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Gramsci, comunista herético y orillero. Entrevista a Óscar Ariel Cabezas

Por: Francisca Quiroga | Publicado: 05.02.2016
Gramsci, comunista herético y orillero. Entrevista a Óscar Ariel Cabezas gramsci 5 |
Conversación con Oscar Ariel Cabezas sobre su último libro » Gramsci en las orillas (2015)», obra que reúne un conjunto de intervenciones heterogéneas que se sitúan en América Latina como lugar de enunciación política.

Oscar Ariel Cabezas, Académico de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (Chile) es autor del libro Postsoberanía. Literatura, política y trabajo (2013). Además, ha sido coeditor de Efectos de imagen ¿Qué fue y qué es el cine militante? (2014) y coautor con Miguel Valderrama de Consignas (2014). En sus distintos trabajos ha abordado la relación entre teología y política, y el tema de las tecnologías de dominación que el capital ha empleado en su despliegue neoliberal. También ha reflexionado sobre las posibilidades y modalidades bajo las cuales los procesos de subjetivación de la política contemporánea han decantado en un dique a la soberanía absoluta del capital. De ahí que una de sus preocupaciones, pensar la política, está plasmada en el último libro que ha coordinado, Gramsci en las orillas (2015), obra que reúne un conjunto de intervenciones heterogéneas que se sitúan en América Latina como lugar de enunciación política.

Víctor Hugo Pacheco.- Recientemente se ha publicado el libro que coordinaste titulado Gramsci en las orillas. ¿Por qué volver a Gramsci?

Lo primero que habría que decir es que Antonio Gramsci es uno de los pensadores más originales de la historia del marxismo del siglo veinte. Esta originalidad se explica porque se trata de lo que podemos claramente reconocer como un herético. Como sugiero en la introducción al libro que mencionas, a sus escritos les ocurre el desvío a las ortodoxias y, al mismo tiempo, el desvío radical a los estetas de la teoría. Lo segundo que habría que decir es que el libro Gramsci en las orillas generosamente publicado por Ediciones La Cebra (2015) es efecto de un trabajo colectivo sobre la importancia y la presencia teórica del gramscismo en América Latina. Como trabajo colectivo el libro no es, por supuesto, homogéneo en la interpretación de Gramsci, pues está marcado por el zig-zag crítico y de pensamiento de intelectuales e investigadores de primer nivel. Ahora bien, para responder al por qué volver a Gramsci habría que advertir que el regreso al más grande de los pensadores marxistas no debe hacerse desde el discurso estético como el que suele tomar lugar en la academia. La estetización de la teoría política es intento por neutralizar la política y su agencia en los movimientos sociales, contestatarios, de indignación, destituyentes y constitutivos de una voluntad colectiva  contra la hegemonía del capitalismo transnacionalizado. La estetización de la política y su correlato en la estetización universitaria de la política que opera académicamente es algo que hay que vigilar. Una de sus principales características, por ejemplo, es la de funcionar como contención del cambio, como contención de una política radical. Se puede decir que dicha estetización puede perfectamente operar en nombre de la predominancia de la cultura por sobre la política a la Canclini, por ejemplo, o contra la propia práctica teórica entendida como praxis o afirmación —para usar aquí una expresión de Bensaid— de una política profana anti-fetichista y resistente a la academización del mercado universitario que promueve la aristocratización burocrática del saber y de la voluntad teórico-política cuya potencia en Gramsci es absolutamente plebeya y comunista. Esto no lo podemos olvidar, por sobre toda la tinta que ha corrido sobre su pensamiento, no debemos perder de vista que Gramsci no es un pensador académico, sino más bien, un comunista herético, un marginal, un orillero respecto del propio lugar partidario que ocupaba en el PCI y, por tanto, alguien que descentra el centro de la propia lógica moderna del partido. Por eso, volver a Gramsci es volver a una herencia heteróclita, singular, más cercana a las formas marranas de voluntad teórica que a las declamaciones de la ceguera ortodoxa compulsivas por el cierre de los círculos tan propios del partisanismo moderno. Así, volver a Gramsci es un modo de habitar el pensamiento hereje y, como sabes, este vive en la conversión permanente, es decir, en su actualización que resiste, entre otras estupideces, los tonos apocalípticos de las querellas teológico-políticas. Por lo mismo, no debemos confundir la herejía revolucionaria y profana con el liberalismo habitado de cabo a rabo por la traza protestante de configuración de lo que, como sabemos, Weber llamó el “espíritu del capitalismo”.  Y, tampoco debemos dejar confundir con la estetización de la teoría y de la investigación con la que desde los centros “metropolitanos y periféricos” de producción del saber se nos intenta seducir. El deseo de herejía en Gramsci es extremadamente intenso, deseo que, por supuesto, no es exclusivamente gramsciano. Se trata de una intensidad intelectual cuya potencia es ante todo profana y radicalmente revolucionaria porque está tramada por una Idea irrenunciable; la idea del comunismo. De hecho me atrevería a enunciar la hipótesis de que el comunismo en Gramsci no es solo el modo en que toma lugar el deseo de herejía sino que es, al mismo tiempo, también el modo marrano en el que pone en marcha sus desvíos con la lengua de la ortodoxia marxista. Pero habría mucho que decir y elaborar sobre este punto. Habría que explicar, por ejemplo, en qué consiste un comunismo marrano que no concede ningún privilegio a la procedencia étnico-racial en la cual, sin embargo, se inscribe su genealogía. Por supuesto, la experiencia de un comunismo marrano desplazaría del pensamiento herético cierta lógica racial, etnocentrada y, por lo mismo, inevitablemente biopolítica, lógica que pulula en más de alguno de los estudiosos y aficionados al tema. De momento me conformo con decir que la Idea del comunismo en Gramsci es, sin duda, marrana porque se trata de una experiencia herética dentro de un marxismo que durante todo el siglo veinte fue elevado a dispositivo politeológico de control y administración del pensamiento. Sin la experiencia herética, digamos, sin la experiencia marrana y sin la Idea del comunismo no hubiese habido novedad alguna en el pensamiento de Gramsci. Sin la Idea del comunismo tampoco habría habido, entre otras cosas, teoría de la hegemonía. Como proyecto histórico, marranismo y comunismo componen y orientan la teoría de la hegemonía y, por lo mismo, en ese volver a Gramsci que parece clamar el siglo veintiuno, deberían estar presentes como topos indispensables e irreductibles de la política de izquierda. Pues tanto la experiencia marrana como la Idea del comunismo expresan el modo en que la potencia del pensamiento siga, tal como ocurre en Gramsci, hasta el día de hoy, abriendo el umbral emancipatorio de la política. Por eso, no nos podemos escabullir de la insoslayable actualidad de Gramsci y tampoco de la Idea que otorga y da cuerpo a ese inexorable y eterno fantasma del comunismo. En este sentido, el regreso de Gramsci es también —o al menos debería ser— el regreso de la Idea del comunismo herético y, por lo tanto, a la problemática múltiple de la defensa de lo común. Volver a Gramsci es entonces volver a apostar desde una voluntad organizada que debe, sí o sí, aspirar a ocupar los lugares de poder obviando y burlándose de los tonos apocalípticos con los que algunos intelectuales pretenden resolver los “misterios de la historia”. Hay que insistir en el Gramsci que incomoda el bienestar de los que se fueron acomodando a los deseos del orden neoliberal sin siquiera, en muchos casos, darse cuenta. Hay que volver a Gramsci despertando del letargo y aquí hay que entender que para que el despertar sea, como diría Bensaid, un “elogio profano de la política”, es perentorio y necesario que haya organización de la voluntad colectica y no pura emotividad crítica resuelta y desplegada, generalmente, en el comercio de las carreras académicas cuya agencia cultural, hegemónica, puede operar conteniendo las fuerzas emancipatorias de la sociedad. A la pregunta de por qué volver a Gramsci y bajo la completa convicción de que es un error teórico resaltar y, sobre todo resaltar sin historizar, la cuestión de lo nacional-popular como el núcleo de la teoría en Gramsci, diré lo siguiente; a pesar de la insistencia de algunos, Gramsci no es un pensador populista, basta revisar el principio de razón con el que actualiza la filosofía de Maquiavelo como para entender que le interesa la política como consagración de principios profanos. Por muy de izquierda y radical que sea, el populismo no logra des-inscribirse de una discursividad plagada de cabo a rabo de los restos cristianos de nuestra cultura occidental. No obstante, y a pesar de la demonización furibunda con la que se suele arremeter contra el populismo por parte de los intelectuales de izquierda este no es la consumación del demonio. Por el contrario, si por populismo entendemos una voluntad colectiva que orienta su política y sus estrategias de toma del poder desde una discursividad sostenida en las urgencias de las clases subalternas y en clara oposición a la economía política del capitalismo financiero no cabe la menor duda que como primera fase de articulación de un proyecto democratizar sin ninguna
duda habría, habrá, hay que apoyarlo. En cualquier caso pienso que en Gramsci no hay, como sí lo hay en Ernesto Laclau, una teoría populista. A Gramsci, para decirlo de nuevo, le interesa la política profana. Ahora bien, cuando se demoniza el populismo desde el fervor y la defensa del orden capitalista y sus valores democráticos por parte de posiciones de izquierda, lo que se demoniza de verdad es el hecho de que una voluntad colectiva de transformación haya tomado lugar y haya comenzado a desestabilizar la diagramación completa (jurídico, política y económica) del orden neoliberal. En América Latina esto es lo que precisamente ha ocurrido con algunos de los procesos antineoliberales signados peyorativamente como “marea rosa”. Pero a pesar de estas críticas hay, por decirlo de manera rápida, un despertar de la pesadilla y el horror en el que la economía política del capitalismo transnacional ha sumergido prácticamente a todos los países del globo. Sobre este despertar hay muchos ejemplos que podríamos dar y, sin embargo, el más ejemplar y notable, hasta el punto que podríamos designar como ejemplo ejemplar es, sin duda, el de Podemos. La experiencia de Podemos se ha convertido en un modelo y seguramente en un paradigma de las novedades en que hoy puede y debe la política aspirar a algo más que el descontento o la pura espontaneidad del movimiento de indignación. Por lo mismo, en Podemos se puede percibir que volver a Gramsci es volver a la responsabilidad de aquellos que promueven la relación de pensamiento y política tal como lo ha revelado el partido, entre otras cosas, rompiendo con la vinculación y solidaridad de los partidos de la izquierda tradicional con los proyectos de consolidación de los estados neoliberales. Por último, el “volver” a Gramsci debe diferenciarse del “volver” del tango de Gardel. Aunque se pueda hallar un Gramsci con la frente marchita, como ocurre en el libro póstumo de Manuel Sacristán, el regreso a Gramsci debe más bien hacerse con la serenidad del que en tiempos de crisis frunce el ceño para volver a imaginar que “sí se puede”. Pues, no estamos obligados a heredar las derrotas como parálisis y tampoco estamos obligados a heredar el letargo de las izquierdas tradicionales. Ante el pensamiento de la pura aflicción de la derrota hay que afirmar la alegría del encanto radical en la forma del ingenio político que hace de la derrota el lugar del libro abierto.

VHP.- Situarse en las orillas, en los bordes, en la periferia, es apostar por la crítica radical. ¿Cuál es la radicalidad de Gramsci? ¿De qué orillas estamos hablando?

Suponiendo que la crítica no ha sido completamente coaptada por las agencias de la cultura universitaria que promueve castas de intelectuales hiper-sofisticados y que se agrupan según el glamour del espectáculo intelectual, y que esta (la crítica) está inscrita en el compromiso con la de-enuncia del orden que reproduce las injusticias sociales, la orilla es lo que, además de criticar, hace posible un modo plebeyo de pensar. Entiendo este modo plebeyo de pensamiento como el esfuerzo crítico que va más allá de la crítica o de manera más precisa, se orilla, al modo de un pensamiento plebeyo, sin restarse al centro, sino más bien confrontándolo, des-narrativizándolo, minándolo desde el claroscuro de la orilla hasta hacer que los presupuestos sociales e ideogramáticos que constituyen y dan vida al orden queden tan desajustados como para que las imágenes del poder se destruyan. La hipótesis que me hace señalar que hay en Gramsci un pensamiento orillero y plebeyo es, en primer lugar, el hecho de que eligió el devenir herético, es decir, eligió el camino político del pensar porque para ser un hereje hay que habitar las hostilidades que significa pensar.  Este es el camino más difícil que se pueda elegir y el que algunos de sus lectores confunden reduciendo el orilleo en la escritura plebeya de Gramsci al martirio de la depresión de un hombre que traduce su experiencia carcelaria en la escritura. Hay, por supuesto, una forma distinta de ver la orilla y esa es la que tiende a posicionarse hipostasiando la orilla como lugar de refugio ideológico en el que la crítica sería el compromiso con una especie de arielismo o de neoarielismo tramado desde las bondades del alma latinoamericana. El correlato de ese neoarielismo puede hoy hallarse en varias de las tendencias que marcan los debates vinculados a la discursividades indigenistas y a las que les vendría muy bien un regreso a Gramsci a través de ese orillero consumado de José Carlos Mariátegui. Aunque no de manera geográfica, en cualquier caso, hablamos de la orilla como topología de un pensamiento y, por lo tanto, de eso que poéticamente lleva el titulo de uno de los libros de Álvaro García Linera: potencia plebeya. De manera que la orilla sería, así, el modo en que el pensamiento articula las potencialidades plebeyas en un programa que, sobre todo, debe —y es urgente que lo haga— desprogramatizar la política de izquierda fundada en la ira, en el derrotismo del reclamo victimista, en la inmediatez de las reivindicaciones corporativas, en la solidaridad solapadamente pechoña y acomodaticia del intelectual crítico y, sobre todo, en un programa que debe pensar a contrapelo de la función aristocratizante del intelectual académico farandularizado por la “universidad del espectáculo”. La orilla es también un modo de la política como visión, es decir, es el modo en que la visión se descentra en el devenir vigilante y autovigilante del que ve desde el ethos de la mirada plebeya. Por lo mismo, mirar desde la orilla es precisamente ver lo que políticamente no se ve desde el centro. Sin embargo, esta forma de la mirada no es dicotómica y tampoco busca escapar a los círculos concéntricos del poder. Por el contrario, tal como lo hallamos en la experiencia teórica y biográfica de Gramsci, la mirada orillera  confronta el círculo desde una especie de Dante plebeyo, es decir, no se sustrae a la lucha y, así, habita profanamente los círculos teológicos del poder. Pues, solo en la inmanencia de estos círculos es posible provocar descentramientos, dislocaciones, discontinuidades, fracturas capaces de abrir los caminos de la diferencia, la alteridad, los cambios radicales contra la dominación. De manera que el orillero es también un modo colectivo de caminar rotulando, desajustando los lineamientos de un sociedad que está, por decirlo así, demasiado habituada a las líneas de tránsito y, así, demasiado habituada a mirara sin ver. Por eso, arrimarse a la orilla es un paso importante de visión/caminante que ve caminos en todas partes y, por lo tanto, halla en la mirada formas de organización de la política. Podríamos decir que esta es la cuestión de la animalidad del ojo orillero, es decir, la cuestión de la visión plebeya de política más parecida a la del gato y a la del camaleón que, pese a su tan injusta metaforización en política, además del camuflaje que lo habilita a la mimesis con la naturaleza, tiene una de las mejores y más versátiles visiones del reino animal. Opuesta al ojo de las aves imperiales, que desde la altura entienden la política como operación de rapiña, la animalidad del ojo orillero, como la del camaleón o como la del gato, trabaja y destrabaja, siempre en complicidad con el topo, la interioridad de los lugares donde lo borrascoso de las instituciones burguesas revela todo su espesor. En breve, para ser orilleros consecuentes la pregunta por la radicalidad del ojo de Gramsci no deberíamos jamás situarla en ninguna exterioridad, en ninguna utopía desplegada por la mirada romántica propia de la tradición liberal.

Para hablar de la radicalidad de Gramsci es importante entender que Gramsci es sobre todo un lector y su radicalidad reside precisamente en los modos en que leyó. Es un lector apócrifo de la cultura italiana, de la filosofía de un gigante como Benedetto Croce y, más aún, del marxismo de una época que comenzaba a ser tomada por la ortodoxia y el estalinismo intelectual de los partidos comunistas.  En otras palabras, lo que hace a Gramsci un pensador radical es quizá el hecho de que no nos legó tanto una obra/sistema sino, más bien, un modo de lectura que demanda infinitas actualizaciones. Por lo mismo, hay un límite epistemológico y político, por ejemplo, en hacer girar todo el pensamiento de Gramsci en conceptos como los de hegemonía, bloque de poder, intelectuales orgánicos, guerra de posiciones y de movimientos, sin historizarlos y, en efecto, sin actualizarlos desde la radicalidad de una lectura plebeya/orillera capaz de movilizar y des-programar el modo en que se articula lingüística y políticamente el presente. Sin duda que los conceptos que menciono y los que sin intención omito aquí son extremadamente importantes  para definir la radicalidad de Gramsci. Actualizar estos conceptos, añadir e inventar otros es la tarea de lo que precisamente heredamos de la radicalidad de Gramsci. Hay que buscar la manera de actualizar a Gramsci incluso —gústele o no a los gramscianos ortodoxos que los hay por doquier— al modo en que lo hizo Althusser. Pero también, al modo en que lo hicieron los gramscianos españoles, en particular, Francisco Fernández-Buey y que, desafortunadamente, por las arbitrariedades del compilador no se halla en el volumen Gramsci en las orillas un ensayo sobre su trabajo. En cualquier caso, un ejemplo más o menos reciente de actualización teórica— además del que , por supuesto, realizaron Ernesto Laclau y Chantal Mouffe a mediados de los ochenta— es el libro de Peter Thomas The Gramscian Moment. Se trata de un libro eminentemente teórico y en el que su autor explica de manera fuerte no solo conceptos polémicos como el de hegemonía o el de estado integral, resolviendo viejas disputas contra Gramsci, sino que también desarrolla una lectura inmanentista de los Cuadernos de la cárcel. El concepto de inmanencia es clave para actualizar a Gramsci y, sobre todo, extremadamente importante para entender en el plano teórico sus herejías. Lecturas como las de P. Thomas ayudan mucho porque no es posible pensar el radicalismo herético de Gramsci sin la importancia que tiene en su filosofía el concepto de inmanencia. Sin estas lecturas corremos el riesgo de canonizarlo y, así, de convertir su radicalismo en parálisis o, lo que es lo mismo, en mero fetiche de circulación académica. Un Gramsci leído, y no es muy difícil hacerlo, desde la ortodoxia marxista consistiría en otorgarle un lugar en el santoral laico de la iglesia dividida del marxismo. No podemos olvidar, y no solo a propósito de Gramsci, que donde hay arenga marxista hay sotana y teología. Contra esto, deberíamos decir que el pensamiento orillero es precisamente un intento por descentrar aquellos lugares a los cuales generalmente el mercado universitario convierte la arenga y la frase declamatoria en parálisis teórica y política. Entregar la lectura de Gramsci a la pura arenga o al museo es neutralizar la fuerza fragmentaria de todos esos libros inconclusos que escribió en la cárcel legando la posibilidad de que la relación entre el trabajo conceptual, el análisis histórico, la problematización del estado y los movimientos sociales puedan articular, más allá del transformismo de época, una transformación radical orientada por la Idea del comunismo. Por lo mismo, situar el debate o la pregunta por el radicalismo, por ejemplo, entre las tendencias movimentistas (anti-estado) y las estatistas es un falso problema. También lo es la distinción categorial entre  sociedad civil y estado o entre guerra de posiciones y guerra de movimientos.  De hecho, toda distinción categorial es el síntoma de la falta de pensamiento a la que asistimos en una época a la que, de acabo a rabo, se le sustrae el pensamiento. Pensando en tus preguntas, se puede incluso afirmar que Gramsci no solo no es un pensador de dicotomías, de  cortes conceptuales, sino más bien, un pensador del materialismo político y, por lo tanto, de la condición plástica e histórica de la práctica política. El fascismo no le impide a Gramsci poner en marcha al Cupido del pensamiento y, así, no le impide la copula entre los conceptos que piensa y la “cosa política”. La novedad de los conceptos que Gramsci produce es tan radical que hasta el día de hoy forman parte del vocabulario de la política. Es radical el hecho, insisto en esto, que esos conceptos toman lugar en el lugar menos probable para el fascismo y también menos probable para la institución de la filosofía política. Pienso que Mussolini entendió demasiado bien que debía interrumpir las actividades militantes e intelectuales de un pensador radical. El intento por interrumpir su pensamiento es también la consumación del deseo fascista por interrumpir la circulación de la escritura política. Se puede, así, decir que los escritos del pensador de Turi son con respecto a la inscripción en la historia del marxismo, a su memoria y a su archivo, lo más cercano a lo que podríamos llamar “escritura sin órganos de poder”, es decir, escritura atada por el pensamiento y la política. Esto nos permite sostener otra hipótesis; la radicalidad de la escritura de Gramsci nunca quedó ni demasiado inscrita en la historia de los partidos comunistas del siglo veinte ni menos aún des/inscrita de la urgencia de pensar la relación entre movimiento social y política como una cuestión de organización del partido, es decir, de la voluntad colectiva. Así, el radicalismo de Gramsci consistiría en  pensar la política en los límites de lo que obstruye y paraliza a la escritura como inmanencia en la intempestividad de la política. En otras palabras, el radicalismo gramsciano haría de la escritura teórica y política el lugar de contrapoder y, al mismo tiempo, de posibilidad de acceso intempestivo al poder desde la premisa profana de la trasformación social y política propuesta por el “estilo” de Gramsci. En este sentido, la orilla es un estilo, un modo de pensar que toda voluntad teórica, cuando no ha renunciado a pensar la emancipación, es al mismo tiempo voluntad política. En Gramsci el estilo se orilla en el rigor herético que caracteriza su trabajo de escritura. El estilo gramsciano en política significa hoy, más que nunca, trabajar en el desvelo de la invención e interpretación tanto de las condiciones dadas como de las posibilidades reales  e imposibles de un “nuevo comienzo” de la historia. Pero para comenzar de nuevo hay que haber atravesado todo el espesor teórico de los legados y, si es necesario, deslegarlos. Aquí des-legar significa destruir actualizando lo que en el revuelo de la destrucción adviene como posibilidad de un nuevo ordenamiento social y político.

El excelente artículo de Salvador Schavelzon, “La formación de Podemos: populismo poscolonial y hegemonía flexible”, es capaz de ilustrar el modo en que los dirigentes de Podemos, su voluntad de pensamiento y voluntad política, su habilidad para distinguir y desplazar teorías de moda tiene, sin duda, un estilo gramsciano del qué hacer de la política. En Schavelzon también se deja leer el modo en que los dirigentes de Podemos habrían habitado el laboratorio político y teórico de América Latina revelando, así, su vínculo orillero con Sudamérica. Podemos es un gran ejemplo del estilo gramsciano de quien se sitúa en la orilla y no remarco este punto por chovinismo latinoamericano sino, más bien, porque pienso que hay una importancia enorme, sin por supuesto hipostasiar la orilla, en el devenir orillero y hereje de la teoría. El estilo orillero dinamiza, por decirlo así, la potencia de la política, la orilla es el lugar geopolítico de la mirada que permite pensar los descentramientos, las irrupciones subversivas, los avances y, finalmente, las estrategias de posicionamiento para disputar la topología centrada del poder. Por eso, me atrevería a decir que el artículo de Schavelson nos permite decir con cierta verosimilitud que la apropiación del gramscismo en la experiencia de Podemos ha sido fundamentalmente orillera. Podemos es el ejemplo ejemplar, entre otras cosas, de cómo hacer política escapando de los burócratas del saber, de los estetas de la teoría, del romanticismo (post)político que domina prácticamente todas las agencias culturales de lo que hoy tan difusamente enunciamos como izquierda. El estilo gramsciano es lo que ahora hay que pensar para, digamos, podemizar América Latina y seguir latinoamericanizando a Podemos.

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