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Opinión

La Verdad “Trumpeana”

Por: Rodrigo Karmy Bolton | Publicado: 11.11.2016
La Verdad “Trumpeana” Donald Trump |
La verdad trumpeana es la del goce capitalista, la de su completo desenfreno, la del fascismo más puro que funciona ahora, no bajo una estética militar, sino bajo su herencia más prístina y aterrorizante: la estética corporativa-financiera.

Hoy el nombre de nuestra catástrofe se llama Donald Trump. En él se condensa algo ominoso que aún Clinton podía preservar. Un velo que cubría con buenos auspicios la devastación del capitalismo global, una sonrisa que mantenía en secreto el arrebato de mundo que implicó la profundización de las políticas neoliberales y su expansión imperial, la precarización de todos los sectores sociales, salvo, del sector corporativo-financiero que surge fortalecido y que cada día encuentra más y mejores razones para ser lo que es. Trump no es cualquier nombre, sino el de la verdad del capitalismo contemporáneo que exhibe sin verguenzas, sin complejos y de manera desnuda, en qué consiste nuestra tan celebrada “globalización”.

Trump es un nuevo rico. Heredó de su padre una empresa inmobiliaria y desde ahí expandió su dominio. No pertenece a las “dinastías” de Bush o de Clinton. A los ojos de sus electores, aparece como un lobo solitario. Sin embargo, su figura expresa una transformación muy decisiva a nivel de las élites dominantes: éstas últimas parecen estar cambiando de piel, mostrando la piel más cruda, más débil y, por tanto, la que más rápidamente reacciona. La oligarquía imperial-liberal, configurada desde finales de la Segunda Guerra Mundial, ha funcionado de manera imperialista siempre, pero en raras ocasiones exhibe el núcleo fascista que le es consustancial. Con la elección de Trump, esa “verdad” ha sido revelada: que la oligarquía imperial-liberal consolidada después de la Segunda Guerra Mundial se consuma como oligarquía imperial-fascista. No viste uniformes militares, pero sí uniformes financieros, no lleva botas militares pero si corbatas de Wall Street, si bien puede usar tanques y satélites inter-estelares para ejercer su dominio, el núcleo de su fuerza se aloja en su poder corporativo-financiero (por ejemplo: Angela Merkel hizo de Alemania la gran potencia europea nuevamente a punta de bancos y no de tanques).

Sin embargo, la oligarquía liberal-imperial y la imperial-fascista no son dos formas distintas, sino dos polos de una misma máquina imperial que requiere de la sonrisa para producir hegemonía y de la fuerza para obligarnos a ella. Con Trump sale a la luz la dimensión imperial-fascista de la oligarquía –rostro que el “resto” del mundo conoce bien, en especial los latinoamericanos que vivieron sus dictaduras y los árabes que desde que los EEUU relevaron a Gran Bretaña, no han dejado de experimentar el lado imperial-fascista de aquella oligarquía en la forma del imperialismo y su obsesión petrolera. Quizás la mutación interna de dicha oligarquía está lejos de constituir una “verdad” aislada para desplegarse como parte de una trama de “verdades” similares: Gran Bretaña con los conservadores y la puesta en juego del Brexit, Francia con el progresivo auge de Marine Le Pen entre otras expresiones, se vuelven inteligibles ahora en esta cruda y desesperada “verdad trumpeana”. Ya no se trata de países europeos ni sudamericanos que erigen a sus tiranos, sino de la propia Casablanca que parece querer estar mas “blanca” que nunca.

Pero los discursos de Trump no sólo no están aislados respecto de la trama que acabo de mencionar, sino también en relación al propio Partido Republicano: Marco Rubio, John Kasich o el propio Jeff Bush mantenían el mismo discurso (inclusive peor) que Trump: contra los inmigrantes, latinos, desprecio por las mujeres y sobre todo, inundación de discursos del terror que configuran al enemigo terrorista “musulmán” de preferencia, que amenaza la supuesta consistencia de “América”. En este sentido, la verdad trumpeana no es una excepción a nuestro tiempo, sino su regla, no es una anomalía que habría que aislar para ver el curso providencial de la democracia liberal, sino la verdad de esta última. Por eso, la verdad trumpeana no expresa la deriva fascista de la oligarquía imperial (como si esta oligarquía hubiera encontrado un momento exento de fascismo) sino su desenmascaramiento radical.

No sabemos los alcances del desenmascaramiento. Aún estamos a la espera de lo peor (ya no de lo mejor). Pero sí sabemos que Trump visibilizó una “verdad”. La “verdad” trumpeana es ominosa. Ofrece un aire infamiliar a lo que, por más imperialista, cínico y neoliberal, seguía siendo familiar. La verdad trumpeana no es más que la exposición de la violencia del capital sin rostro humano. No es necesario ya esconder nada, no necesitamos la sonrisa de Hillary, ni el premio Nobel de Obama para sabernos en el fango. La verdad trumpeana ha hecho estallar a los ya antiguos signos del poder, los ha llevado a su punto cero, al lugar en que éstos ya nada prometen, ni nada nombran, sino tan sólo reculan en la facticidad permanente, en la “verdad” que expone sin reservas al terrorismo del capital, que se ha sacado toda máscara de “buen gusto”, que ha prescindido de toda retórica ilustrada.

En 1921, Sigmund Freud publicó “Psicología de las masas y análisis del yo” en donde, discutiendo con la psicología social de su época que regían sus análisis exclusivamente bajo la clave de la mímesis (Tarde, Le Bon, Mc Dougall y otros), advierte sobre el modo en que el “enamoramiento” pone en juego un mecanismo psíquico comprometido directamente con el fenómeno de masas: según Freud, la aparición de un líder carismático se produciría en el instante en que el “yo ideal” coincide con el “objeto”. Las masas “aman” al objeto porque coincide enteramente con su “yo ideal”. El “líder” se inviste así de un quantum energético que no le pertenece y que las masas proyectan sobre él. Con ello, Freud ofreció las condiciones para una crítica teológico-política de la soberanía, no sólo al situar a la Iglesia y al Ejército como dos instituciones paradigmáticas por las cuales funciona dicho “enamoramiento”, sino también, por abrigar la tesis de la “coincidencia” entre “objeto” y “yo ideal”, entre el cuerpo físico y el cuerpo simbólico del Rey (según la nomenclatura de formulada por Ernst Kantorowicz en su célebre libro “Los Dos cuerpos del rey”).

¿Qué han visto las masas “blancas” norteamericanas en Trump? ¿qué representa Trump que se ha puesto como “objeto” de un “yo ideal”? A un hombre que no pertenece a la oligarquía tradicional, rubio, que gestó su propio imperio de especulación financiera y que, rodeado de rubias mujeres, terminó alcanzando la presidencia. Pero no sólo eso, sino que además, su discurso promete volver a un mítico Estados Unidos en que imperaba la inmunidad, protección, y la “fuerza”. Se vuelve al mito al mismo tiempo que se lo crea, la ilusión fascista yace en un “pasado” auténtico que promete realizarse “otra vez” en el futuro.

Trump se erige como el “cumplimiento de deseo” de un país sin fisuras, de una nación fuerte y exenta de diferencia, una tierra plena, “prometida” tal como la proyecta el “sueño americano” (ya presente en el libro del Mormón que funciona como matriz teológica de la nación del norte). País liso, completo, sin rugosidad, transparente y clausurado al “auténtico” acervo religioso, cultural y racial, Trump se erige como realización mítica de un “yo ideal” que perfectamente puede prescindir del “establishment” compuestos por los McCain, y, evidentemente, los Clinton, que no habrían hecho otra cosa que corromper la transparencia misma del mito americano que estaba esperándonos. Al igual que el discurso nacionalsocialista de la época, el discurso blanco norteamericano encuentra en Trump su “verdad”, el instante en que asume una conciencia de clase e intenta apropiarse de los espacios político-institucionales. No sólo de la presidencia, también del Congreso en que el Partido Republicano ha triunfado abrumadoramente.

Naomi Klein nos ha recordado en una reciente columna publicada a propósito de la elección de Trump[1], la profundización de las políticas neoliberales implementadas por los propios demócratas se tradujo en una enorme desigualdad entre la población (entre ellos los efectos de la crisis sub prime que aún estan presentes) e hizo que el discurso “trumpista” se dirigiera a la clase media “blanca” trabajadora pauperizada. Pero el fascismo no vive solamente de la devastación subjetiva. También produce una nueva subjetividad orientada a la guerra permanente. Se trata del racismo: un mecanismo sutil y brutal a la vez, que juega en el espacio micro-político y que, con la elección de Trump, encontró una salida macro-política.

El fascismo como el discurso político que articula un saber-poder, implica al racismo como el mecanismo que vincula su ejercicio soberano a su despliegue gestional (biopolítico, si se quiere). En este sentido, el fascismo trumpeano le es constitutivo un racismo liberal de corte “blanco”. Porque ¿no ha sido el liberalismo un racismo, no era el propio John Locke, uno de los pensadores más importantes del liberalismo, dueño de una empresa de esclavos? ¿No hay en el liberalismo clásico y en el neoliberalismo contemporáneo un elemento intrínsecamente racista que la verdad trumpeana no ha hecho mas que visibilizar?[2] Si el fascismo produce una subjetividad “guerrera”, el racismo provee de los enemigos a combatir, si el fascismo erige un ideal de “blancura”, el racismo culpa a los inmigrantes de los desastres acontecidos en el país.

Así, la imagen trumpista de lobo solitario en medio del establishment norteamericano, mostró un solo mensaje: si él pudo, todos podemos. Si él terminó “fuerte” todos podemos ser igualmente “fuertes” en destruir la corrupción de la élite. El “yo ideal” (el cuerpo simbólico de Trump), esa imagen “mormona” según la cual todo Dios fue alguna vez un hombre común y corriente, coincidió con el “objeto” (el cuerpo físico de Trump). Los “dos cuerpos del Rey” se presentan nuevamente en una sola unidad. La verdad trumpeana es la del goce capitalista, la de su completo desenfreno, la del fascismo más puro que funciona ahora, no bajo una estética militar, sino bajo su herencia más prístina y aterrorizante: la estética corporativa-financiera. Quizás no se trata sólo de las derechas, sino de una mutación oligárquica en la que su tonalidad liberal-imperial experimenta su reverso fascista-imperial. Ese reverso es la verdad trumpeana, que nos dice mucho más del presente que Clinton.

Ahora bien, la verdad trumpeana, con toda su reivindicación nacionalista, no es contraria a la globalización, sino su núcleo más abyecto, el que muestra que la consumación neoliberal no consiste en mayor misterio que en la guerra infinita del capital. Pero tal guerra se hace presente con “enemigos” y los Estados Unidos tienen material de sobra, tanto dentro (se producen “enemigos” internos en los llamados afroamericanos, latinos, árabes o musulmanes, etc.) como “externos” (los terroristas, yihadistas, populistas latinoamericanos, de toda índole, etc.). Por eso, Trump viene a contrarrestar el avance popular (no “populista”) que había emergido en el movimiento Ocuppy de Wall Street y que desembocó en la poderosa candidatura de Bernie Sanders. A socavar los pequeños espacios abiertos, a aplastarles erigiendose como el protector de uno de los grandes terrores que agitan la vida de la pequeña-burguesía: el gran capital espectralizado en la forma de la “globalización”. Si Trump es la “ilusión” que pretende contener la globalización, su realidad es que no constituye sino un modo más para aceitarla.

El pequeño-burgués vio en Trump su verdadera conciencia de clase, el momentum en que intenta apropiarse de los espacios de la política para hacer de la Casablanca explícita y literalmente “blanca”. La pequeña-burguesía blanca vio en Trump su “verdad”, el “cumplimiento de deseo” de hacer de Estados Unidos “stronger”. Porque si la “democracia” más antigua del mundo estuvo atravesada en el siglo XIX por la esclavitud y en el siglo XX por el apartheid, ¿no sería el racismo un elemento fundante del proyecto imperial norteamericano? ¿No estaban ya las condiciones de persecución a los afroamericanos pobres, a los latinos, a los musulmanes? ¿No estaban ya las condiciones en la enorme militarización de las relaciones internacionales gestada por los Estados Unidos desde la Guerra del Golfo de 1991 hasta la fecha? Sin duda, estaban las condiciones, pero con Trump éstas encuentran legitimidad en el discurso político. ¿No habría en Trump la visibilización de esa “verdad” que configuró desde el principio a su imaginario imperial norteamericano? No quitemos “mérito” a Trump: su acto político consistió precisamente en mostrar que dichas condiciones eran necesarias y peor aún, legítimas para el mítico revival de “América”.

He aquí la verdad trumpeana: la exhibición pornográfica del racismo que apuntaló desde siempre al proyecto imperial norteamericano. Porque lo que nos incomoda de Trump no es sólo su persona, sino su “verdad” el hecho de que pone en juego el talante racista que los “buenos modales” de una cierta oligarquía liberal-imperial aún podía esconder, el que dicho fascismo haya surgido desde las entrañas de la democracia: he ahí su carácter ominoso, que parece despojarnos de un lugar que, muchos, aún veían como seguro[3]. La verdad trumpeana mostró transparentemente al liberalismo, transparentemente a la globalización, transparentemente a los Estados Unidos. Por su carácter ominoso, la verdad trumpeana ha de ser la premisa de toda reflexión política para las izquierdas del siglo XXI. Y dicha reflexión tendrá que mostrar el modo en que nacionalismo y globalización, fascismo y neoliberalismo hacen sistema, pues constituyen dos polos del capitalismo contemporáneo, la fuerza que territorializa y la que desterritorializa, la que codifica y la que descodifica a la vez que, a pesar de ser contradictorias, posibilitan el despliegue infinito del capital: Trump y Clinton son estructuralmente lo mismo, pero fueron coyunturalmente diferentes.

Referencias:

 [1] Naomi Klein En: https://www.theguardian.com/commentisfree/2016/nov/09/rise-of-the-davos-class-sealed-americas-fate

[2] Domenico Losurdo Contrahistoria del liberalismo. Ed Viejo Topo, Madrid, 2012.

[3] Basta ver la pobreza de los “análisis” de Genaro Arriagada el día después de la elección de Trump o la desesperación con la que nuestro Canciller Muñoz, frente a la elección de Trump, recuerda la necesidad que existe “para Chile” de aprobar el TPP. Una clase política, que pertenece a una generación política que está quebrada intelectual y políticamente en Chile. Una clase que se identifica enteramente con la oligarquía imperial-liberal liderada por Clinton y que hoy no sabe qué ocurrirá porque la historia parece haberle cambiado los referentes de manera muy radical.

Rodrigo Karmy Bolton