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Opinión

Cata en el corazón

Por: Alejandro Kirk | Publicado: 02.02.2017
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Cata ha pasado en su corta vida sustos mayores: terremoto e incendio; y junto a su vida que parece desgraciada, aprendió sin querer el significado del adjetivo ceniciento.

Cata tiene 13 años y vive en el medio de una plantación de eucaliptus, en Pumanque, la cuna de los incendios de la región de O’Higgins, al sur de Santiago.

El entorno en que Cata nació y creció está totalmente quemado, igual que la mitad de su casa; el perfume engañador del eucaliptus ha sido reemplazado por el de la ceniza. Y también los colores.

Cata ha pasado en su corta vida sustos mayores: terremoto e incendio; y junto a su vida que parece desgraciada, aprendió sin querer el significado del adjetivo ceniciento. De algún modo, piensa uno, ella es también la Cenicienta, allí esperando nada, pero esperando al fin.

Cata nunca fue a la escuela, pero es despierta, vivaz, curiosa. Es difícil engañarla; reconoce la perfidia como pocos. No se traga el cuento de una cámara de video sin batería: ya vio como la apagaron antes de mentirle. Ya sabe que en ese visor pasan cosas y que ella misma puede estar allí. No se come la historia de que ella debe estar fuera del cuadro: ya sabe donde transcurre todo lo que va a ocurrir, donde van a estar el alcalde, el historiador y el periodista.
Ese es su lugar, no atrás. Es cuestión de oportunidad. Lo sabe muy bien, y acecha.

Habla poco, pero se empeña en aprender. «Uno, tres, cinco», dice, estirando sus dedos cortos y regordetes. Se esfuerza, es cariñosa, amable y dulce. Le gusta la gente. Todo le entusiasma, tiene sentido del humor y de la ironía. A una caricia en su pelo responde con sus ojos, pone su cabeza sobre el hombro que le ofrezcan y, quieta, juega con tus manos, investiga tus uñas, compara su mugre con la tuya.

Se deja querer pero no controlar. Tiene carácter: sabe lo que le gusta y lo que no. Jamás se deja intimidar, no conoce la autoridad ni le interesa: para ella sólo hay buenos y malos, y los malos son los que la niegan, la reprimen y la rechazan.

La tienen a Cata medio contenta y gorda con jugos azucarados y galletas que han donado personas solidarias. Hay más de la cuenta, hasta el techo: más golosinas que alimentos en su casa. Ella lanza la basura, como aprendió de sus mayores, en cualquier parte. Sus ojos almibarados recorren el paisaje gris y sombrío en el que vivirá de ahora en más, con aspecto de pregunta: ¿Y ahora?

En el ajetreo de esta tarde tórrida de verano y fuegos, Cata comienza a comprender que allí en medio de las cenizas, esas cámaras que investigó, están para algo que no es ella, en que ella no es siquiera tramoya, ni víctima, ni objeto de lágrimas de cocodrilo. Ve que las sillas son tres y ella es la cuarta. Nunca nadie vio algo asi en esa colina ignota: cinco locos que llegaron en una van china y lanzan cables, ponen una TV al lado de un árbol calcinado, instalan sillas, cuentan hasta 20, discuten entre ellos, se ponen de acuerdo.

Llega el alcalde, todos lo saludan con respeto, se sientan los tres, los camarógrafos enfocan, miden la luz, el obturador, ponen micrófonos en las camisas, cuentan de nuevo hasta 20, hablan, comentan sonríen; se entienden.
Detrás de todo aquello, la pregunta atraviesa a Cata como un rayo: «¿Y yo?». De pronto el alcalde se levanta y, como felino de monte, Cata se abalanza sobre la silla, la ocupa y se autoresponde sin hablar: «¡Yo! Aquí yo!».

Nadie la movió de allí y grabamos nuestro programa Continentes con ella atrás. Salvo su madre, nerviosa, nadie intentó sacarla de allí, menos aún por la fuerza. Cata se quedó en su silla, amurrada, comprendiendo que seguía fuera, mientras ellos hablaban -obligados- de pie, de cosas que ella conoce pero no entiende: la pobreza, la cultura vernácula, la seguridad nacional, el Estado impotente e inseguro, el abandono, la ignorancia, las empresas codiciosas e irresponsables, las seis avionetas para los incendios anuales y los 46 F-16 para las guerras imaginarias, un pueblo desorganizado y frágil.

Cata hizo de todo para que el equipo de HispanTV se quedara con ella para siempre. Hasta se meó. Pero era su destino quedarse ahí sola, a la vera del camino, mirando el polvo del equipo que se iba, hablando de ella, rumbo a no sé donde. Su madre dijo que regresaría a casa, que conocía el camino, que Cata, nacida con el síndrome de Down, es una cruz en su vida.

Para nosotros, y presumo que para el señor alcalde de Pumanque, Cata fue una luz; brillante, difícil y fugaz.

Alejandro Kirk