo político —desde la declamación demasiado rápida de éxodo o fuga del Estado— suele relegar la imaginación política.

Como uno de los puntos más temperados —junto a Macchiavello y Spinoza— de la imaginación política moderna, lo que ofrecería el Leviatán de Hobbes es el intento por detener el límite abismal de la guerra mediante lo que Rosales llama la “ficción como hipótesis racional”, la cual “torna inteligible la realidad estatal concebida al modo hobbesiano”(60). En otras palabras, el posible desenfreno de las pasiones que podría desembocar en la guerra de todos contra todos y, así, consumar la caída en el precipicio de la finitud es presentado por Hobbes como el objetivo de contención que debe producir la ciencia. Esto significa que la aspiración racional del “modo hobbesiano” del que habla Rosales tiende a cancelar el estado de naturaleza en la medida en que la multitud devenga unida en “una única persona”. Siguiendo el razonamiento de Rosales y las distinciones que produce su original interpretación de Hobbes, si el concepto de multitud no es el opuesto del pueblo y menos aún la antítesis del Estado, la emergencia de la persona tampoco será ajena a la lengua de los mecanismos de Estado. Por el contrario, la multitud y la persona son redescubiertas por la lectura de Rosales como movimientos internos a la ficción del Estado y, en el caso de la multitud, esta es una de las instancias fundamentales en la configuración de la idea de persona. La persona hecha de palabras y gestos emula la condición racional del Estado. Rosales lo precisa de la siguiente manera:

Que el pacto es parte de una ficción o esquema racional significa precisamente que no se trata de un acuerdo originario entre individuos reales situados históricamente sino de una construcción de la razón científica con el propósito de introducir y legitimar un nuevo concepto de obligación o deber político acorde a una concepción del Estado que repudia todas las lealtades teológicas o jurídicas tradicionales. Así lo expresa Hobbes explicando la relación entre razón y Ciencia política: “Cuando un hombre razona, no hace otra cosa sino concebir una suma total, por adición de partes (…) Los escritores de política suman pactos, uno con otro [de un individuo con otro], para establecer deberes humanos”(Lev., I, V, p. 32). (61)

El contractualismo hobbesiano no sería originario en le sentido de las “metafísicas del origen”; no habría en él una esencia y sobre todo no habría tampoco una pre-existente al lenguaje de la ficción del Estado y, así, a aquello que lo suplementa a través del Derecho y de la ciencia. En efecto, la idea de persona emerge también en el interior de la condición ficticia del Estado en la medida en que para Hobbes esta (la persona) se con-forma en el repudio de las fidelidades religiosas y, por lo tanto, en el uso razonado y no teológico de la palabra juridizada por el Estado. Hay, por supuesto, al menos dos nombres que a propósito de esta argumentación resuenan como ecos insoslayables en la oreja del lector de Rosales. El primero es el de Carl Schmitt quien, por supuesto, aparece en el libro de Rosales como una figura autorizada en la obra de Hobbes. No obstante, el eco no provendría tanto de la lectura de Hobbes que Schmitt hace para levantar desde él el paradigma de la teoría decisionista del Estado, la cual el libro de Rodrigo Karmy nos recuerda que también “la concepción hobbesiana del Estado constituiría una versión secularizada(181). Aquí estamos pensando en un libro aún más popular que el que Schmitt escribiera sobre el Leviatán de Hobbes.

En su Teología política Schmitt alza la premisa de la soberanía afirmando de manera profana que “todos los conceptos de la moderna teoría del estado son conceptos teológicos secularizados”(36). Si esto es así el símbolo del Leviatán en su compuesto racional y articulado desde la positividad que excluye los elementos de constitución religiosa—fervores identitarios, supersticiones, pasiones “naturales”—habría fracasado ya que estos elementos operan de manera residual (o no) en el seno ideológico de lo social socavando la idea hobbesiana de un Estado “neutral y agnóstico” expresado en la mitológica figura del Leviatán. La “persona” siempre excede tanto la interpelación de la ley como la homogenización de los unos en el Uno. Esto es algo que Rosales dirá precisamente explicando que la persona en tanto condición de la juridicidad del Estado será la topología de una permanente disputa:

Apropiándose de armas ajenas el discurso político hobbesiano reconvierte la simple pluralidad en persona artificial sin prever que este concepto engendrará más tarde implacables adversarios del Leviatán. A través de la artificiall Person resuena (personare) la palabra legal que transforma a individuos y corporaciones en sujetos o personas jurídicas que, Ilustración y desarrollo capitalista mediante, apelarán a esta condición conferida por el mismo Estado para disputarle el dominio e imponerle una legalidad propia.(182)

El concepto de persona, cuya traza permanece en la irreductible historia de la ficción de la ley y de sus violencias sigue acosando la materia hecha de carne y hueso de los excluidos, los obreros inmigrantes, los sujetos interpelados por una matriz que no resuelve la relación contemporánea ni con el Estado ni con la enorme disgregación de una multitud producida por el nuevo patrón actual de acumulación capitalista.

El segundo nombre que Rosales evoca en su libro, aunque no se encuentra tematizado por su interpretación de Hobbes, es el de Simone Weil. En la complejidad de su fragmentaria teoría, cuyo contexto estaba orientado a pensar las guerras y a buscar una relación teórico política con la emancipación, Weil pensó más allá de la condición artificial de la persona, es decir, pensó las condiciones de posibilidad de la sustracción de la persona del espacio de interpelación jurídica del Estado. Esto que pensó Weil podría definirse como el lugar a-teológico de lo sagrado por razones muy distintas a las que la teoría hobbesiana piensa. En su ensayo “La persona y lo sagrado” Weil suspende la condición romano-cristina de la juridicidad de la ley, es decir, suspende el criterio de demarcación entre lo legal y lo no-legal que interpela el cuerpo-rostro de los súbditos. La consecuencia de esta suspensión del concepto de persona es que desnarrativiza el relato del soberano como instancia de regulación y producción del orden de la dominación conceptual. Lo que Weil producirá para el pensamiento político es el umbral de un anti-concepto que suspende o pone entre paréntesis el artificio del concepto de persona. Pensando de otro modo que del lenguaje de las instituciones Weil lleva el lenguaje de lo político a una especie de catarsis lingüística a través de su propuesta de un bien que es superior a la persona en tanto fundación jurídica del pacto con el Estado (democrático).

[L]a persona no puede ser protegida contra lo colectivo, y la democracia asegurada, sin una cristalización en la vida pública del bien superior, que es impersonal y sin relación con ninguna forma política. (…) Por encima de las instituciones destinadas a proteger el derecho, las personas, las libertades democráticas, es necesario inventar otras destinadas a discernir y abolir todo aquello que, en la vida contemporánea, aplasta las almas bajo la injustica, la mentira y la fealdad.(176)

Un libro como el que ha escrito Marcela Rosales no sólo desoculta la persona como una de las ficciones de Occidente haciendo verosímil lo impersonal en Weil, sino también abriéndonos a la posibilidad de la invención o reinvención de los gestos y palabras con las que se construye y también destruye la poderosa ficción moderna del Estado.

Ahora bien, en su diferencia con propuestas contemporáneas de raigambre neospinozistas o anarcopolíticas, el libro de Rosales propone entender a través de su lectura de Hobbes que la multitud no pre-existe al Estado. Quizá, en este sentido, se podría decir que la hipostasis del éxodo o la fuga con respecto a esta institución moderna, vieja en sus lenguajes y desgastada en su relación inherente a la historia de la acumulación capitalista, no es más que la ilusión de que la libertad del deseo pueda habitar el continuum de la “indeterminación de lo social” sin consumar la guerra del todos contra todos. La siguiente cita, extraída de este magnífico libro, expresa lo siguiente:

El deseo persiste y amenaza constantemente con disolver el Uno —precisamente por eso apertrechado en leyes y demás armas— tornando intrínsecamente débil su propia constitución. Cuanto más, el deseo se civiliza y las pretensiones de derecho a resistir que aducen causas justas buscan dirimirse dialógicamente en el foro público. Pero Hobbes no confía en la conclusión pacífica de las demandas que adoptan la forma de manifestaciones masivas de la multitud: en ellas la posibilidad de disolver el Uno en los unos se vuelve demasiado asequible y el deseo reavivado conduce a la multitud al desenfreno anárquico.(214)

Lo que resuena, lo que vuelve a sonar en estos enunciados —y esta vez de manera contemporánea— es precisamente el factum de la liberación del deseo en el dominio anárquico del mercado. El deseo como multiplicidad realizada en la fuerza o, más bien, en el debilitamiento de la ley ficticia que protegía la persona y que a través del dominio del patrón de acumulación flexible y de la especulación financiera desterritorializa el Estado y, al mismo tiempo, desestabiliza la condición asimétrica del par conceptual pueblo-multitud. En un sistema que es capaz de homogeneizar las diferencias, la multitud, desde la administración y el control de todas las diferencias posibles, la reflexión de Rosales resulta ser más urgente que nunca. Así, el develamiento de la autora de que el par en cuestión no es dialéctico, sino asimétrico y que la multitud “como nombre de lo innombrable es, por lógica, un no-nombre”(214), es decir, un afuera-adentro de la lógica del Estado no se resuelve o materializa en una relación emancipadora. Por el contrario, la asimetría de la multitud ha funcionado como el modo por el cual una política de la diferencia puede reclamar un afuera a las estructuras de dominación del capitalismo y quedar redimida e inscrita en los flujos desterritorializados de la cultura tardo-capitalista.

De ahí la fundamentada sospecha de Rosales cuando nos advierte que lo unspeakable “ha funcionado como una categoría epistemológico-política para, en primer término, naturalizar diferencias artificiales y, en segundo término, legitimar al Estado como el gran mediador e igualador de tales diferencias”(214). No obstante, hoy el imperio de la fuerza más o menos anárquica del capitalismo es capaz de transcender la hegemonía del Estado moderno y sobre todo de mostrar que el fracaso del Leviatán como símbolo que agrupaba la disgregada multitud, los unos, para configurar el artificio de lo Uno está consumado por las lógicas mercantilizadoras.

En otras palabras, el Estado que contemporáneamente tenemos hoy es el Estado-mercado como entelequia al servicio, efectivamente, de las naturalizaciones de la diferencia y del capital transnacionalizado. Toda diferencia identitaria puede hoy estar inscrita en la topología múltiple del mercado capitalista, pero, quizá, no todo Estado compuesto de la asimetría entre pueblo y multitud este dispuesto a sucumbir a la imposición violenta de modelos y matrices de organización estatal diagramados globalmente por políticas anti-estatales que sólo benefician la anarquía del mercado y la perpetuación de regímenes complejos de explotación capitalista. Este es, quizá, el modo en que la reflexión de Rosales revela toda su potencia enunciativa y, a su vez, la grandeza de un libro que sólo puede quedar abierto para la exploración de sus matices, distinciones, precisiones hobbesianas y sobre todo para pensar la actualidad o inactualidad del Estado-nación resquebrajado por una lógica que en muchos aspectos ha dejado de ser moderna.

 

Obras citadas

Karmy, Rodrigo. Políticas de la excarnación. Para una genealogía teológica de la política. Buenos Aires: Editorial Universitaria, 2014.

Rosales, Marcela. El par conceptual Pueblo-Multitud en la teoría política de Thomas Hobbes. Córdoba: Alción Editora, 2013

Schmitt, Carl. Political Theology. Trad. George Schwab. Chicago y Londres: The University of Chicago Press, 2005.

Weil, Simone. “La persona y lo sagrado”. Trad. Alejandro Kaufman Revista Confines 1.2 (Noviembre 1995): 161-176.

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