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Opinión

¿Es más parlamentarismo redistribuir el poder en Chile?

Por: Nicolás Valenzuela y Eduardo Paredes | Publicado: 23.09.2016
¿Es más parlamentarismo redistribuir el poder en Chile? congreso |
El autor, a raíz de su última columna, se pregunta sobre si un sistema parlamentario sería una ampliación de la democracia para Chile.

Sorprendentemente, existe una materia donde el senador democristiano Ignacio Walker y algunos militantes de nuevas organizaciones de izquierda-post-2011 parecen coincidir. Se trata de la idea de disminuir el llamado “presidencialismo” en Chile y transitar hacia un régimen político en el que el Parlamento tenga más atribuciones. Desde sus orígenes, la izquierda chilena tiene una inclinación hacia un cierto optimismo parlamentario. Podemos remontarnos a los tiempos de Luis Emilio Recabarren, electo diputado en 1906 y 1921. Pero, ¿es más parlamentarismo redistribuir el poder en Chile?

Esta pregunta es fundamental, si es que el objetivo es redistribuir el poder para que la condición de ciudadanos pese más que la cantidad de dinero que se tiene. Revisemos un par de elementos de contexto, como son el optimismo parlamentario de izquierda y la noción de ciudadanía, y luego retomemos la pregunta.

El optimismo actual se sustenta en lo que podríamos denominar “hipótesis de un nuevo parlamento”. Esta idea se basa en dos creencias fundamentales. Primero, que el paso del sistema electoral binominal a uno proporcional-corregido – a aplicarse desde la elección de 2017 – imprimirán cambios en el congreso que lo harán representar más fielmente la diversidad política del país. Segundo, que la experiencia de Gabriel Boric y Giorgio Jackson demuestra que, luego del 2011, se abrió la puerta a que al parlamento llegaran líderes surgidos del vínculo de lo social y lo político, y que desde allí expandieran el peso relativo de las fuerzas emergentes de cambio. Es el poder Legislativo, a través de la representación en este “nuevo parlamento”, el espacio que se abre para representar al pueblo chileno. Inclinarse por un cambio de régimen en el que se le entrega más poder a este espacio es una consecuencia que parece bastante lógica. Pareciera que así se distribuye poder hacia un sector que antes no lo tenía.

Adicionalmente, debemos problematizar la condición de ciudadanía tanto individual como colectivamente. El ciudadano-individuo, el ciudadano-átomo, es la base de la visión liberal y machista de la soberanía y el Estado, basada en la delegación del monopolio de la fuerza para proteger el orden social sustentado en la propiedad privada. Redistribuir poder implica que los sujetos con o sin poder son una ciudadanía compuesta de individuos y comunidades, habitantes de sus respectivos territorios. Validar los espacios de la comunidad implica reconocer formas de convivencia social y autoridad que no se basan necesariamente en esos valores liberales. En nuestro continente, el reconocimiento de formas de organización política pre-coloniales en la Constitución boliviana de 2009 es un ejemplo interesante. Esta discusión repercute en que distribuir poder político-electoral no sólo implica contar individualmente a quienes habitan los territorios, sino también el poder comprender el valor de la pluralidad de comunidades que nos constituyen como país.

Dicho lo anterior, si volvemos a la pregunta de cómo ampliar y profundizar la democracia, es importante definir algunos criterios. Muchas veces se nos olvida que la democracia es una institución surgida de una tecnología para distribuir poder político democrático. La logística de participación mediante sufragio con papeles, urnas y conteos masivos han sido la base del desarrollo de los regímenes democráticos, al menos, desde el siglo XIX. En la actualidad, incluso sólo quedándonos en la dimensión que se limita al ámbito político-electoral de la democracia (elecciones, administración del estado, partidos políticos), podríamos pensar en cinco dimensiones asociadas a esta tecnología de distribución del poder.

Las dos primeras son las que se han discutido bastante en relación a sistemas electorales y regulación de partidos políticos. En primer lugar, ¿quiénes tienen el acceso real a ser electos como autoridades o representantes? En segundo, ¿qué organizaciones, representando qué visiones, tienen las posibilidades de ser reconocidas y competir por el favor ciudadano? La noción básica de derechos políticos no es sólo poder participar como votante en elecciones, sino también, cuando éstas se tratan de elegir representantes, tener posibilidades concretas de participar como contendor. ¿Cuál es el nivel de concentración de estos derechos? Al igual que en otros ámbitos, igualdad para unos pocos no es igualdad. Tanto en términos de los rostros, a nivel individual, como de la organización colectiva, a través de partidos, es evidente que en Chile hay una concentración del poder político-electoral.

Una tercera dimensión es la temporalidad de la consulta mediante el voto. Una cuarta es la temática de dicha consulta. También podemos interrogarnos aquí respecto a la concentración: ¿Qué tanto tiempo de delegación de nuestro poder se concentra en un acto eleccionario? ¿Cuántos son los temas sobre los cuales delegamos autoridad por esta vía? Hoy en día existe un entorno cultural y tecnológico en el que se puede consultar a las personas por muchos más temas que sólo quiénes se hacen cargo de la autoridad ejecutiva, fiscalizadora o legislativa, y con una periodicidad mucho mayor que, por ejemplo, cuatro años.

El quinto punto es un problema mucho más viejo, y tiene que ver con la definición de derechos políticos en función de la condición de habitante de un territorio. Por ejemplo, parte de la discusión de los “re-distritajes” al modificar el sistema electoral tenía que ver con esta representación. Acemoglu y Robinson, en su libro “Los orígenes económicos de las dictaduras y las democracias”, afirman que la representación parlamentaria diseñada por la Dictadura en Chile buscó quitarle poder a las zonas más densamente pobladas de las ciudades, donde existía un potencial mayor de apoyo a la izquierda. Persiste esta orientación, la cual es distinta al problema regiones-Santiago: dejando de lado la capital, el porcentaje de población urbana en regiones sigue siendo de los más altos en América Latina.

El problema con pensar de que en el dilema presidencialismo versus parlamentarismo está el centro de la discusión de régimen político en Chile, es la invisibilización de las dimensiones que implicarían una real distribución del poder. Por ejemplo, tal como revisa David Harvey en su libro “Rebel Cities”, históricamente han sido las escalas metropolitanas y regionales los espacios donde las fuerzas alternativas han logrado levantar proyectos que logran desafiar a quienes ostentan el poder. Así ha ocurrido en América Latina con el Partido de los Trabajadores en Sao Paulo en 1988, el Frente Amplio en la Intendencia de Montevideo en 1989 o el Partido de la Revolución Democrática en Ciudad de México en 1997. Por este tipo de fenómenos se explica por qué Margaret Tatcher disolvió el Greater London Council en 1986, cuando el laborista Ken Livingstone ejercía desde ahí la mayor oposición a las agresivas reformas neoliberales de la dama de hierro. Probablemente las mismas razones pueden explicar el miedo atávico de las élites políticas chilenas a tener un alcalde mayor en Santiago. Podrían desafiarlos.

El problema es que las variables para comprender si el poder se concentra o se distribuye están unidas y no separadas. Por ejemplo, esta escala territorial repercute en el derecho en elegir, ser elegidos, y en los temas para los cuales delegamos el voto. Las posibilidades de que se pueda disputar elecciones a un nivel más pequeño que el nacional implica que puedan surgir movimientos sociales y proyectos políticos para gobernar o legislar a ese nivel. ¿Por qué se puede elegir autoridades a nivel regional o provincial sólo para discutir materias nacionales en el Parlamento? Es perfectamente legítimo que existan proyectos políticos que no aspiren al poder a nivel central. Por otro lado, las posibilidades de disputar espacios locales permite que fuerzas emergentes que sí apuntan a lo nacional acumulen fuerzas, y que de paso puedan experimentar las posibilidades de disolver las barreras entre lo social y lo político, muchas veces basadas en el prejuicio que nos deja el autoritarismo político centralista. Es a nivel local, en casos como las movilizaciones en Calama, Freirina, Aysén y Punta Arenas, donde colaboraciones entre organizaciones sociales y políticas novedosas, que mezclan lo “nuevo” y lo “viejo”, han tenido éxito en el Chile de nuestros días.

En otro ejemplo, los ejercicios de plebiscitos hoy existen en la legislación a nivel nacional y comunal, pero sólo se han ejercido desde 1988 en el ámbito local. Casos como la celebrada Constitución de Colombia de 1991 se abren a niveles todavía más interesantes de democratización, como la definición de la escala del territorio y la comunidad política que la habita: la conformación de Áreas Metropolitanas se propone por acuerdo de las autoridades de Municipios aledaños y se consulta a la población mediante plebiscito vinculante. Todo lo contrario al caso Chileno, donde son los Diputados y Senadores que a nivel centralizado deciden cómo de distribuyen las regiones y comunas, y desde la Presidencia se designa a las autoridades regionales. El creciente debate sobre mecanismos de democracia directa gracias a lo demandado por quienes han participado en el Proceso Constituyente ha implicado discutir sobre democracia participativa. Lentamente, va permeando la idea de que con más mecanismos de democracia directa no se destruye a la democracia representativa, sino que todo lo contrario, se fortalece.

Falta muchísimo, sin embargo, para que comencemos a comprender que la descentralización y constitución de autonomías regionales y metropolitanas no dañarán las perspectivas de un Estado con más legitimidad democrática como herramienta para el cambio social, sino que lo fortalecerá – hoy, en todo caso, dicha legitimidad está en el suelo. Evidentemente hay que desconcentrar el poder Presidencial, pero a quien corresponde ese poder concentrado es mínimamente al Parlamento. Congreso y Presidencia han sido los espacios para la consolidación del poder centralista y autoritario en Chile. Por mucho que sea mejor que nada, la idea del “nuevo parlamento” es completamente insuficiente para redistribuir el poder en Chile.

Sí, hay que desconcentrar el poder Presidencial en nuestro país. Pero es hacia las regiones, las áreas metropolitanas, y las posibilidades de democracia directa, hacia donde debe mirar la izquierda para redistribuir el poder en un nuevo régimen político. El parlamentarismo, que lo defienda Ignacio Walker, porque le sirve más a él y a los intereses que representa.

Nicolás Valenzuela y Eduardo Paredes