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Opinión

Los niños olvidados de las promesas presidenciales

Por: Antonio Toño Jerez | Publicado: 26.09.2017
Cómo duelen mis hijos Clara y Manuel jugando en su bizcocho de barro y piedras, estos niños nuestros, hijos de la nada que aún se abren paso con sus jugarretas en este país indolente, desmemoriado y sin decencia. Cómo duele la inocencia virgen en medio de las carencias vacas que engendran los infames.

Hastiado de la pobreza. Hastiado de ver los ríos sucios arrastrando la cagada señorita que desprenden los altos cerros de los distinguidos. Hastiado de la luz cordillerana que la puna altísima de las avenidas doradas envía grises a mis barrios hundidos. Hastiado del bocinazo rasca que golpea mis tímpanos con ese follón persistente de tráfico, matanzas, allanamientos e inundaciones en este Chile lunático.

Rumiando sigo en estas avenidas mugrientas de techos quebradizos, de puertas rotas por donde el viento maldito entra y sale sin visado. Detesto el remolino adulterado que traspasa el tejido blandengue de mis bufandas industriales;  lo detesto más cuando congela mi cogote escuálido, pero aún más cuando arrastra hasta el extrarradio a los mentirosos que ofrecen cambio, equilibrio y prosperidad, cual coach barato que engendró este capitalismo inmundo por las regiones de Chile y el mundo.

Sí, hastiado. Hastiado del cuchillo afilado con que miden las palabras los nuevos candidatos tras esa sonrisita ejercitada en su performance mitómana de elecciones curiosas.

Hastiado del hollín infame que se adentró en mis narices para que los aires que respiro no sean puros, para que los pulmones empolvados de disparidad indecente extiendan su cáncer por las pocas partes sanas que le quedan a mi cuerpo enfermo.

Hastiado del paraíso perfecto que me imponen sus sermones para que la burlesca voluntad de ese Dios clasista les mantenga sentaditos en sus rosarios dorados de subsidios gubernamentales  mientras yo me trago, día a día, la variedad de lo que vomito. Hastiado de su mantra latero, de su mano mentirosa, de su muerte milagrosa y de su resurrección grotesca y de ficción.

Entristecido y cansado de la patria hambrienta, encubierta entre los muros adosados de la arcada inmobiliaria. Esas moles mentirosas que se expanden por los pueblos con su cubre piso tenebroso de hormigón prepotente.

El hambre no es sólo por no comer, señores. El hambre por no comer es una tortura que, indiscutiblemente, te lleva a la muerte. Si sobrevives, las secuelas físicas y emocionales te acompañarán por el resto de nuestros días. Sobre todo si eres niño. ¿Cómo creen que me siento cuando su propaganda anuncia crecimiento, mejoras, avances y milagros, si continúo sometido, junto a los míos, a la mediocridad avalada por el rico de siempre, por el gobierno de turno, por los monseñores de púrpura impunes y la explotación, sin cambio alguno después de 44 años, de mi clase trabajadora?

¿Cómo cree usted que mis hijos Manuel y Clara se sienten frente al escrutinio categórico que los incluye en lista nacional de guachos de campamento? ¿No cree usted que el merengue debería nevar en todas las plazas de Chile? ¿No cree que el pastel y el algodón de azúcar tendrían que llegar, de una puta vez, a todos los niños, sin ningún patrón de que les distinga según el piñén, la bulimia o el suburbio? ¿Cómo cree usted que mis hijos y los hijos de los otros se educan en una escuela cuyas ventanas están rotas, las cañerías oxidadas, los pisos trizados y donde el disparo gélido sí puede entrar con su maltrato invernal sin hacer distinción alguna?

El hambre, señores, también es soñar con aquello que jamás llegó. Es sentir, en este preciso minuto, aquel anhelo que despertaron esas promesas parlamentarias y que, después de muchos años, siguen a la espera sabiendo que aquel montaje se repetirá frente a la multitud enardecida de borregos que aplaude el mismo discurso despreciable de entonces que repite usted ahora cambiando sólo la fecha de elaboración. Porque las mentiras no caducan, sino que se pueden utilizar y consumir según se mueven los aires en Chile.

El hambre, señores, es revolver los contenedores de la calle, meter las patas agrietadas en la basura y patear, sin saber siquiera, que ese puntapié es la patá en la raja que daría si pudiera a todos los enemigos que convirtieron a esta patria en una nación bipolar, bruta, poco ética, contradictoria y sin moderación. El hambre es ver la cara de mis hijos Manuel y Clara desdibujada por las clasificaciones, entristecidas por las barreras, confundidas por aquellos colores lejanos que siempre miran desde sus oleos grises de niños sin proyectos.

Camino hacia arriba y descubro cielos color alba que tiñen de rubio los juegos infantiles a los que mis cabros chicos no tienen acceso todavía. Allí la nieve es blanca de verdad. Allí los niños pueden salir al frío y no los veo amontonados en los autobuses del terror, escondidos bajo las piernas adultas, aplastados por el prepotente, expulsados por el que tiene más fuerza o arrinconados por ese asma vaca que se instala en cada viaje impuro.

Arriba, porque lo mejor siempre está arriba, los rubiecitos sonríen con resplandor como en  la tele,  comen el queso en lonchas gruesas también como en la tele. Las casitas, tal cual nos cantaba Víctor Jara, tienen rejas y antejardín color ocre y geranios paltones color marfil. Miras de reojo que por encima de la mesa hay mucha comida y no toda la pueden engullir aquellas guatas afortunadas en este picnic maldito de distribución chilena. La boca de los niños que miro son pequeñas y el jugo de la fruta y la salsa de  carne se desparraman barbilla abajo, barbilla arriba, hasta las orejas; donde llega la servilleta mandona que con un solo reto les advierte: «¡Come bien, gordito!  Pareces cabro pobre comiendo así, ¿dónde se ha visto?».

Ay, cómo duelen los pobres de mi patria. Los guachos de a pie, los de ampollas amarillas en la planta de sus patas, los de llanto/churrete tras las cuentas brutas de empresas deshonradas. Cómo duele su vocablo simplón de esquinas, casuchas escuetas y cableado enredoso. Cómo molesta su silabario asombroso de transacción misteriosa, su silbido desdentado y de encía seca. Cómo duelen sus yagas abiertas de sol a sol con el goteo sangrante de su jornada miserable. Cómo nos acobardan los balazos coreográficos en ese cielo turbio de campamento perdurable. Cómo debe doler esa aurora opaca bajo el latigazo de la miseria constante. Cómo duele el hachazo del hambre, del agua fría.

Muchos de los juguetes que nos regalan, sobraron arriba y cayeron aquí, como cae el trigo sobre la montonera de gallinas atormentadas en una patria con muchos buches vacíos.

Cómo duelen mis hijos Clara y Manuel jugando en su bizcocho de barro y piedras, estos niños nuestros, hijos de la nada que aún se abren paso con sus jugarretas en este país indolente, desmemoriado y sin decencia. Cómo duele la inocencia virgen en medio de las carencias vacas que engendran los infames.

Cómo duele hasta el hastío la repetición constante de las nuevas franjas competitivas de estas elecciones que pocos ya nos las creemos.

Antonio Toño Jerez