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Opinión

Borg-McEnroe y el tenis como forma de vida

Por: Ivana Peric M. | Publicado: 11.12.2017
Borg-McEnroe y el tenis como forma de vida | IMAGEN REFERENCIAL
Aquí lo que parece mostrarse como un contrapunto entre un desordenado, fiestero y soltero McEnroe, y un disciplinado, detallista y comprometido Borg, termina por revelarse como conteniendo un sustrato común: la máquina sin sentimientos que es dentro de la cancha Borg comparte un pasado con la máquina de reclamos e insultos que es en y fuera de la cancha McEnroe. Y lo que comparten no se halla en datos biográficos, y menos en su origen social, sino que en la relación afectiva que ambos sostuvieron desde que eran infantes con el juego de tenis.

Corre 1978 y un John McEnroe en ascenso va a jugar su primer partido de Copa Davis a Chile derrotando, junto a Brian Gottfried, a la dupla compuesta por Jaime Fillol y Belus Prajoux. Lo que más impactó al mundo del tenis no fue la promisoria victoria de los estadounidenses, sino que el heroísmo que mostró el árbitro al sacar adelante el partido a pesar de un McEnroe que le reclamó desde la primera bola del calentamiento hasta el último punto en disputa. Mientras avanzaba el partido recordaba cuando lo había visto jugar en sus tiempos de juvenil en un campeonato sudamericano en Bogotá nada más ni nada menos que vistiendo unos jeans que, sin perjuicio de moverse más lento que su raqueta, le bastaron para masacrar a sus rivales. Tres años después, a ese mismo árbitro, ahora como secretario general de la Federación de Tenis de Chile, le correspondió ir a buscarlo al Hotel Sheraton para llevarlo al Estadio Nacional en donde jugaría un partido de exhibición en contra de Hans Gildemeister. Por más que se esmeró en cruzar palabra con el tenista durante el trayecto, sólo recibió de él una mirada evasiva y una boca que estaba como cerrada con un candado chino. Al llegar al destino tuvo que sufrir con el estruendoso portazo que dio McEnroe al bajar del auto que compartían y que provocó que cientos de pedazos de vidrio poblaran el asfalto sin dejar rastro de lo que antes era una ventana.

Tan solo un año antes del estruendo, el mismo árbitro tuvo que recibir en Chile la particular visita de Lennart Bergelin, quien con dos meses de anticipación viajaba para arreglar los detalles de la estadía de su pupilo Björn Borg, que en ese entonces era número uno del mundo, en el marco de un cuadrangular de exhibición en el que enfrentaría a una de las figuras locales del momento. El árbitro tuvo ocasión de comprobar todos los rumores que giraban en torno al tenista cuando Bergelin, tras recorrer los lugares en los que estaría dos meses después y elegir hasta el material del tapiz del auto que los trasladaría, le pregunta a una desorientada mucama del Hotel Sheraton qué color tendrían las sábanas de la cama que Borg ocuparía. Para impedir que la mucama se enrojeciera al no tener respuesta, y también para saldar en parte su propia curiosidad, el árbitro interrumpe consultándole porqué lleva diez raquetas distintas y numeradas del uno al diez a cada partido. El árbitro no pudo esconder su cara de sorpresa al verificar con la respuesta que recibió que la apariencia de zombie que Borg cargaba cuando jugaba tenis era resultado de un cálculo realizado a iniciativa del entrenador, quien se encargaba de solucionar cualquier preocupación doméstica de Borg, incluso la duración de sus relaciones sexuales, para que así en la cabeza del tenista sólo rondara la idea de que debía pegarle de la manera más perfecta posible a la pelota.

Lo que el árbitro tuvo el privilegio de vivenciar directamente fue la forma de operar de dos cabezas de un mismo cuerpo que responde al nombre de Borg McEnroe, nombre que es acertadamente el título del filme de Janus Metz estrenado el 2017, y que muestra fragmentariamente el camino recorrido de estos dos jóvenes tenistas hasta enfrentarse en una de las finales más recordadas de Wimbledon; la que tuvo lugar en 1980. Borg en busca de un épico quinto título consecutivo que más parece ser noticia por la posibilidad de fracasar; McEnroe en busca de su primer título para probar que su mal comportamiento lo puede llevar a derrotar al número uno. Como en el propio filme el director del club al que pertenecía Borg en su niñez afirma, así como en el tenis es importante la forma en la que se gana, se puede decir que en el cine es importante la forma en la que se muestra. Aquí lo que parece mostrarse como un contrapunto entre un desordenado, fiestero y soltero McEnroe, y un disciplinado, detallista y comprometido Borg, termina por revelarse como conteniendo un sustrato común: la máquina sin sentimientos que es dentro de la cancha Borg comparte un pasado con la máquina de reclamos e insultos que es en y fuera de la cancha McEnroe. Y lo que comparten no se halla en datos biográficos, y menos en su origen social, sino que en la relación afectiva que ambos sostuvieron desde que eran infantes con el juego de tenis.

Esa relación afectiva que en el mismo filme un fiestero Vitas Gerulaitis, en respuesta a un McEnroe cegado días antes de Wimbledon con el talante impasible de Borg, califica de “una maldita religión”. Y es que más allá de que Gerulaitis haya estado pensando en los rituales rayanos en un trastorno obsesivo compulsivo a los que se sometía Borg; elegir diez raquetas encordadas en relación a las variables climáticas la noche antes del partido, dormir bajo tantos grados para evitar que las pulsiones cardiacas superen un determinado número, invitar solo cada dos años a sus padres a una final de Wimbledon, ordenar de la misma manera cada vez el equipaje, lo que la relación tiene de religiosa es en parte a lo que se refiere David Foster Wallace cuando dice que el tenis tiene la capacidad única de reconciliar. Según dice toda reconciliación está precedida por una separación dramática en donde algo parece repugnante, como por ejemplo, la separación de uno respecto del propio cuerpo que va envejeciendo hasta convertirse en un padecer. La experiencia religiosa que supone ver jugar, por ejemplo, a Borg es que nos reconcilia con la idea de lo que un cuerpo puede hacer, con la belleza de los límites de lo que un cuerpo puede. Ahora bien, de parte de quien no ve sino que juega al tenis, se podría decir que su religiosidad radica en volcar toda su experiencia vital en ese punto que es, siguiendo a Bergelin, cada vez único sin un fin más allá de jugarlo del modo más perfecto posible. En ese sentido, la frase de André Agassi que asume la función de epígrafe del filme “El tenis utiliza el lenguaje de la vida: ventaja, servicio, falla, ruptura, amor… cada juego es una vida en miniatura” bien podría sufrir la siguiente variación “El tenis utiliza el lenguaje de la vida: ventaja, servicio, falla, ruptura, amor… lo que se juega en cada punto es la vida misma”.

Ivana Peric M.