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Opinión

Yo nunca fui a New York, no sé lo que es París

Por: Federico Galende | Publicado: 19.11.2015
Son los mismos muertos y las mismas víctimas, mártires de estos gobiernos cada vez más ambiciosos que partieron sentándose un 20 de agosto en Sèvres para repartirse los costados del Éufrates como si fuese una pizza.

Un 19 de noviembre como hoy, solo que más de cien años atrás, en 1912 para ser exacto, el ejército Serbio tomaba la ciudad de Bitola y con esto ponía fin al reinado del Imperio Otomano en el país. Faltaban todavía algunos años para que con el Tratado de Lausana las potencias vencedoras de la primera guerra se repartieran el resto del territorio Otomano, traicionando a los Kurdos, a quienes les habían arrebatado previamente la totalidad de sus tierras fértiles en otro Tratado, apenas menos abusivo, con el que de todos modos jamás cumplieron. Sobre el tema se iba a hablar una vez más este 20 de julio en Suruc, un pequeño poblado turco que está en la frontera con Siria, en una rueda de prensa formada por un grupo de treinta y seis jóvenes kurdos que volaron en pedazos después de que un miembro del Estado Islámico se colara entre ellos con una bomba en su mochila. Curiosamente la policía turca, de la que sería difícil negar que es exhaustiva, no revisó bolsos ni estuvo presente tampoco en el mitin, motivo por el que el suicida del EL, que se llevó consigo al resto de las víctimas, cumplió con su objetivo sin ninguna dificultad, a vista y paciencia de todos los que estaban en el lugar.

ZeheraYanardag estaba en el lugar; se desempeñaba (se desempeña) como Coordinadora del Centro Cultural Amara de Suruc y en Crónicas de un mundo en conflicto, un programa de la TV Pública argentina, declaró recientemente haber despertado tras el bombazo con la pierna desprendida de una de las víctimas encima de su cuerpo, oliendo a carne quemada y contemplando con pavor los vientres desgarrados de sus amigos. De esos vientres desgarrados hablan por estos días muchos de los refugiados sirios en la frontera turca que provienen de la ciudad de Kobane, si es que se la puede seguir llamando así, puesto que de esa ciudad no quedó nada, salvo el desconsuelo de los sobrevivientes que fueron testigos de cómo sus familias eran pasadas a cuchillo, los niños huérfanos que se preguntan en medio de la polvareda qué habrá sido de sus padres y las mujeres embarazadas a las que antes de ser asesinadas los miembros del Daesh les abrían literalmente el vientre para arrancarles a sus hijos y despedazarlos delante de ellas.

Todo esto es horrible e incomprensible, y conduce de inmediato a la pregunta incontestable de la que una militante católica como Simon Weil dijera que quedaría para siempre en las bocas de todos los seres que en esta tierra sufren tanto: “¿por qué me hacen el mal?”. No podemos no pensar, por mucho que de tan pequeño ni siquiera hablara, que con esta pregunta incontestada se marchó la criatura que en septiembre de este año vimos recostada contra la arena de una playa turca, Aylan Kurdi, quien había huido junto a sus hermanos y su padre precisamente de Kobane, la misma ciudad en ruinas de la que siguen llegando a fronteras que no los reciben miles de refugiados desesperados que giran por las orillas de Europa, sin ningún lugar a donde ir ni tampoco uno que recordar, puesto que el horror que han presenciado no calza en la horma de ninguna consciencia, de ninguna palabra ni memoria tampoco.

Es cierto que podemos acusar de todo esto al Daesh, pero no servirá de nada si los gobiernos de las llamadas potencias europeas no toman en cuenta de una vez por todas que han hecho un tremendo daño negándole a los árabes lo que es de ellos y que, según parece, no están dispuestos a resignar. Cada uno tiene su opinión y en lo personal no comparto en absoluto las notas insidiosas que desde este viernes han estado circulando en algunos medios, cotejando el dolor de los pueblos según razas o colores, como si el niño rubio que se ocultó en la Bataclanpara que no lo asesinaran o la anciana francesa de ojos azules que murió cuando regresaba de la boulangerie fueran menos inocentes que un emigrado pobre de Libia o Eritrea. Son los mismos muertos y las mismas víctimas, mártires de estos gobiernos cada vez más ambiciosos que partieron sentándose un 20 de agosto en Sèvres para repartirse los costados del Éufrates como si fuese una pizza.

De esos gobiernos es muy difícil dudar, como en el caso de Estados Unidos y una parte de Europa, Francia incluida, que no hayan soltado armas en el desierto para favorecer a los mismos grupos rebeldes que por estos días se les vienen encima, cobrando la vida de sus ciudadanos pero no la de sus gobernantes, que como Hollande el viernes cuentan con infranqueables dispositivos de seguridad para escabullirse. Son los mismos dispositivos con los que contaban Bush, el Reino Unido y demases cuando enviaron sus tropas a Bagdad, provistos del ridículo argumento de que pesquisarían unas armas de destrucción masiva que jamás vimos, barriendo con un ejército que pasó a formar parte desde entonces de una lucha irregular que hoy sume a Siria en el estado calamitoso que todos conocemos. El filósofo Busch se había dado por entonces el lujo de forjar un concepto, el de “justicia divina”, que mientras él descansa muestra ahora en Europa su envés funesto.

Convendría no olvidar que es la misma Europa que durante años se dedicó a crear y descartar naciones en Medio Oriente como si se tratase de un juego de naipes, sembrando Estados a los que por razones obvias les cuesta enormemente legitimarse. Nadie más interesado en esta fragilidad que los miembros del Estado Islámico, quienes en circunstancias tan terribles como éstas reclutan miembros que han nacido y crecido en medio del fuego y las bombas y han sido testigos de cómo sus barrios o ciudades se arrodillaron ante la depredación. Después de esto no es raro que no prescindan de servir en platos cada vez menos apetitosos su furia y su venganza, una que de ningún modo va a corregir Putin contestándole el teléfono a Hollande. Esta política no va a cambiar nada, no si Hollande pronuncia la palabra “horror” el viernes por la noche cuando el sábado por la mañana ya está volviendo a alimentarlo con las bombas que rocía sobre Raqqa. Sería bueno que si pronuncia esa palabra lo haga como corresponde, sin ir más lejos como la pronunció el propio Marlon Brando en un célebre film de ficción en el que logró ser mucho más serio y creíble. Dilo Marlon: “¡Horror, horror!”: los chicos de entre veinte y treinta se están llevando a chicos de entre veinte y treinta como si los jóvenes sobraran. No sobran, los necesitamos.

Federico Galende