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Opinión

«Blade Runner 2049”, contra el amor

Por: Nicolás Ried | Publicado: 16.10.2017
«Blade Runner 2049”, contra el amor |
El punto donde Villeneuve se distancia radicalmente de Scott: mientras este último se preguntaba por el lugar del individuo en el mundo, Villeneuve se pregunta por cuál es el lugar de la lucha en nuestras vidas. Si para Scott era el amor la respuesta a la pregunta por el sentido, para Villeneuve es la política: dar la vida por una causa justa es una manera de abandonar la lucha personal y convertir a la lágrima que se pierde en la lluvia en el río que se abre paso.

La novela 1984 de George Orwell se convirtió en uno de los libros más vendidos en Estados Unidos tras el ascenso de Donald Trump como presidente de ese país. La distopía de Orwell se convirtió en un éxito de ventas luego que la jefa de prensa de la Casa Blanca introdujera la noción de “alternative facts” (o “hechos alternativos”) para referirse a que la verdad es relativa a cómo uno describa una noticia: una protesta siempre puede estar medio llena o medio vacía. Los compradores del libro 1984 adquirían un ejemplar como una forma de estar de acuerdo con un cierto parecido entre la sociedad descrita en el libro y las medidas que el presidente empezó a adoptar durante los primeros días de su mandato. Orwell presentó en 1984 una sociedad totalitaria, en la que todos los aspectos de la vida estaban sometidos al examen del partido liderado por el Gran Hermano y en la que cada individuo no tenía la libertad propia para hacer lo que quisiera con su vida. El partido manipulaba la verdad en la prensa mediante un ministerio, restándole todo tipo de valor a los hechos, e intentar escapar de ese sistema se volvía una misión imposible. Un pasaje ilustrativo del libro (pero también de la película que Michael Radford estrenara en 1984, basada en la novela) nos muestra al protagonista soñando recurrentemente con escaparse junto a su amada a un apacible campo que los protegería del control total del partido, una especie de santuario de la libertad que se convierte en la utopía para contrarrestar la intromisión del estado. De esta manera, el sueño en la distopía de Orwell es la libertad y el amor.

En 1982, Ridley Scott estrena Blade Runner, un filme protagonizado por el actor más exitoso de la historia y basado en una novela de Philip K. Dick. En ella también se retrata una distopía, pero una diferente a la de Orwell: una sociedad hedonista, en la que la libertad y el consumo reinan, en la que los avances tecnológicos son parte de la vida cotidiana y sirven a quienes tienen cómo pagarlos, y en que “lo humano” no es más que un concepto difuso. El problema en la sociedad de Blade Runner, situada en el año 2019, es que las cosas ya no son reales: una serpiente, un árbol, una prostituta o un búho no son más que réplicas de aquellos especímenes cada día más escasos a causa del desenfrenado sistema de producción industrial llevado a cabo por las grandes corporaciones trasnacionales. Ya no hay certezas, ni siquiera sobre la vida propia. Uno de los grandes dilemas filosóficos que recoge Blade Runner es aquel en que podemos dudar de nuestra propia biografía, dado que los replicantes, modelos de inteligencia artificial diseñados a imagen y semejanza humana, son creados con una memoria implantada en base a recuerdos de otra persona, con lo cual no se puede mantener siquiera la certeza de nuestros recuerdos: ¿cómo sé que no soy un replicante? Ese dilema marca todo el desarrollo del filme, concluyendo en una de las escenas de culto más importantes de los años 80, el momento en que Roy Batty, uno de los replicantes que se rebeló en contra de sus creadores, relata algunos de sus recuerdos para cerrar de manera nihilista con: “Todos esos recuerdos se perderán, como lágrimas en la lluvia”. Esta sentencia algunos la leen como un lema para la llamada “generación X”, caracterizada por la indiferencia a la asociación con otros, el triunfo de la individualidad y la ausencia de luchas propias. Pero más que ilustrar a una generación, lo que hace es dar cuenta de una manera de comprender las relaciones con otros; es dar una lectura de lo que lo político significa. Es por eso que el sueño en la distopía que nos presenta Ridley Scott es el del abandono de la individualidad, dejar de llevar vidas solitarias y sin sentido: el sueño es el de una vida con sentido. Y la respuesta que nos da Scott, al igual que lo hace Orwell, está en el amor: los protagonistas de ambas obras están cruzados por sendas historias de amor que les permiten combatir el totalitarismo sin límites y el consumismo vacío: el sentido estaría en el amor.

Es por lo anterior que Blade Runner 2049 de Denis Villeneuve es una película que viene a destruir todo lo anterior, porque la respuesta no es el amor. Retomando el escenario creado por Scott, Villeneuve nos lleva a una sociedad futurista, en un estilo cyber punk corregido por la era Tumblr: fotogramas dignos de Instagram compuestos simétricamente; cuerpos alargados que se deslizan sigilosamente por la pantalla como si fuera una publicidad de Versace; colores suaves que abren infinitas panorámicas, al igual que voces simples que contienen poca información en las palabras. A diferencia de lo hecho por Ridley Scott, Villeneuve pone un énfasis específico en mostrarnos cómo son las relaciones amorosas en este futuro: una aplicación llamada JOi proyecta la imagen holográfica de una amante perfecta, que hace que las relaciones con otro cuerpo sean algo cavernario. Hasta este punto, pareciera que Villeneuve está filmando una versión futurista de Lars y la chica real (Craig Gillespie, 2007), una de las mejores películas protagonizadas por Ryan Gosling. Pero lo que luego nos muestra Blade Runner 2049 no es una sociedad vacía, donde el vacío del consumismo arrasó inclusive con el amor; lo que nos muestra Blade Runner 2049 es una sociedad que ha sabido administrar el amor de manera eficiente, dando cuenta que el vacío de la existencia no se llenaba con aquello que llamábamos “amor”. Una reducción del amor al deseo (y de hecho, como bien destaca una columna publicada en El País, es el deseo heterosexual solamente) nos sitúa ante la cuestión del vacío espiritual. ¿Con qué se llena ese vacío, si es que el enamoramiento y el amor pueden ser producidos artificialmente de manera perfecta, y aún así seguir padeciendo una falta de humanidad?

El filme nos lleva a una discusión con la obra de Scott cuando aparece el mítico Rick Deckard, un humano cazador de replicantes que se habría enamorado de Rachael, una replicante de altísima calidad. Deckard aparece en calidad de un policía retirado en el desierto (junto a un perro que no sabemos si es real), a fin de aportar datos para resolver un misterio que cambiaría el rumbo de la humanidad: supuestamente, una replicante habría parido un hijo vivo, superando de manera inexplicable la barrera biológica de los replicantes, quienes habían sido diseñados con la incapacidad de reproducirse. Aquello que es visto como un milagro, es un dato importantísimo para la corporación que desea producir en masa a los replicantes a fin de colonizar más y más lugares del universo: si los replicantes se pueden reproducir, se superaría la barrera de producción industrial limitada de esa corporación. Aunque, en términos políticos, si eso se llegara a saber, ya no habría diferencia que permitiera una jerarquización entre los humanos y los replicantes, y una revolución estaría en las puertas del poder, razón por la cual el asunto se mantienen en secreto. Y es ante esta controversia donde aparece la idea que marca la tesis de Villeneuve: aparece un grupo de replicantes rebeldes que conocen del milagro, que saben que son una especie que se puede reproducir y por tanto establecer un legado; ya no serán la especie que, como el replicante de Scott, llora por no tener historia y no ser más que una lágrima en la lluvia. La líder de este grupo de replicantes, testigo del parto milagroso, sentencia en una especie de respuesta a la primera versión de Blade Runner: “No hay nada más humano que dar la vida por una causa justa”. Y es este el punto donde Villeneuve se distancia radicalmente de Scott: mientras este último se preguntaba por el lugar del individuo en el mundo, Villeneuve se pregunta por cuál es el lugar de la lucha en nuestras vidas. Si para Scott era el amor la respuesta a la pregunta por el sentido, para Villeneuve es la política: dar la vida por una causa justa es una manera de abandonar la lucha personal y convertir a la lágrima que se pierde en la lluvia en el río que se abre paso.

Es interesante reparar en cómo las lecturas ligeras del filme de Villeneuve (como el caso de una columna escrita en este mismo medio y otra publicada en un medio distinto) han calificado esta Blade Runner 2049 como un filme “meramente estético”, una pose digan de esta generación. Y es indiscutible el preciosismo detallista de Villeneuve, que nos recuerda tanto a Tarkovski como a Kubrick, pero es un preciosismo que rápidamente provoca la sospecha de los sectores más tradicionales de la crítica, quienes parecen decir que lo bello esconde cierta maldad o, en el mejor de los casos, cierto sinsentido; una especie de “pose” de lo estéticamente atractivo, en contra del “contenido”. Pero ese sector de la crítica no realiza el esfuerzo de presentar una lectura de esa belleza como parte de la tesis que la obra instala: ¿No será que Villeneuve es coherente con sus tesis al hacer una película hermosa, en términos de composición de imagen? ¿No será que las casi 3 horas de película nos dicen algo de nuestro mundo actual? Y es que hacer una película como esta es un contrasentido: una sociedad de espectadores acostumbrada a las series cuyos capítulos no duran más de una hora, en las que cada escena preciosamente compuesta va cargada de información en los diálogos para no dejar escapar ningún detalle al espectador distraído, en los que cada cosa es una referencia a otra obra, y en la que los revivals —desde Stranger Things hasta It, pasando por Star Wars y Alien— son grito y plata, no deja de llamar la atención el fracaso que ha sido Blade Runner 2049 hasta ahora en las taquillas. En mi experiencia, me quedé solo en la sala de cine, después de que todos miraran la hora en sus celulares y salieran poco a poco por la puerta iluminada. Y es que Villeneuve es coherente con sus tesis, porque no hace historias de amor, porque el amor no es lo importante, y nadie quiere escuchar eso.

Nicolás Ried