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Homenaje al completo

Por: Richard Sandoval | Publicado: 24.05.2017
Homenaje al completo SuperCompleto |
A propósito del día del completo, el periodista y director de Noesnalaferia, Richard Sandoval, analiza el arte detrás del completo. Pero no del italiano, si no del completo-completo, el que trae salsa americana y chucrut.

Casi todos prefieren el italiano, por su palta, por ser suave, tibio. Pero yo me quedo con el completo. Cuando lo pido, digo con fuerza, “me da un completo, por favor”, y les pongo cara de “hasta cuándo”, cuando me preguntan “completo, completo?”; sí, completo-completo, digo, y pienso, “pero si es el único completo, oye”, ese que con su acidez se clava con violencia en las quijadas mientras lo voy masticando, separando con la lengua la salsa americana, dura y chispeante, fragmentada, del chucrut extendido, a veces rebelde, a veces enredado e interminable, mojado, blanco. Me gusta el completo porque tiene fuerza, carácter, hay que sentirlo en los dientes, en las muelas. Hay que arrancarse los restos de las encías, después, con los dedos. Hay que ensuciarse con el completo. El vinagre de sus ingredientes me despierta, me retuerce, me hace sentir un poco más vivo, alerta; vinagre peligroso, amenaza permanente sobre un pan que con los minutos comienza a inundarse.

Me gusta el completo porque es la mejor compañía para un schop. La sal de la americana y el chucrut se llevan mejor con la cerveza y la hacen más necesaria para aplacar la contundencia. Me gusta el completo porque en él también aprecio un arte, el arte del maestro que calienta el pan los segundos precisos sobre la plancha, el arte de conocer el límite exacto de gramos de chucrut y americana para dar con el sabor sólido sin convertirlo en pantano incomible. Me gusta el completo porque le queda bien el ají, el ají chileno, esas pintitas grumosas que son la cuota justa de malicia para hacer de su ingesta un desafío, el desafío de despertar. Porque un completo bien hecho no se come indiferente, te exige enfrentarlo, mirarlo, cuidarlo, hasta la última mascada, hasta dejar sobre el mesón ese pedazo de pan sin vienesa que de todas formas te comes, untándolo en los restos que las servilletas transparentes no pudieron sepultar.

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