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Opinión

Cabros de mierda y el mal llamado “cine político”

Por: Ivana Peric M. | Publicado: 18.09.2017
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Es así como, recordando esas películas en el que su eje central gira en torno a un acontecimiento político concreto, Cabros de mierda muestra la llegada al Chile de la dictadura de un estadounidense, Samuel Thompson, miembro de una congregación cristiana cuyo objetivo es transmitir la palabra de Dios a personas de países subdesarrollados en el entendido que aquello los ayudará a progresar. Se instala en la casa humilde ubicada en una villa paradigmática de la capital en la que habitan Gladys y los integrantes de una familia que sabremos de a poco ha sido unida más por la fuerza de la desgracia que por la sangre.

Corre marzo de 1967 cuando un grupo de cineastas latinoamericanos, por el impulso fundamental del chileno Aldo Francia en el marco del quinto Festival de Cine de Viña del Mar, da cuerpo a la primera versión de lo que se llamaría “Encuentro del Nuevo Cine Latinoamericano”. La parrilla, en ese entonces exclusivamente compuesta por cortometrajes, se acompañaba de sesiones en que cada participante interrogaba su propia producción en conversación con otros. La novedad que dicho encuentro intentaba expresar era la posibilidad de que el cine latinoamericano se alzara como el exponente de una búsqueda constante de su autenticidad, de un rostro cinematográfico propio de la “América morena” en reacción al modo de hacer impuesto por las grandes producciones estadounidenses y europeas.

Dos años más tarde una nueva versión del certamen mostró resultados notables en dicha línea; no sólo se exhibieron los largometrajes latinoamericanos ahora representativos de dicha época como lo son Memorias del subdesarrollo de Tomás Gutiérrez Alea y La hora de los hornos de Pino Solanas y Octavio Getino, sino que los realizadores chilenos aportaron con una cuota importante de filmes: Miguel Littin con El chacal de Nahueltoro, Aldo Francia con Valparaíso mi amor, Raúl Ruiz con Tres tristes tigres, Helvio Soto con Caliche sangriento, y Patricio Kaulen con Largo viaje, conjunto que más tarde se reconocería bajo la etiqueta de “nuevo cine chileno” (primer uso de miles que vendrán) o boomlet.[1] Sin perjuicio de la buena noticia que suponía la gran oferta de filmes, en la variedad subyacía una discusión fundamental de cara a lo que se debía comprender como lo auténtico. De un lado estaban quienes creían en la necesidad de abogar por lo que llamaron un “cine político radical” que reuniera películas donde la realidad muestre la realidad y que entonces sirviera de guía para alcanzar la revolución estableciendo una comunicación fácil y directa con los sectores populares, posición defendida especialmente por estudiantes cubanos y argentinos participantes del encuentro. De otro lado estaban quienes defendían  un cine de expresión, atribuyéndole la peculiaridad de configurar un lenguaje propio y por ende no subordinado a un fin distinto de su propia producción, posición asumida  enérgicamente por Raúl Ruiz.

Cabros de mierda (2017) nueva entrega del chileno Gonzalo Justiniano parece reeditar dicha discusión alzándose a favor de la primera de las posiciones. Si ello es así este filme no debiera llamar la atención de la derecha, con lo que él mismo ha polemizado, sino que especialmente de esa izquierda que ve en el cine un modo específico de experimentar con imágenes que no representan una realidad preexistente, sino que producen la suya propia. Es así como, recordando esas películas en el que su eje central gira en torno a un acontecimiento político concreto, Cabros de mierda muestra la llegada al Chile de la dictadura de un estadounidense, Samuel Thompson, miembro de una congregación cristiana cuyo objetivo es transmitir la palabra de Dios a personas de países subdesarrollados en el entendido que aquello los ayudará a progresar. Se instala en la casa humilde ubicada en una villa paradigmática de la capital en la que habitan Gladys y los integrantes de una familia que sabremos de a poco ha sido unida más por la fuerza de la desgracia que por la sangre. Sus días suceden entre prédicas en la modalidad puerta a puerta, y la participación en eventos protagonizados por sus convivientes que reflejan el ambiente convulsionado y la violencia excesiva desplegada por los agentes de la Dictadura.

Lo que llama la atención es que Justiniano haya decidido elegir la perspectiva de un externo para mostrar un determinado estado de cosas políticamente configurado: los ojos son los de un extranjero que sin estar comprometido con postura alguna en disputa, se involucra como si fuera natural en acciones subversivas de la mano de la potente figura de Gladys. Lo anterior es reforzado por el hecho de que su estadía la registra día a día, rostro a rostro, barricada a barricada, con su cámara fotográfica. De este modo más que mostrarnos una lectura del sentido de la Dictadura mirándola desde el presente, como dicho sea de paso lo hace Pablo Larraín con No, Justiniano parece querer fijar ciertas imágenes de lo que realmente fue la Dictadura. No sólo por revelarnos la mirada recubierta de la objetividad que estaría dada por la condición de gringo y además de cura del personaje principal, sino que todavía más por el uso que Justiniano le da al registro que utiliza en la composición del filme, supuesta veracidad que explicita a través de su indicación como fuente. De este modo, más que construir memoria proyectándola hacia el futuro, reitera obsesivamente ciertos lugares comunes como si de ello dependiera la calificación de su filme como cine político: vemos cómo un hijo es testigo del asesinato de un padre que anda de encubierto, cómo es que cualquiera que conozca a un sospechoso es sometido a tortura, cómo el vecino de al lado se convierte en tu peor pesadilla, cómo un cuerpo es cubierto de plástico y  arrojado al mar, cómo es que los hijos de detenidos desaparecidos reclaman justicia.

Con esta operación de reiteración de los estereotipos, Justiniano nos hace revivir, 50 años después, el mismo asunto aunque en una versión disminuida que motivaba a los exponentes del que fuera llamado “el nuevo cine chileno”. Quizá habrá que ver una forma de reaccionar contra su posición el hecho que el aniversario de oro del Festival de Cine de Viña que tendrá lugar este mes sea inaugurada por un filme inédito del propio Raúl Ruiz, quien seguramente al terminar de ver Cabros de mierda volvería a decir que en vez “nosotros nos vamos a la sala del lado a hablar de cine. Los que quieran pueden venirse con nosotros”.

[1] CORTÍNEZ, Verónica; ENGELBERT Manfred. La tristeza de los tigres y los misterios de Raúl Ruiz. Santiago, Chile: Editorial Cuarto Propio, 2001. pp. 33 y ss.

Ivana Peric M.