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Opinión

Cuando no basta con ser “el buen inmigrante”

Por: Ana María Moraga | Publicado: 27.04.2018
Cuando no basta con ser “el buen inmigrante” |
Todas las maravillas que Paul desplegaba en su espacio laboral no bastaron para que el Estado chileno le permitiese concretar la invitación hecha a su hermana de 18 años para que conociera a su sobrino. No la veía hacía 5 años. Todos los esfuerzos nombrados no fueron suficientes para que policía internacional timbrase el sello de ingreso en su pasaporte de ciudadana haitiana. Esta fue retenida y deportada, sin mediar explicación.

Conocí a Paul al paso, cuando con Jean le llevamos su colación. Hablaba castellano fluido y chileno avanzado. Dominaba todos los códigos de ese mercado mayorista. Se paraba de igual a igual. Imponía su personalidad cuando conversaba. Eso es importante cuando la comunicación depende de gritos que van de camión a camión. Me acuerdo un día que, en el sector de los repollos -uno de los más duros para trabajar, sobre todo en invierno, porque estás horas en la parte trasera de un camión húmedo, donde se te moja la ropa y te hielas- un grupo de estibadores chilenos empezó a molestar a los haitianos del camión del frente, reclamando y mofándose de que “gritaban muy alto”. Comenzó una guerra verbal chileno-creole que no terminó en más que trabajo.

Así como hay personas que expresan abiertamente su racismo, hay otras que despliegan “su choreza” en aras del orden. Si bien el recinto dispone de guardias privados para contener robos, observé que los conflictos cotidianos eran resueltos por los que sabían más. En ese estatus estaba Paul. Independientemente de la nacionalidad, todos esos trabajadores estaban aguantando frío y con el ánimo de que el camión “se vendiera” pronto. Intercambiaban técnicas para hacer frente a la situación: vestirse por varias capas, ponerse arriba un overol y tratar de cambiárselo. Algunos dejaban una tenida en la cocinería de Jean -para mantenerla seca- y se pasaban a cambiar en cuanto tuvieran la oportunidad. El fuego hecho a base de carbón y madera de cajón de frutales alcanzaba para todos. Era mayo de 2015 y el humo de los braceros (llantas de neumáticos reutilizadas) y los gases de los camiones hacían el aire tan pesado como las faenas que ahí se llevaban.

Me atrevería a decir que Paul conocía a cada trabajador/a de ese ingente lugar cercado, que a veces daba la sensación de ser una ciudad feudal, con hombres que todavía se adosan a su cintura carretas cargadas, donde se camina sobre un colchón orgánico de restos de hortalizas y otros residuos provenientes de los camiones. Una ciudadela muy lejana del Sanhattan de las revistas de finanzas, de los colegios de excelencia, de la pulcritud de las clínicas privadas, de las aulas de universidades que alcanzan estándares internacionales (una vez, un joven que me ayudó a llevar mercadería, me dijo que se había venido a Chile para estudiar y que estaba consciente de que tenía que buscar otro trabajo, uno que se lo permitiera). Especial cuidado había que tener en el sector de las hojas verdes. Es muy fácil resbalar y caer. Una máquina pasaba cada tanto limpiando con chorro de agua a presión. Marie me decía con asco “mira, puros microbios”, contándome que por esta razón, al comienzo su cara brotó en acné, problema que superó con unas cremas que encargó a Haití. Me prescribió higiene facial más de una vez al día con un jabón de coco en barra que me regaló, usando la llave de agua que estaba en la puerta de su negocio para evitarme la peregrinación al baño, servicio que encontraba caro, sucio y malo. Me indicaba a cuál podía entrar: uno que mantenían sus amigas, las mismas que le encargaban desayuno a Jean y que intentaron enseñarme a bailar azor y bachata en el cumpleaños de Marie, cuando todavía estaba viva la Chantal. Todavía me da pena y vergüenza cuando recuerdo las historias de lo que les tocó ahí limpiar, de las “costumbres” locales con las que tuvieron que lidiar. Si estábamos muy lejos, ella primero saludaba, pedía permiso y pasaba a mirar el baño “público” del sector. Evaluaba si se podía entrar o si era mejor aguantar hasta llegar a la jurisdicción de sus colegas. Los relatos de unos amigos senegaleses, que tuvieron que barrer ratones muertos en sus primeros trabajos en España, a fines de la década del 2000, se disminuían al lado de estos cotidianos episodios.

Paul era supervisor de cuadrilla. Desplegaba una actitud de líder, de hombre experimentado, una referencia para los otros jóvenes que llegaban recién a Chile y se insertaban en su economía como estibadores. Vivía lejos de su trabajo, con su mujer chilena y su hijo en común. Cuando llegaba en su auto era un acontecimiento: “¡viene el Paul!”, la gente lo saludaba. No obstante, como cualquier visitante temporal, pagaba $3.000 de estacionamiento diarios. Tuvo la generosidad de darme una entrevista en la cocinería de Jean (a sus trasnoches y madrugadas había que sumarle también las hora de traslado manejando).

¿Qué se puede relevar para ilustrar cómo Paul demostraba cotidianamente que ahí era necesario? Se había ganado ese lugar, dejando de ser útil solo por su fuerza física. Pasó a aportar igualmente con sus habilidades de coordinación, organización y sus competencias interculturales. Era un traductor y un mediador. Valiente guardián, defensor de la mercadería, en momentos devenido mártir de la violencia delictual y del sistema de salud. También, del de extranjería.

Todas las maravillas que Paul desplegaba en su espacio laboral no bastaron para que el Estado chileno le permitiese concretar la invitación hecha a su hermana de 18 años para que conociera a su sobrino. No la veía hacía 5 años. Todos los esfuerzos nombrados no fueron suficientes para que policía internacional timbrase el sello de ingreso en su pasaporte de ciudadana haitiana. Esta fue retenida y deportada, sin mediar explicación. Además del trauma de la joven, que no entendía ni la situación, ni el trato, ni el idioma, se sumó el dolor de Paul. De la misma forma, la pérdida de todas esas noches y días de trabajar para comprar el pasaje y enviar dinero para adquirir ropa y equipaje. Además, para acreditar solvencia como turista. Había perdido casi dos millones de pesos chilenos. No así su moral, ni su temple de guerrero del patio de las cebollas.

Conocido fue el caso de Clema Neus, ciudadano haitiano retenido este año durante 16 días en el Aeropuerto Pudahuel. La experiencia de la hermana de Paul es anterior y sienta precedente acerca de una práctica de selección de los/as ciudadanos/as que ingresan al país ¿en base a qué criterios? No solo son proyectos personales y familiares los que se frustran; sino que en muchos casos hay endeudamientos que quedan abiertos, so riesgo de convertir en un infierno la vida de la persona expulsada, una vez que su regreso forzado se cristaliza.

Estas experiencias me cuestionan sobre el límite ético de poner a trabajar a grupos humanos en espacios insalubres. Se condenan las imágenes de los basurales de Puerto Príncipe, pero ¿cuál sería el paisaje del “sueño chileno”? Me interrogan sobre cuál es la concepción de la condición humana que permite la expulsión de personas, privando a familias de su derecho a la reunificación. Cuáles son las estructuras que contradictoriamente al discurso de “el buen migrante es bienvenido”, sueltan el freno de la indolencia, omitiendo el valor del esfuerzo demostrable (reconocimiento, promoción, fracturas óseas y lesiones) de “haberlo hecho todo bien”, de haber dado todo de ti en una tierra que te hacen concebir como ajena, mientras sostenías el genuino deseo de poder abrazar a tu hermana.

Ana María Moraga