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La felicidad del perro

Por: Francisca Quiroga | Publicado: 12.07.2015

La pregunta humana dejó de ser si el perro piensa o se comunica. Aquello de lo que podemos hacernos cargo es de saber si sufre y de evitarle todo dolor inútil. Sabemos que el perro es capaz de felicidad. Fui acompañado por años por un cocker que además de expresar lo que quisiera con los ojos era capaz de reír más francamente que Mefistófeles y de jugar a la pelota tan bien como cualquier gato.

Su felicidad consistía en recibir a los amigos, jugar, explorar, raspar y mascar interminablemente un hueso pluto. Pascual se llamaba, por su origen y, ya viejo, ante la inminencia de una mudanza decidió alejarse y desaparecer.

Otros habitantes del barrio eran lo que se llama aperrados en no abandonar las persecuciones de ratones y gatos ni soltar la presa asegurada entre los dientes. El instinto y la disciplina en las labores de guardia, pastoreo y cacería son una prolongación proteica del cuerpo humano. Algunos aman a sus perros como a su mano izquierda y los martirizan como a sus hijos. Después de todo, el perro es mío.

Aunque hay simbiosis entre perros y amos dedicados, basta dejar de alimentarlos una semana para que empiecen a recuperar el gusto amargo de la libertad y de la jauría.

Cada perro, independientemente de sus humanos, tiene un carácter propio y un particular balance de tristezas y alegrías. Cuesta encontrar perros incondicionalmente felices porque rara vez se encuentra entre ellos la simpleza de espíritu de algunos humanos. Su relación con nosotros los perturba, sufren de nuestra inconstancia y saben que sus alegrías deben estirarse como el hueso.

Animales y domésticos es un solo término compuesto que hemos separado y confundido con dos términos autónomos. Tal vez porque oponer lo animal y lo doméstico permite ilustrar nuestro dominio bíblico y nuestra ajenidad de la naturaleza. Sin embargo, la domesticidad no elimina la latencia autónoma del otro. El hogar humano aloja temporalmente a un perro desanimado que se hospeda y se somete contractualmente al hogar que se le ofrece. Hasta que muerde, como cualquiera que se irrita y no se mide.

Lo que hemos visto con los aperrados, Medel, Diaz, Aranguiz y compañía en el juego, es que no dan por perdida ninguna migaja posible, no abandonan la faena, no miran a nadie por encima del hombro y no desperdician nada. Hay una economía del perro que es visible en el futbol. Trabajan en equipo como la jauría, no rifan las pelotas, las aseguran y no disparan al arco salvo seguridad o extrema necesidad. Aquí, la aventura es, como debe ser, excepcional. Como todos son imprescindibles y tienen derecho a gritar, en la cancha no hay elitismo ni autoritarismos posibles. No por consideraciones humanistas o sensibleras sino porque así no funciona la cosa. El egoísmo que se propone como el desiderata de la generosidad y de la eficiencia no tiene curso en un equipo.

No hay austeridad en la felicidad del perro. En las graderías y en la calle se desgañita aullando su determinación y cantando sus orgullos. Llevando la contra a los economistas humanos, primero consume y después discrimina. Su economía puede ser generosa pero se basa en la saciedad y no en la postergación o en el crédito. La acumulación se limita a lo que le permite el cuerpo y a lo que se puede pasar a la familia.

El entrenamiento de una jauría la prepara para enfrentar en conjunto cualquier adversidad previsible. Su alegría consiste en hacer bien su trabajo de vivir. En eso reside su amor propio y el nuestro. Sus necesidades son idénticas a las que nosotros experimentamos, amor, comida y juego.

Su diferencia, es que se les autoriza la desvergüenza. No porque nos guste el espectáculo de perros defecando o teniendo sexo en las plazas, sino porque nuestras capacidades policiales aun no llegan a la posibilidad de formular y hacer cumplir prohibiciones estético-morales para uso de animales. Por otro lado, nuestras capacidades de domesticación deben equilibrarse con la alegría de vivir y de jugar que es propia de los niños, los animales y los seres productivos.

¿Pero se puede hablar del discernimiento del perro?

(No estamos tan perdidos en la dignidad de los animales. Empezamos a intuir que ella es parte de la nuestra. En el futuro, como cualquier niño, ejercerán sus derechos ciudadanos).

La política del animal no es la del animal político. La jauría no negocia. El perro quiebra las normas morales y para sacar adelante la tarea de vivir se desentiende de la elegancia canónica. Los perros tienen una filosofía propia definida por la  eficacia y que a su vez define su ética y su sentido de lo bello como subproductos lógicos de su (des) empeño. Para usar nuestro idioma; los perros no son utilitarios, son peligrosamente románticos.

Los animales son la medida del hombre. Si queremos contar con su energía y su determinación, debemos tener meridianamente clara la responsabilidad en la dignidad de su vida y de su muerte, no solo para los animales simpáticos, sino de todo aquello que nos rodea y nos sostiene.

En esta copa futbolera, el animal ético funcionó de buena forma integrado al animal reglamentario. Estaba sometido a la mirada escrutadora y anhelante del público y a exigencias extremas de su amor propio. Un animal urbano, jugador y ciudadano, no es igual que un perro de guerra. No podemos dejar de discriminar con los animales que invitamos a participar en la familia.

En otras ocasiones en que hemos dado rienda suelta a otros animales en nuestras ciudades, en la dictadura, los resultados han sido un horror degradante, que se prolonga hasta hoy en nuestras vacilaciones culturales y éticas. El pánico y los saqueos durante las emergencias naturales son una muestra de la irresuelta relación con los animales que traemos adentro.

Lo que aporta entonces el adiestrador, el aspirante a maestro, es algún saber técnico, disciplina, amistad en la convivencia y, entrenamiento en el desarrollo de capacidades grupales y las propias de cada talento.

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