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Opinión

Memoria y lucha política

Por: Camilo Riffo y Simón Sobarzo | Publicado: 11.09.2016
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Pretendemos plantear una discusión inconclusa donde se postule que más allá del recuerdo que nos busca imponer la memoria oficial, es la esencia activa y positiva de su acción revolucionaria la que nos otorga la oportunidad de responder al aprendizaje histórico, a relevar la lucha social como esa memoria que servirá para la elaboración y la acción.

A ya 43 años del golpe de estado y del comienzo de la dictadura cívico-militar, salta a la palestra la pregunta de por qué un proyecto político transformador que busca estar anclado en este siglo y que tiene por objetivo construir un ideario emancipatorio que supere las tradiciones de la izquierda del siglo pasado, debe rescatar la memoria de los caídos en dictadura. Desde este espacio pretendemos plantear una discusión inconclusa donde se postule que más allá del recuerdo que nos busca imponer la memoria oficial, es la esencia activa y positiva de su acción revolucionaria la que nos otorga la oportunidad de responder al aprendizaje histórico, a relevar la lucha social como esa memoria que servirá para la elaboración y la acción. No es resaltar a la figura incólume que se levanta por los aires, si no al compañero y compañera que vivió con las mismas contradicciones y dificultades que nosotros la tarea de oponerse a lo establecido en la búsqueda de eliminar las injusticias.

Desde sus inicios, los gobiernos civiles encabezados por la Concertación despliegan una política que intenta formular una “verdad histórica” sobre el significado del periodo dictatorial y el “quiebre institucional” del 73’. A partir de algunos hitos (como la llamada “Comisión Rettig”), las sucesivas administraciones concertacionistas implementaron dicha política en dos flancos: el primero de ellos es el de la reparación “austera y simbólica” (en palabras de Ricardo Lagos), a los familiares de las víctimas de la represión, acompañada de acuerdos bajo cuerda con otros poderes del Estado para perpetuar grados de justicia “en la medida de lo posible” (en palabras de Patricio Aylwin).

El segundo flanco (más velado y tácito, pero de tanta significación como el primero), se relaciona con la lectura que provee el Estado sobre el significado de la dictadura y las violaciones a los Derechos Humanos acontecidas en ese periodo, con  el fin de traspasarla  al conjunto de la sociedad chilena. Allí existen una serie de discursos oficiales que intentan apropiarse del sentido común: se admite que existió una violación sistemática de tales derechos, pero se endilga una parte importante de la responsabilidad de esa situación histórica a la izquierda política que intervino durante el gobierno de la UP.

Al mismo tiempo, y especialmente a partir desde la segunda década de gobiernos civiles, se crean una serie de iniciativas que tratan de reconstruir la memoria histórica del periodo dictatorial, pero siempre en clave de rememoración dolorosa y solemne, vaciando de contenido transformador el legado humano y político de los caídos, creando, en definitiva, una lectura funcional a los intereses desmovilizadores y de cooptación practicados por las administraciones concertacionistas. Recordar, sí, pero para despolitizar, encerrando las muertes y desapariciones en museos oficiales, allí donde los caídos no molestan al poder y su proyecto neoliberal.

Mostrar la crudeza de las torturas, vejaciones y desapariciones, pero con el fin de mantener el miedo inmovilizador que no invita a la acción colectiva y a la construcción de nuevos proyectos de sociedad, preservando la cómoda apatía del mercado, invisibilizando el ideario portador de un nuevo proyecto de sociedad que nos legaron los caídos y todos aquellos que lucharon contra el horror dictatorial, al tiempo que naturalizaban nuevas prácticas represivas y de silenciamiento contra las expresiones de lucha y descontento que lograron sobrevivir a la era pinochetista. La persecución al pueblo mapuche y la violencia policial contra las variadas expresiones del movimiento social de los últimos años, son expresión clara de ello.

Luego de los años de desarticulación social, es a través de las crisis que construye el mismo modelo mercantilizador desde donde vuelve a brotar lentamente la asociatividad, el diálogo, la discusión, el conflicto y la esperanza. Desde los estudiantes secundarios y su extracción puramente enraizada en el contexto neoliberal, comienzan a aparecer aires de movilización que se oponen a las lógicas dominantes y que siendo un verdadero cáncer para el modelo que fortaleció la Concertación, buscan extirparla y cooptarla. Pero estos nuevos aires se resisten y sobreviven, ya que son frutos del mismo modelo, y continúan con su levantamiento hasta el último ciclo político donde aparecen las grandes movilizaciones por la educación del 2011, los conflictos territoriales, socioambientales y una fuerte movilización que hoy vemos contra el sistema de pensiones de capitalización individual. Pese a parecer que la historia de la movilización se escribe desde ahora, y por cierto que es importante tomar las lecciones de la ética y estructura de organización social de este siglo para construir una nueva política, la discusión de las fuerzas emergentes sobre el rescate de la memoria de las anteriores luchas de nuestra clase, aún más de quienes dieron la vida por ella, se vuelve un irrenunciable para comprender el sentido histórico de la derrota, de la acumulación de aprendizaje popular y del vínculo que une al ser humano que lucha contra la injusticia ayer, hoy y mañana.

Debemos arribar, entonces, a un rescate de la memoria que aporte a la construcción de identidad de un nuevo proyecto histórico, trazando una clara línea entre ese discurso oficial ajeno a cualquier contenido de cambio y aquel que fortalece una nueva ética de lucha, pero teniendo también clara conciencia de las limitaciones y deficiencias que le imprime a esa tarea el seguir pisando el terreno seguro de la rememoración ritual que solo le habla a los convencidos, y que se alimenta de una épica e estética de izquierda que aun teniendo una gran significación histórica, es estéril para dirigirse a esas generaciones que no vivieron de primera mano los rigores y dolores del terrorismo de Estado. Estamos llamados a dibujar una nueva esperanza, y a recordar de paso que los asesinados, desaparecidos y torturados por la dictadura aspiraban a fundar una sociedad humanista que llevara en su seno la alegría y dignidad de las grandes mayorías de nuestro país.

A condición de lo anterior, para lograr que el discurso se haga carne y el “nunca más” no sean palabras enunciadas al viento, para que estén presentes y sean parte de cada dispositivo que construye nuestra sociedad, es nuevamente necesario retomar la esencia de nuestros revolucionarios caídos. No es posible evitar que estas y otras expresiones de fuerza se plasmen en nuestro vivir respaldando los intereses del empresariado y de los responsables del malestar, si no es con un proceso que construya condiciones reales de garantía democrática. En ese sentido, la democracia no es solo el voto, que ha sido ya antes anulado por las armas y el fuego, sino que es la real construcción de soberanía popular, una que resignifique la democracia más allá del clivaje liberal y prefigure el horizonte emancipador de nuestra sociedad. Es un debate distinto y que excede a esta reflexión el dilucidar cuáles son las características de esa democracia, pero un componente fundamental de ella será sin duda una nueva relación de la sociedad con las fuerzas armadas, donde estas últimas lleven a cabo un profundo proceso de transformación, pasando de su actual impronta, caracterizada por representar la defensa contradictoria de otra clase, por su inclusión en una democracia popular de la cual se hagan parte y aporten en su construcción. Es necesario para los avances democráticos y las luchas revolucionarias el aprendizaje de los errores tácticos que han llevado a anteriores derrotas.

En este punto, es esencial para un proyecto político transformador invertir la relación existente entre el Estado y los cuerpos armados. Hasta el día de hoy, la estructura de mando de las FFAA es expresión latente de la sociedad de clases, lo que se suma a una formación profesional e ideológica tributaria de la doctrina de “seguridad nacional”, propia de las dictaduras latinoamericanas contemporáneas a la nuestra. Re-educar estas instituciones, y optar decididamente por instalar una discusión pública sobre su democratización, es un desafío de primer orden para cualquier proyecto revolucionario. No solo para que no vuelvan a cobrar nuevas vidas al interior de nuestro pueblo (el “nunca más”), sino esencialmente para que estén de nuestro lado al momento de concretar la defensa de un proceso de esas características.

En suma de la reflexión expuesta, creemos que el mejor homenaje que se le puede hacer en estas fechas a las y los caídos en dictadura es continuar su lucha. El Estado opresor y la dictadura cívico-militar lograron quitarnos parte importante de cada una de esas compañeras y compañeros, lograron interrumpir durante décadas la posición ofensiva de los sectores transformadores, pero, a su pesar, conservamos su esencia, y como semilla que brota en la oscuridad comienza a crecer en cada uno de nuestros corazones y se fortalece desde la solidaridad de clase para la construcción de un nuevo proceso.

Para las fuerzas que buscan emerger junto con la movilización social como alternativa transformadora, es vital su perspectiva histórica. La condición y relación con el pasado de lucha social, es tan relevante para la memoria como para proyectar la disputa de nuestro horizonte estratégico, y organizarnos de forma consciente en que luego de nuestros esfuerzos vendrán otros y su lucha será nuestra lucha, como también lo fue de aquellos a quienes hoy homenajeamos.

 

 

Camilo Riffo y Simón Sobarzo