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Opinión

La misma película de horror

Por: Daniel Olave | Publicado: 21.05.2017
El estreno de esta semana “Las niñas araña”, cinta chilena de Guillermo Helo, basada en la obra de Luis Barrales, representa una vez más, lo que parece una constante de la cinematografía local. El de la juventud marginal, donde la vulnerabilidad social se confunde con la delincuencia, el abandono, el abuso. Inspirada en un caso real de alto impacto mediático, esta historia de tres niñas que ingresan a robar –y a soñar con una vida mejor- en edificios del barrio alto trepando por sus muros, vuelve sobre una imagen recurrente de nuestra cinematografía.

Escena 1. Una niña salta hacia una ventana en un alto edificio, y por un momento, su cuerpo se ve suspendido en el aire. Es una maniobra temeraria con el objetivo de entrar a un departamento a robar, de parte de unas adolescentes que no tienen nada que perder, pero también puede ser como una metáfora de su fragilidad, de esos cuerpos pequeños expuestos a todo.

El estreno de esta semana “Las niñas araña”, cinta chilena de Guillermo Helo, basada en la obra de Luis Barrales, representa una vez más, lo que parece una constante de la cinematografía local. El de la juventud marginal, donde la vulnerabilidad social se confunde con la delincuencia, el abandono, el abuso. Inspirada en un caso real de alto impacto mediático, esta historia de tres niñas que ingresan a robar –y a soñar con una vida mejor- en edificios del barrio alto trepando por sus muros, vuelve sobre una imagen recurrente de nuestra cinematografía.

Escena 2. Una niña va con su hermano pequeño en un taxi, cuyo chofer los ha invitado a dar una vuelta “¡Te gusta andar en auto, ah?”. Al poco rato, el niño juega a manejar el auto, mientras el hombre está con la niña bajo un árbol, donde la abraza. Ella es Antonia, interpretada por Liliana Cabrera, una de las protagonistas de “Valparaíso mi amor”, el clásico del chileno de 1969, dirigido por Aldo Francia.

Valparaíso mi amor

Escena 3. Una adolescente viaja en un camión con el dueño de un almacén. La comienza a acosar, ella baja del vehículo y el hombre la sigue: “Qué le pasa mijta?” —le dice—.  “¿A dónde va?”. El hombre que la muchacha no tiene donde ir y el abuso es la consecuencia lógica. Ella se llama Kathy, y fue encarnada por Manuela Martelli en el filme de Gonzalo Justiniano “B-Happy”, del 2004,  treinta y cinco años después de la secuencia anterior.

B-Happy

Todas tratan de lo mismo: de niños víctimas de un sistema desigual. En ambos filmes el padre está ausente, preso. Los personajes están solos, desvalidos, y fácil presa de los depredadores sexuales. Ambas niñas terminan prostituyéndose. Pareciera ser que nuestro cine, hace tiempo, nos está mostrando que ésta es una constante en nuestra sociedad.

En la reciente “Mala junta”, al igual que en “Las niñas araña”, la amenaza para los protagonistas es que, de no cambiar su conducta, terminarán en el Sename, lo que parece una cruel ironía en una realidad donde, la institución que debiera velar por el cuidado de estos niños en riesgo, se vuelve un destino aún peor.

El terrible caso de la muerte de Lisette, de 7 años de edad, en dependencias del Sename, y la cifra de los más de 800 menores que estaban bajo el cuidado de la institución y que han fallecido –por diversas causas- en los últimos 11 años, horrorizaron a muchos, pero ¿nos debería extrañar de verdad?

Chile tiene una larga historia de abusos. Parecen estar en su ADN. Siempre han existido personas que haciendo uso de una posición privilegiada, se aprovechan para cometer abusos, ejerciendo alguna forma de poder. La cosificación de las mujeres y los niños, los han convertido en moneda de cambio.  Y, la alarmante desigualdad existente, parece el perfecto caldo de cultivo para éstas y otras prácticas execrables.

Cuerpos transables. El imaginario nacional de lo femenino son cuerpos que se pueden comprar, que se consumen, que se dominan, que se desechan. Es cosa de revisar “Julio comienza en julio”, de Silvio Caiozzi, que nos recuerda que la explotación y prostitución eran pan de cada día. Una costumbre que era parte del paisaje. Como el derecho a pernada del latifundista. Si no, vean “El desquite” de Andrés Wood. O recuerden “El señor de la querencia”, para dar un ejemplo televisivo. La propia Antonella Ríos, en una entrevista, me hizo ver el parecido de la película que protagonizó, “Los debutantes”, con la ya clásica cinta de Caiozzi. El joven iniciado por prostitutas. Las mujeres propiedad del tipo poderoso, el abuso y la violencia. Cambia la época, y la ciudad reemplaza el campo, pero las costumbres permanecen.

Ya en 1928, la película “Vergüenza”, de Juan Pérez Berrocal, causaba escándalo por su temática. Un minero enfermo de sífilis por sus visitas a un burdel, una mujer que para salir adelante terminan trabajando en una casa de citas. Un tipo que averigua las actividades de la mujer y la chantajea. Mujeres y niños siempre usados y abusados en el cine chileno.

En muchas películas chilenas, las mujeres no tienen profesión. Y son, o nanas o putas. Y éstas últimas hace nata en todas sus variantes posibles: la topletera, cabaretera, chica de sauna o casa de masajes. La lista es larga. Eterna.

De “La última trasnochada” (1926), de Pedro Sienna a “Neruda” (2015), de Pablo Larraín. De “Largo viaje” (1967) de Patricio Kaulen, a “Casa de remolienda” (2007), de Joaquín Eyzaguirre. Y en “Cómo aman los chilenos”, “Sussi”, “Viva el novio”, “Los agentes de la KGB también se enamoran”, “Hay algo allá afuera”, “El roto”, “El hombre que imaginaba”, “Monos con navaja”, “Tierra del fuego “, “La fiebre del loco”, “Horcón”, “Last call”, “Negocio redondo”, “Gringuito”, “ Paraíso B”, “Subterra”, “Gente decente”, “Grado 3”, “Padre nuestro” y “Tendida mirando las estrellas”, entre otras. En director de esta última, el fallecido Andrés Racz, comentó en una entrevista a raíz del estreno de su filme: “la casa de putas es un género del cine chileno”, como el western en la cinematografía hollywoodense. Y los prostíbulos, agregó, eran una metáfora del estado de nuestro país.

En 2011 se exhibió “La mujer de Iván”, primer largometraje de Francisca Silva, sobre la relación enferma de un hombre de 40 años y una chica de 15, a la que tiene encerrada desde los 8 años. El protagonista es Marcelo Alonso, que ya hizo de abusador en la teleserie “El laberinto de Alicia” de TVN. El papel de la niña lo realizó la actriz María de los Ángeles García, que volvió a encarnar a una menor abusada en la serie de Mega, “Camino solita”. Temas que se repiten, una y otra vez. En el cine y en la vida real. Películas como “El bosque de Karadima”, de Matías Lira, o “El club”, de Pablo Larraín —ambas de 2015— no hacen sino llevar a la pantalla con distinto enfoque el mismo tema: los abusos sexuales cometidos por miembros de la Iglesia católica.

Hay relaciones enfermas y casos de abuso contra menores en otras cintas más, por supuesto. En “La niña en la palomera” (1990), de Alfredo Rates, basada en la obra de teatro de Fernando Cuadra; en “Secretos”, la segunda y perturbadora historia de “El chacotero sentimental” (1999), de Cristián Galaz; también en “Coronación” (2000), de Silvio Caiozzi, según la novela de José Donoso; en “Te amo, made in Chile” (2001), de Sergio Castilla; y en el inicio de “Fuga”, la ópera prima de Larraín.

Mientras en Chile siga existiendo una desigualdad escandalosa y se mantenga la lógica del abuso de poder en todas sus formas; mientras el cuerpo de la mujer y de los niños siga siendo visto como un objeto del cual se puede disponer a la fuerza; mientras nuestra sociedad mantenga una mirada distorsionada sobre el erotismo, a la vez que niega toda política real de educación sexual, esta lamentable película seguirá repitiéndose.

Daniel Olave