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Una mirada político-estética sobre la imagen y el cuerpo: la de Alejandra Castillo

Por: Francisca Quiroga | Publicado: 24.11.2015
Estos escritos de Alejandra Castillo tienen el ritmo y la velocidad, la delgadez de un trazo. Tan ligera es la marca de la escritura y rápido el hilo del pensamiento que no me parecería oportuno cargar el libro de una pesantez analítica que su propio trazado descartó para sí mismo en el momento de delinear su itinerario.

Estos escritos de Alejandra Castillo tienen el ritmo y la velocidad, la delgadez de un trazo. Tan ligera es la marca de la escritura y rápido el hilo del pensamiento que no me parecería oportuno cargar el  libro de una pesantez analítica que su  propio trazado descartó para sí mismo en el momento de delinear su itinerario.  El  enunciado principal que quisiera subrayar como resorte crítico del libro es aquel que lo inicia –y  lo atraviesa sostenidamente- por su impacto en la reflexión  sobre arte,  feminismo y crítica: “No hay prácticas sin discursos, no hay cuerpos sin técnicas. Incluso aquellas prácticas asociadas a los juegos de lenguaje de la “identidad, de la “interioridad” y de la “intimidad” ponen en escena un conjunto de tecnologías del “yo delimitadas por un “archivo”.  

Es cierto que este enunciado general sobre los cuerpos como artefactos discursivos pertenece al corpus teórico del postestructuralismo y que ha contagiado buena parte de la escena del pensamiento contemporáneo. Pero su radicalización feminista es clave para pensar bien  lo que nos concierne. El cuerpo como “archivo”,  la idea del cuerpo diagramado por varias “tecnologías del yo”,  sirve  para combatir los remanentes pre-teóricos o anti-teóricos de un  feminismo que llamaremos “identitario”: un feminismo atrapado en el binarismo masculino-femenino que busca  combatir la dominación patriarcal reafirmando – en positivo-  lo excluido -como inferioridad negativa- por las formas estructurales de esa dominación material y simbólica. Este gesto de simetría invertida del feminismo identitario  divide el mundo, separatistamente, en dos mitades contrarias de significados absolutos (masculino y femenino), dos mitades contrarias sin fronteras de intercambio entre regiones segmentadas,  que llevan las mujeres a refugiarse en el comunitarismo de un “nosotras” como un bloque homogéneo que, para forzar su unificación, tiende a reprimir el juego de las contradicciones y disociaciones internas.  Ese feminismo “esencialista” toma a menudo como bandera femenina  la  defensa del cuerpo-naturaleza: el cuerpo  como  un territorio desnudo,  una extensión virgen –pre-social– no contaminada por la dominación patriarcal ni tampoco por la teoría que, según dicho feminismo,  le daría  prioridad al pensar (masculino) sobre el hacer o el sentir (femeninos). El cuerpo (ese cuerpo primario, un cuerpo supuestamente  no escrito) es la primera respuesta  sexuada que el feminismo esencialista busca contraponer al imperio de la razón abstracta que se asocia al logos de lo masculino-occidental. Sin embargo (y esto lo compartimos plenamente con A. Castillo),  el ejercicio de la teoría es precisamente lo que permite rebatir la metafísica de una identidad originaria –fija e invariable- que ata deterministamente el signo “mujer” a la trampa naturalista de las esencias. Y es por eso que la teoría es un instrumento vital para el feminismo. La  teoría insiste en el carácter construido y, por ende, deconstruible de las categorías y definiciones genérico-sexuales, volviendo por lo mismo transformable el conjunto de normas que se aplican sobre el cuerpo, la identidad, el sexo  y el género.

Son varias las manifestaciones de arte feminista en las que el cuerpo de la mujer expresa lo material-sensible, lo concreto-vivencial, lo somático-pulsional, lo biográfico-experiencial.  Subyace a ese arte feminista, una concepción del cuerpo como reservorio de la “natural” (la esencia de las formas) en tanto opuesto a lo “construido” (el artificio de las mediaciones de signos). Es ese un cuerpo –el del feminismo esencialista- que adhiere al  registro de la “presencia” y de la “cercanía” –afectos, sensaciones, percepciones, emociones- como registro de “identidad-propiedad” de lo femenino. En contra de  los supuestos naturalizantes de ese feminismo esencialista, los  escritos de A. Castillo insisten, con  demostrable perspicacia teórica, en que  las categorías “hombre” y “mujer” con categorías semiótico-discursivas que la cultura sobreimprime sobre los cuerpos,  fingiendo que es  la naturaleza la que opera el  calce anatómico y biológico entre  origen y destino de lo masculino y de lo femenino.  También A. Castillo  sabe mejor que nadie  que  las identificaciones de género cruzan las marcas de la diferencia sexual con otras coordenadas de identidad que se intersectan en un “yo”  móvil y cambiante, situacional, contingente y transitivo. El “yo” de la mujer no es un conjunto fijo y cerrado, inmutable, de atributos predeterminados como femeninos  ni tampoco  como feministas. Es un conjunto de posiciones de sujeto que combina  sistemas de identificación plurales, heterogéneos, eventualmente contradictorios entre sí.  Por lo tanto el cuerpo femenino no es una página en blanco que habría que devolver a la idealidad de su estado de naturaleza para descolonizarla del patriarcado. El cuerpo como agencia opera en  el cruce de varias narrativas políticas y sociales (atravesadas en diagonal por la del género) que deben ser interpretadas y resignificadas en cada segmento de un trayecto de identidad nunca definitivamente unificado.  Hay que repetirlo con el mismo énfasis con el que despliega convincentemente  la autora a  lo largo de su libro: “no hay cuerpo sin inscripción que lo narre, no hay cuerpo sin una norma que lo escriba”.  Una vez asumido este postulado,  el arte crítico feminista tendrá como principal tarea desinscribir la norma de la sexualidad hegemónica,   revelar sus  omisiones y tachaduras, combatir sus  prejuicios y arbitrariedades,  para luego reinscribir el significante “cuerpo” en nuevas articulaciones de discurso y subjetividad orientadas por  fuerzas de cambio.

Porque el cuerpo está siempre escrito por diversas narrativas y porque la identidad no es nunca  idéntica a sí misma es que el arte feminista se debe plantear como  crítica de la “representación”. Si el arte de  mujeres se limitara a expresar lo femenino -o lo feminista- en tanto contenido dado, preexistente al acto de figurarlo mediante los recursos de una puesta en escena, ese arte de mujeres sería un arte de la simple representacionalidad: un arte, como diría Ranciére, de  simples “espectadores” y no de complejos “traductores”.  A diferencia de los espectadores (consumidores visuales de la imagen como totalidad acabada), los  traductores  arman relevos participativos entre fragmento y fragmento dejando  inconclusa la suma de estos fragmentos para que se juegue  la imaginación crítica en cada brecha de significación.  Por mucho que el motivo de la fotografía y de  la performance  sea  un cuerpo feminista -o un cuerpo abyecto o disyecto, para decirlo en  lengua queer-,  si la puesta en escena de ese cuerpo no autorreflexiona sobre los dilemas de representación,   la obra se queda en la simple expresividad de una “diferencia” que se ilustra como cuerpo,  sexualidad o género. Se trataría,  por así decirlo, de un arte de la “diferencia diferenciada” (una diferencia que  autocontempla lo femenino o lo feminista como particularidad,  sin   analizar el poder general del sistema de diferenciación genérico-sexual)  y no de un  arte crítico en tanto arte que activa una “diferencia diferenciadora”: una diferencia rebelde que no se deja asimilar pasivamente al orden de sentido que, al haberla recortado previamente, busca dominar sus usos.  Bien sabemos que, en el campo de la visión y de la visualidad, todo se juega entre la imagen y la mirada. La teoría feminista nos enseñó el modo  –psicoanalítico, sociocultural- en que  la imagen tiende a ocupar el lugar pasivo (femenino) de lo que se ofrece a la contemplación mientras que la mirada adopta el rol (masculino) de lo que  estructura el punto de vista sobre las imágenes  y, por lo tanto,  controla el sentido. El arte feminista sólo puede emancipar la mirada del espectador-traductor desorganizando las jerarquías de lugares y posiciones –discursivas, institucionales- que norman la relación entre imagen y mirada,  motivo y  escena, figura y  marco,  perspectiva y visión, contexto y enmarcado.

Alejandra Castillo prefiere –y lo celebro-  hablar de “autorías feministas” que de “arte de mujeres”. ¿Cuál es el espacio de superposiciones, ambigüedades o eventuales desencuentros en el que se mueve la tensión  entre el “arte de mujeres” y las “autorías feministas”? Partiendo por lo más obvio: no  todas las que practican un “arte de mujeres” se conciben a sí mismas como feministas e, incluso,  muchas de ellas consideran reduccionista la marca de la   identificación del género,  porque sienten que esta marca distintiva  le resta universalidad (trascendencia) al juicio estético sobre la calidad de la obra que ellas idealizan como un juicio neutro. Varias autoras mujeres que se reclaman de lo “femenino”  reproducen  sin advertirlo los imaginarios masculinos de la diferencia de género a través de determinadas iconografías del cuerpo y estereotipos de la mirada mientras que otras  autoras  buscan afirmar  lo femenino-feminista desde un planteamiento reivindicativo y contestatario. Sin embargo, al dejar  intacta la dualidad del reparto masculino-femenino que las atrapa categorialmente en una oposición limitada,  estas autoras mujeres firman obras que le son funcionales al  sistema artístico y cultural dominante.  Sin embargo,  existen obras que, aunque no se expliciten  como feministas, son susceptibles de ser leídas feministamente. Este matiz es decisivo porque nos recuerda que, para una obra, no es lo mismo “querer decir” que “significar” como lo anotó Mieke Bal. “Querer decir” subraya la disposición de la obra a reflejar literalmente una intencionalidad de contenido mientras  que “significar” abre la obra a  una multiplicad de interpretaciones en curso que se deshacen y se rehacen  en un proceso  de relevos intersubjetivos.  Independientemente  de que las autorías artísticas  correspondan a  cuerpos, experiencias o biografías de “mujeres” o de  “hombres” (insisto en las comillas como recurso anti-esencialista), pueden ser leídas feministamente ciertas obras: aquellas que, desde su  iconicidad o su performatividad, desmontan  el  inconsciente político de lo genérico-sexual en el que se basa la  visión hegemónica para favorecer el agenciamiento de  subjetividades alternativas. En este sentido, lo “feminista” no es una “propiedad-.identidad” de la obra ya conformada como producto artístico: es una articulación de discurso, una estrategia de enunciación que se formula  -disruptivamente-  en el “significar” del proceso de construcción-interpretación-recepción de un arte que circula polemizando con lo convencionalmente asignado en términos de superficies de inscripción y  marcos de valoración  institucional.

A  diferencia de lo acontecido en el campo de la poesía y la literatura de mujeres de los 80 en Chile, un campo que acusó recibo de la crítica feminista sobre diferencia sexual, lenguaje y subjetividad,  el campo de las artes visuales chilenas ha permanecido más bien  insensible a la teoría feminista. Esto parece estar cambiando notoriamente gracias a los gestos determinados que realizaron algunas curatorías y coloquios (en los que prevalece el trabajo de  Soledad Novoa) , por intervenciones como las del Colectivo de la Disidencia Sexual (CUDS) y  por las obras y reflexiones de las y los artistas que le interesa a  A. Castillo, entre otros.  Es a la vitalización de este nuevo corpus artístico-feminista-queer que colabora tan decididamente este libro de Alejandra Castillo. Ella lo hace a su manera, desde un abordaje  -ya claramente reconocible- que ella misma designa como “político-estético”. “Político” porque altera las relaciones de dominación y subordinación  que median entre las identidades  y  las  estructuras de poder que reparten el significado de los cuerpos e ideologizan su valor en la esfera socio-cultural. Y “estético” porque A. Castillo deja que la imagen, la fotografía o la performance abran,  en torno al régimen de la diferenciación sexual, los márgenes de plurivocidad de lo que ella sutilmente llama   “la extrañeza, la incomodidad, la ironía”.

 

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