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Opinión

La Escuela Militar: Orgullo de cuatro ex ministros

Por: Sebastián Monsalve | Publicado: 28.03.2017
La Escuela Militar: Orgullo de cuatro ex ministros escuela |
Los ex ministros (Andrés Allamand, Jaime Ravinet, Jorge Burgos y Francisco Vidal) se equivocan profundamente porque nuestra democracia no necesita militares que sean “superiores” a los civiles sino, al contrario, que sean capaces de integrarse con ellos, con todos y no solo con los pocos civiles que han pasado por las aulas militares.

Hace pocos días cuatro ex ministros de Defensa publicaron una columna en El Mercurio titulada “Escuela Militar: Orgullo de Chile”, destinada a felicitar a la institución por su bicentenario. Sin embargo, tras este inocente gesto de buena crianza podemos discernir que en realidad la columna no está dirigida a los militares, sino que a todos nosotros, a la sociedad chilena en su conjunto, para imponernos, a través de este verdadero panegírico de la Escuela Militar, una visión del Ejército y del carácter que deben tener las relaciones cívico-militares. Todo esto en un momento en el que las instituciones militares han estado bajo un fuerte cuestionamiento social por los diversos escándalos de corrupción (como el “Milicogate” o el espionaje sexual en la Armada) así como también la profundización judicial de varios casos de violación a los DDHH, como el que afecta al ex comandante en jefe Juan E. Cheyre.

En este sentido, lo primero que destaca es el carácter políticamente transversal de los autores (Andrés Allamand, Jaime Ravinet, Jorge Burgos y Francisco Vidal), ex ministros tanto de gobiernos de la Concertación-Nueva Mayoría como del gobierno de Piñera. Pareciera que con este gesto buscaban establecer una suerte de visión consensuada respecto al Ejército, como si su columna expresara el sentir de la gran mayoría del arco político.

En su columna los ex ministros califican a la Escuela Militar como la base fundamental de un ejército que “ha sido durante dos siglos el más firme guardián de nuestra soberanía, contribuyendo protagónicamente a nuestro carácter como nación, a su estabilidad política, desarrollo económico y solidez democrática”. Ciertamente, esta visión histórica no resiste el más mínimo análisis serio, pero además resulta ofensivo a la inteligencia del lector la forma en que los autores omiten las violaciones de los DDHH por parte de ex alumnos de dicha escuela y remiten el golpe de Estado únicamente a una vaga referencia al general Prats para reclamar que la institución no vuelva a ser contaminada por un “resentimiento silencioso” contra la civiles. Con esta forma de intentar zanjar el pasado represivo sin siquiera mencionarlo, lo que nos están diciendo es que el respeto a los DDHH no es un elemento central, permanente, para pensar las relaciones cívico-militares, sino que es un problema confinado al pasado y, peor aún, del cual la única lección que extraen los exministros es que los militares no deben ser empujados a ese “resentimiento”.

Esto es impresentable para quienes han tenido la responsabilidad de administrar las FFAA en democracia porque finalmente apunta a que el golpe de Estado de 1973 y toda la represión posterior es responsabilidad del mundo civil. Si este es el discurso que los exministros pretenden consensuar es preocupante pensar qué se les va a enseñar a los jóvenes que acudan a formarse a la Escuela Militar respecto a las violaciones de DDHH que perpetraron los exalumnos de esa escuela.

Otro aspecto que destaca en esta visión de los ex ministros sobre la institución militar es la manera en que recalcan la importancia de la formación valórica que se entrega en la Escuela Militar, la cual marcaría completamente a todos los oficiales del Ejército, constituyendo la base sobre la cual desempeñan su actividad. Nos presentan una visión de los militares como si estuvieran determinados por un tipo específico de valores que les son exclusivos o que ejercitan a un nivel mucho más profundo que los civiles (nos mencionan por ejemplo el honor, la disciplina o el amor a la Patria, entre otros). El problema de una visión de este tipo es que el carácter de los militares es entendido como algo inamovible, como si hubiera una sola forma de ser militar que siempre tiene que ser igual y no se ve afectada por los distintos acontecimientos históricos de nuestra sociedad. Por eso, en su columna los ex ministros no solo no reconocen ningún cambio en la forma de ser militar desde que O’Higgins fundara la Escuela hace 200 años, sino que tampoco nos presentan alguna reflexión respecto a si un hecho histórico tan significativo como fue el golpe de Estado tuvo algo que ver con esta forma de ser militar o supone la necesidad de generar un cambio en esta materia.

Esta definición tan valórica de lo militar se transforma en un condicionante de las relaciones cívico-militares, porque en la visión de los firmantes los militares chilenos son valóricamente un grupo social distinto a nosotros, la sociedad civil. Los exministros lo ejemplifican diciéndonos que “El ordenamiento jurídico contempla muchos juramentos para las autoridades que asumen cargos relevantes, pero solo los militares juran poniendo sus vidas por delante” o también sosteniendo que los estudiantes de la Escuela Militar realmente tienen méritos porque en ella no hay “amistocracia ni privilegios”, como si quienes estudiaran en las universidades o institutos profesionales no tuvieran méritos y lograran sus grados solo por “amistocracia” (vaya palabra que se inventan). Esta idea de una distancia de los militares respecto a los civiles basada en una supuesta superioridad moral, se acerca peligrosamente a la visión de las FFAA como “reserva moral” de la nación e, incluso, a la de “garantes de la institucionalidad” como se planteaba en la constitución pinochetista, porque sitúa a los militares como una especie de sacerdotes seculares de la Patria, como únicos poseedores del sentido auténtico de estos valores y, por lo tanto, con el derecho de plantearse como guardianes morales frente a la sociedad.

Los ex ministros se equivocan profundamente porque nuestra democracia no necesita militares que sean “superiores” a los civiles sino, al contrario, que sean capaces de integrarse con ellos, con todos y no solo con los pocos civiles que han pasado por las aulas militares. En este sentido, la Escuela Militar no debe seguir siendo un instrumento que forme a los militares como una elite moral apartada del resto de la sociedad, sino a un cuerpo de oficiales que sea más representativo de la diversidad que hay en ella. Así es como se puede “amar” a la Patria, a la real, la de carne y hueso y no esa definición abstracta y falseada que se limita a la glorificación militarista de banderas e himnos. Sin embargo, cuando los ex ministros aplauden en su columna esta distancia valórica entre civiles y militares nos recuerdan que este militarismo no es un monopolio de los militares, sino que también anida en la mente de muchos civiles.

Tras leer la columna de los ex ministros nos resulta fácil entender por qué en estos últimos años no ha habido mayores avances en materia de política de Defensa, desde la modernización del Ministerio de Defensa hasta la Ley Reservada del Cobre. La visión de los militares preconizada condiciona totalmente la manera de entender el control gubernamental sobre la institucionalidad militar, y es que si aceptamos la supuesta superioridad valórica de los miembros de la institución por sobre el resto de funcionarios del Estado la pregunta es evidente: ¿cómo controlar a alguien que es “mejor” que el controlador?

Sin embargo, basta tener en cuenta casos como el “Milicogate” para entender que esta condición valórica no es suficiente elemento de control, al contrario, es tramposo porque reduce todo el problema a los comportamientos individuales de algunos militares sin asumir la responsabilidad institucional. Es la misma lógica con que se pretendió dar cuenta de las violaciones a los DDHH como simples “excesos” de algunos uniformados. En ambos casos se pretende responsabilizar únicamente a los individuos y negar que sus acciones derivan de la formación y prácticas que imperan en la institución militar, como por ejemplo el secretismo con que se manejan los recursos de la Ley Reservada del Cobre o la excesiva autonomía con que los oficiales (precisamente egresados de la Escuela Militar) controlan la organización.

Esto refleja la necesidad de cambiar la perspectiva con que una parte del mundo político concibe a los militares, esto es clave para poder reconfigurar las relaciones cívico-militares, las que no pueden seguir caracterizándose por la gran autonomía militar y la minimización del control político. Esto fue la base del equilibrio que se estableció durante la transición entre la elite militar y la política, pero la necesidad de avanzar en la democratización de la Defensa obliga a pensar la organización militar desde otra perspectiva, entre todos los ciudadanos, superando la idea de que la institución militar es un coto privado de un grupo.

En definitiva, más allá de lo extraño que resulta que se hayan necesitado cuatro exministros de Defensa para escribir un folleto propagandístico para la Escuela Militar, este aniversario debe servir para analizar críticamente el funcionamiento de una institución bicentenaria de la República, planteándonos seriamente la pregunta sobre cuál es el tipo de oficial que necesita un ejército democrático en Chile y cómo formarlos.

Sebastián Monsalve