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Ofertas de “cura” para personas LGBT: A propósito de “Arenito”

Por: Tomás Ojeda Güemes | Publicado: 20.02.2017
Ofertas de “cura” para personas LGBT: A propósito de “Arenito” arenito |
La psicología y la psicoterapia no pueden volver a ser cómplices de dicha violencia. La historia está llena de testimonios al respecto y nuestras posiciones políticas como terapeutas siguen siendo impugnadas en la actualidad a propósito de la patologización de las identidades trans.

*Escrito en co-autoría con la también psicóloga clínica Trinidad Avaria

No es primera vez que se discute públicamente en nuestro país sobre el caso de una persona que dice haber sido curada de su homosexualidad. No es la primera vez tampoco que la psicoterapia y la religión son invocadas como garantes de un proceso de conversión sexual, o como herramientas técnicas al servicio de la necesidad de cambio de una persona que experimenta “atracción no deseada a su mismo sexo” (AMS).

En octubre del 2012, la ONG Isfem, junto al Centro de Estudios para el Derecho y la Ética Aplicada de la PUC, invitaron a cuatro psicoterapeutas que promueven las llamadas “terapias reparativas” o “acompañamiento AMS” en países como Perú, México y Chile, a que expusieran en un seminario sobre los fundamentos teórico-técnicos de su trabajo clínico, y que sensibilizaran a la audiencia sobre la necesidad de proteger este tipo de terapias de cualquier intento organizado por prohibirlas. Diversas ONG, movimientos LGBTI y académicos del área de las ciencias sociales y la medicina se pronunciaron en contra de la realización de este seminario. Entre otros aspectos, hicieron público su rechazo hacia cualquier tipo de terapéutica que atente contra los derechos de las personas, que se legitime al margen del consenso científico y que, por sobre todo, se proponga como meta curar “una patología inexistente”.

Con ocasión de dicho seminario, se discutió públicamente sobre el rol político de la psicología y la psicoterapia en relación al trabajo clínico con personas LGBTI. Se discutió en la televisión, en la prensa y en algunas escuelas de Psicología y de Medicina. Fue la ocasión para difundir comunicados, declaraciones y estudios que condenan la práctica clínica reparativa en sus dimensiones éticas y técnicas. Fue también el momento para advertir acerca de los los riesgos asociados a este tipo de prácticas, y las creencias arraigadas en nuestra cultura que continúan patologizando a quienes se identifican como lesbianas, bisexuales, trans o gays.

Si bien la mayoría de las y los profesionales de la salud mental concuerdan en que la homosexualidad no es una enfermedad ni un desorden emocional, ni tampoco una tendencia que pueda ser removida a través de la oración, el esfuerzo personal y/o la psicoterapia, existen algunos que reivindican la posibilidad del cambio de un estilo de vida homosexual a otro heterosexual y que acusan como discriminatoria cualquier tipo de censura o prohibición colegiada al respecto. Alegan persecución y amenaza a sus libertades de expresión y también de enseñanza. Señalan, también, que nadie obliga a las personas que presentan AMS a consultar, y que bajo esa premisa los psicoterapeutas debieran ofrecer una respuesta clínica que anteponga las necesidades de sus clientes por sobre cualquier tipo de posición institucional considerada por ellos como ideológica, incluyendo aquí lo establecido por la Asociación Americana de Psicología y de Psiquiatría, la Organización Panamericana de la Salud, el Colegio de Psicólogos de Chile, entre otros.

Parte de estos argumentos circularon nuevamente en las redes sociales tras los dichos de Alexander Núñez –más conocido como “Arenito”– en el programa Primer Plano de Chilevisión. La cobertura y manejo de la situación en vivo fue ampliamente comentada los días posteriores. De igual forma, organizaciones de la sociedad civil, activistas LGBTI y profesionales con experiencia en la materia condenaron la existencia de cualquier tipo de práctica que se proponga modificar la orientación sexual de una persona, señalando que si bien no cabe pronunciarse respecto de la sexualidad de Alexander, sí correspondía hacerlo en relación a muchas de sus opiniones, especialmente aquellas que insistieron sobre el estatuto anormal de la homosexualidad y sus posibilidades de cambio a través de la fe.

No insistiremos sobre estos puntos –ya comentados ampliamente en otros espacios–, sino que más bien volveremos sobre la discusión que éste y otros casos similares han generado entre psicólogos, psiquiatras y acompañantes terapéuticos. Y lo haremos situando la discusión dentro de un debate más amplio que concierne las posibilidades de regulación de una práctica clínica que, en mayor o menor medida, ha ido comportándose al modo en que lo hace cualquier otro bien de consumo. En este caso, ofertas de cambio de estilos de vida, diseño de identidades y proyectos de vida heterosexuales, supresión de comportamientos sexuales no deseados, entre otros.

Psicoterapia y consumo: La homosexualidad como un desorden que demanda ser corregido

Si la psicoterapia se comprende como un servicio dentro del mercado frente a una demanda de atención específica, nuestro deber sería ofrecer una alternativa terapéutica que solucionara dicho problema de acuerdo a los requerimientos de cada cliente. Para ello habría que establecer ciertas garantías y hacernos disponibles al escrutinio público. Tal como sucedió el 2015 en el Estado de New Jersey como consecuencia de un un juicio por fraude al consumidor, que sancionó civilmente a terapeutas que ofrecían sus servicios de cambio de la orientación sexual amparándose en dos premisas: 1) que la homosexualidad es un desorden mental y 2) que ellos podían curarla a través de la psicoterapia. Si lleváramos el caso a nuestro contexto local, tendríamos que aceptar que el Sernac fuese el ente regulador de nuestra práctica clínica, y aceptar, también, que toda terapéutica fuese evaluada como un bien de consumo dentro del mercado de productos psi. Aún no hemos llegado a ese extremo, pero tampoco podemos confiar en que no sucederá.

Por esto es que no podemos rechazar este tipo de terapias argumentando exclusivamente que no serían eficaces en sus propósitos. Pese a que la evidencia empírica es categórica al respecto, el discurso de la eficacia nos entrampa en un vínculo comercial con el sufrimiento del otro que 1) reproduce las desigualdades en el acceso y calidad de los tratamientos, y 2) expone a terapeutas y pacientes a dar prueba de resultados que podrían, incluso, comprometer vitalmente sus vidas –los casos de suicidio, tortura, depresión y dependencias abusivas con terapeutas y acompañantes son algunas de las consecuencias más estudiadas–.

Aun sabiendo que podrían ser evaluados en función de objetivos que no pueden certificar, algunos profesionales continúan ofreciendo este tipo de servicios y los defienden públicamente a través de diversas plataformas. Su forma de presentación también es distinta a la de antaño (algunos las llaman psicoterapias, otros acompañamiento psicoespiritual o coaching), y las estrategias de trabajo también son otras (ejemplo: reemplazo del electroshock por otro tipo de técnicas). Quien lo sabe muy bien es la psicóloga chilena Marcela Ferrer, quien advierte de antemano a sus pacientes que no puede garantizarles que obtendrán una “atracción heterosexual” como resultado del proceso de acompañamiento. Por tanto, quien asume la responsabilidad del éxito del proceso no es tanto el terapeuta, como sí lo es quien consulta. Argumentos del tipo “no estaba lo suficientemente motivado” abundan en las investigaciones sobre el dispositivo reparativo, lo cual refuerza el grado de complicidad que adquieren este tipo de ofertas terapéuticas con principios neoliberales que responsabilizan exclusivamente a los individuos de sus logros y fracasos psicológicos. La motivación, el esfuerzo y la voluntad individual aparecen como los principales focos de trabajo clínico. Y con ello, por supuesto, los quiebres sintomáticos y “recaídas” que solo culpabilizan a los pacientes y les hacen creer que de ellos depende conseguir lo que desean. En este caso, la añorada heterosexualidad y sus índices de verificabilidad más evidentes: una pareja del sexo opuesto y un estilo de vida que se ajuste a cánones de feminidad o masculinidad tradicionales.

Nuestro rechazo a este tipo de terapias no se justifica solo por la adhesión colegiada a manuales y recomendaciones expertas en la materia. En su especificidad, nuestro rechazo es a sus fundamentos y consecuencias nocivas sobre la salud física y mental de las personas. Y en una dimensión más amplia, rechazamos también la mercantilización de nuestro trabajo clínico y la oferta indiscriminada de una “solución” frente a cualquier demanda. El dinero y poder adquisitivo de las personas no debieran definir nuestros estándares profesionales. Lo que es mejor para el mercado –porque vende más, genera más rating y mayor demanda– no necesariamente es lo mejor para la sociedad.

Ofrecer una terapia reparativa, solo por el hecho de que el paciente así lo requiere, no es separable de nuestra adherencia a los principios que fundamentan dicho dispositivo, vale decir, creer que la homosexualidad sería un desorden emocional, un estilo de vida incompatible con relaciones afectivo-sexuales sanas, una adicción comparable con el alcoholismo, un síntoma de un trastorno de personalidad de tipo narcisista o expresión de un trauma sexual acontecido en la infancia. Más allá de las buenas intenciones –y la apelación a un profesionalismo disfrazado de caridad– éstas son las ideas fuerza que están detrás de los modelos de trabajo terapéuticos propuestos por los inventores de la terapia reparativa, y son también las ideas que han contribuido a que por siglos las sexualidades no heterosexuales sean criminalizadas y perseguidas, incluso en contextos donde los derechos de las personas LGBTI están protegidos.

La psicología y la psicoterapia no pueden volver a ser cómplices de dicha violencia. La historia está llena de testimonios al respecto y nuestras posiciones políticas como terapeutas siguen siendo impugnadas en la actualidad a propósito de la patologización de las identidades trans, y de tantos otros sujetos que se sienten violentados por nuestras interpretaciones y procedimientos clínicos. No deleguemos en el mercado lo que no hemos podido resolver desde nuestro propio código de ética. No colaboremos tampoco con los mandatos culturales que empujan a las personas a sentir que hay algo “malo” en ellos que requiere ser corregido. Hoy discutimos sobre la oferta de corregir la identidad de personas no heterosexuales, sin embargo esto mismo ocurre todo el tiempo con la demanda por normalizar a niñas y niños inquietos, mujeres que no quieren ser madres o trabajadores cansados que no rinden en sus trabajos.

Tomás Ojeda Güemes