Avisos Legales
Opinión

La toma de la Arcis

Por: Fernando Balmaceda | Publicado: 24.02.2017
La toma de la Arcis |
Como un «escenario distópico» y «una pugna de poder solo entendible al interior de un claustro como lo era entonces el Arcis» define el ex estudiante de arte en la Universidad Arcis, Fernando Balmaceda, la situación que se vivió al interior de la institución. Acá relata en detalle cómo fue su experiencia en esa manifestación.

El grito del Arcis en ese entonces era: “Somos del Arcis / quemamos pacos / robamos estatuas / y hacemos la revolución”.  La canción hacía referencia a un policía inmolado por una bomba molotov en el 2006 a las afueras de la sede de Huérfanos, y a la estatua de Rodin que un estudiante de Artes Visuales, ebrio, robó del Museo Bellas Artes.

No recuerdo el momento preciso en que comenzó el paro, pero recuerdo que la Escuela de Arte en ese momento destacaba por su indiferencia política y poca participación. Éramos de las pocas escuelas sin un centro de alumnos, con una asamblea intermitente e indeterminante. Se sentía como un experimento social, con más curiosos que participantes. El caso es que hicimos el centro de alumnos y adquirimos personalidad jurídica dentro de la universidad. Lo presentamos en Rectoría: centro de alumnos de arte, con sus representantes y todo. Firmado.

Con un compañero inauguramos la iniciativa y pintamos el lienzo de la universidad, el que nos representaría a todos en las marchas. Uno básico e infantil que dejó a todos satisfechos: Piñera y el Sr. Burns dándose la mano.

A través de ese gesto nos integramos oficialmente a la comunidad revolucionaria Arcis. El Jano -a.k.a. «Guatón Popular», luego “Pops”-, un estudiante de Derecho de las Juventudes Comunistas, se puso con la plata para los lienzos. No pedía nada a cambio, lo que agradecimos.

Pops era bastante conocido en Arcis. Era sociable y jugado. Tuve la grata experiencia de verlo irrumpir en la boletería del metro un día con un megáfono, saltando por todas partes y gritando “porque el metro es gratis! ¡Oooh!” como si fuera un hincha futbolero. Sorteaba a los guardias, los anulaba de algún modo con su baile animoso. Y entonces, todo el mundo, señoras y estudiantes, dejaron de pagar. Pasaban por arriba, por debajo, por todas partes, como ratas. Expresiones como esta, o cuando partía temprano a las protestas y seguía ahí cuando la cosa se ponía fea, hacían de Pops el clásico líder carismático de izquierda.

Pronto descubrimos que mucha gente no quería tanto a Pops como nosotros. Menos a las JJ.CC. y mucho menos al PC. La gerencia de Arcis era del PC y estábamos todos endeudados con ella como institución, una institución comunista que abogaba por una educación “pública, gratuita y de calidad”. Pero no era pública, ni gratuita, ni cumplía con algunos estándares básicos de calidad, como que asistieran los profesores, o que les pagaran a fin de mes. Además, la hermana de Pops, la Mónica, estaba siendo juzgada por el Caso Bombas, el juicio público a un anarquista más mediático de las últimas décadas en Chile. Ella era una figura respetada en Arcis. En contraste, Pops parecía peligrosamente cercano al poder, más allá de que su discurso de que la concentración de poder en un Estado obrero era la mejor manera de diluir el Estado.

Nos fuimos secularizando, sobre todo estéticamente, de la gente de la Jota y del Arcis. No queríamos ir a pintar con ellos, ni seguir representándonos a nosotros como institución universitaria. Teníamos una asamblea prolífica, donde participan jóvenes que no eran ni siquiera estudiantes. Vendíamos tallarines, sopaipillas y hacíamos ollones de fideos con salsa, y vendíamos el plato a $300. No faltó el cliente que lo consideró un “acto de lucro”. Decidimos juntar un capital común como Escuela de Artes para desarrollar los distintos proyectos de los alumnos. Los costes de posibles detenciones y multas también estaban estipulados.

Éramos alrededor de 60 alumnos de Arte que irregularmente seguíamos yendo a la universidad. Hasta que un día, con pliegos de cartón bajo el ala, vi la puerta cerrada, a todos amontonados y un par de encapuchados asomándose por la reja. Era interesante la situación de primeras, pero al cabo de 20 minutos de espera se hizo algo agobiante. Algunos personajes de afuera discutían con las cabecitas que se asomaban, y estas gritaban a su vez que Pops era un traidor, un amarillo. Reconocíamos en ese momento, los que estábamos afuera, a los que estaban adentro. Les notábamos el pelo, los ojos. Los veíamos todos los días. Algunos eran más chicos, de primero, segundo año. Al cabo de una hora nos dejaron entrar -a algunos- con cuestionario en la entrada.

Dicen que la noche de la toma del Arcis, gente de las JJ.CC. esperaba en el patio central con palos y clavos, dispuestos a defender a la fuerza su institución. Cuentan que hubo estudiantes hospitalizados, y lo que puedo asegurar es que los rencores de esa batalla persistieron como fantasmas durante toda la toma. Dicen también que entraron los encapuchados al edificio de Arte con ánimos de destruir todo y hacernos pagar nuestra histórica indiferencia política. Y hubiese sido así de no ser por una estudiante de Teatro, hermana de un alumno de Arte, que se encontraba en la turba en ese momento y los convenció de no hacerlo.

Después de la toma, la población flotante disminuyó súbitamente a la mitad. Los ánimos también decayeron. Pero al menos, ahora la situación al interior era más real, más seria: teníamos la universidad. Más allá del papel de propiedad que dice tal o cuál cosa, ya no había guardias, nosotros éramos de algún modo ahora los guardias de este territorio tomado. El problema es que no había real consenso respecto a las demandas. Una parte considerable pensaba que el Estado debía subsidiarnos. Otros, desconfiábamos del Estado como institución, particularmente en ese momento con Sebastián Piñera como presidente. No teníamos idea como encausar este intento de revolución, temíamos que no duraría demasiado y debíamos al menos lograr “algo”.

Nos reunimos con los profesores, con el director de la escuela: «¿Qué hacemos? La mayoría ya no viene a clases -decían- y ustedes, ¿qué están haciendo tan importante? Más allá de ‘apoyar la coyuntura’ o ‘hacer presión social’”. El desafío era demasiado grande: qué hacer ahora que éramos “libres”. Cómo ser artistas y a la vez guerrilleros, cómo nos relacionamos con los profesores. ¿Seguimos haciendo clases? ¿Qué hacemos con el programa? ¿Qué puntos malos tiene? ¿Cómo podríamos a nuestros 20 años saberlo? Al menos yo estaba en último año. Básicamente tenía por encargo hacer lo que quisiera y sorprender/convencer a mis profesores en el egreso.

Se decidió en esa instancia que habría modificaciones en el programa en relación a la contingencia y que las intervenciones públicas formarían parte también del proceso de evaluación.

Había una suerte de comité central universitario compuesto por estudiantes de Sociología, Sicología y Trabajo Social. Una chica de ahí tenía problemas con la mitad de la universidad, posiblemente por su temperamento. Era la encarnación paradójica de ese anarquista déspota, solo me cabe imaginar que había tensiones no intelectuales que la motivaban. El resto era más bien conciliador, evitaban las confrontaciones y se habían ganado de algún modo el respeto de la comunidad. Su situación estaba inscrita en un contexto difícil, como cercanos a una izquierda libertaria, puesto que la izquierda estatista estaba en un tren al cual no sabían si subirse, no hacerlo, o si, llegando a la estación pertinente, bajarse. O truncar el tren porque va a la URSS. Lo más lamentablemente es que se dirigían a nosotros los artistas como a un aparato de propaganda. Caprichoso, pero “light”.

Las noches se hacían frías, estábamos sucios, quedábamos pocos y no teníamos nada. Nada de comida, de plata, de yerba, para el egreso, nada. Teníamos también festejos adentro: tres o cuatro personas con un Santa Helena en una conversación silenciosa e íntima. Los traficantes dejaron de venir, habíamos muy pocos. Nunca vi gente “carreteando” a tajo abierto. Había una fogata todas las noches en el centro del patio donde la gente se juntaba en la noche, se miraban las caras, pasaban el frío y discutían si los textos educativos eran leña o si acaso era fascista quemarlos.

Un día llegó un grupo de estudiantes de Arte de la Chile a reunirse con nuestra escuela, tuvimos una reunión. Se dispusieron como una secta profética, y curiosamente lo explicitaron en el trascurso. Les llamó la atención que tuviéramos centro de alumnos, una “instancia tan no-horizontal”. Tenían un buen punto. Pero también era cierto que si no complementábamos la realidad que ofrecía nuestra decadente comunidad con un poco de ficción, no éramos casi nada. Entonces empezaron las profecías.

Ellos explicaban que se sentían “profetizando la revolución” en una suerte de nuevos tiempos políticos, donde ellos, como revolucionarios, eran los heraldos. Proponían que nos vistiéramos como profetas antiguos y salir a la calle, a hacer gala e ironía de nuestra condición. Era de esperar que en el equipo local, comunistas huraños, críticos del comunismo, se tomaran esta propuesta sin mucha seriedad.

A esas alturas nuestros lienzos eran bastante populares, al punto que nos contactaran desde la CUT para hacer los lienzos de la multi sindical. Nuestras gráficas aparecían en panfletos, stickers, televisión, personas se disfrazaban de nuestros personajes. Una chica performer junto a un grupo de mujeres encapuchadas iban como bloque a las protestas todas de negro. Otro chico hacía sus disfraces y luego los actuaba, apareció en el diario una vez. Otros pegaban carteles en la calle, otros grafiteaban. Nos gustaba la ilegalidad, eso honorablemente vandálico, la adrenalina. Más que las ironías intelectuales.

La reunión con los estudiantes de la Chile no terminó bien. Nunca más supimos de ellos ni de su intento de asociar las escuelas de Arte.

El Arcis decaía exponencialmente. Lo más triste que recuerdo fue el último proyecto colectivo. Habíamos hecho un cartel en stencil, específicamente como respuesta a una canallada mediática de TVN. Les explicamos a los demás estudiantes cómo se hacía un stencil, qué posibilidades tenía, y dejamos las matrices del modelo anterior para usar como ejemplo. Para nuestra decepción, básicamente se hicieron nuevas reproducciones de la matriz que ya habíamos hecho. Los diseños nuevos que recuerde eran como una bomba que decía revolución, del porte de una palma, o cosas de ese tipo. Fue deprimente, un sello de que no quedaba nada que decir.

Por otro lado, la última gloria fue un gesto difícil de explicar, una curiosa catarsis colectiva. Entramos a la bodega con un niño de primero. Había que meterse por una rejilla sobre un portón de 3 metros. Empezamos a sacar los tarros y tinetas al patio, no teníamos idea de qué hacer con ellas exactamente. Dejamos las tinetas en el patio principal y fuimos a guardar los tarros. Alguien abrió una tineta en ese momento y empezó a manchar con una brochita un mural de 6×4 de la BRP, pintado el patio central en honor al gesto económico que Hugo Chávez realizó años atrás con la universidad. Luego solo recuerdo estar mirando desde la escalera como todo tipo de personas metían las manos a la tineta y las frotaban contra el mural. El mural de la izquierda y del establishment, totalmente arruinado.

“Sí, todos rebotaron, pero nosotros seguimos acá”. Quedábamos tan pocos que hablábamos como veteranos. Ya no se hablaba de cómo traer a los demás de vuelta, sino de sumarios internos. De los pacos que estaban permanentemente rondando la universidad, del ultimátum que nos habían dado. De nuestro posible no-egreso. Y de los comunistas.

Durante una asamblea a un comunista lo sacaron a punta de un cuchillo. El escenario era distópico, una pugna de poder solo entendible al interior de un claustro como lo era entonces el Arcis. Estábamos cagados de hambre, la cara con hollín, la ropa ahumada, sin compañeros ni un propósito motivador.

Una mañana nos reunimos todos para bajar las manos. Los ultimátum se habían hechos cada vez más serios -«tienen una semana, tienen 3 días, tienen 1 día»- y se sabe que para la policía es un especial deleite golpear alumnos del Arcis. Nos juntamos ese día y votamos. Éramos como 25 en total, en una ex fábrica metalúrigica. Yo voté por que se bajara la toma, desde un amarillismo notable. No estaba dispuesto a dar una nueva batalla por defender lo que no había, lo poco y nada que quedaba a esas alturas. Una chica dio un discurso emotivo de “esto no era lo que yo esperaba, no era lo que yo pensaba”.

Ganó mi opción por mayoría. Entonces todos nos relajamos, nos reímos, empezamos a conversar de nuevo y fumar cigarrillos.

Fernando Balmaceda