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Opinión

Expurgación de la biblioteca latinoamericana (transferencia literaria 2)

Por: Carlos Labbé | Publicado: 30.05.2018
¿Cómo renovaremos esa librería, esa biblioteca, ese velador de los últimos hombres occidentales triunfantes que reconozco como mi propia tradición terminal, esos libros cuya hombría en fuga me confunde, esos cuya machitud insistente me avergüenza y esos cuyas masculinidades abiertas –porque aprenden a retirarse a un rol secundario en nuestro relato– parecen siempre estar a punto de escribirse?

Hasta ahora, una mayoría de los libros en los escaparates y mesones de las librerías, de las bibliotecas, de los veladores provenían de eso que llamamos Occidente o El Hombre, un autor que, aceptábamos, consistía en un ser humano que era hombre y que era blanco y que era rico y que era libre. Provenían de ese lugar arcaico, remoto, omnipotente y sin embargo tan ficticio, en su origen presumiblemente clásico, es decir, en su promesa de otorgar a quien lo leyera clase europea: capital, medios de producción, poder para utilizar al resto del mundo a su antojo, para colonizarlo y vivir de las rentas sin consecuencia aparente. Esos libros de formato grande y solapas que hasta ahora campeaban en esas vitrinas, lo reconozco, me producen una atracción pasajera, pero nunca un involucramiento orgánico, porque aquella edición española del autor europeo es sólo una promesa de descanso. Esos libros de formato grande y solapas y foto en sepia del autor fumando, también lo reconozco, son aún el eco de un relajo abstracto, higiénico, descuajado de mi subjetividad corporal hinchada. Sin embargo, esos libros de formato grande y solapas y foto en sepia del autor fumando y tapa plastificada brillante del más reciente novelador chileno que trabaja como periodista en vano me revuelven la entraña, porque la televisión gringa y el cine europeo y las app californiano-coreanas me provocan de manera más efectiva una arcada de placer. El problema ya no es para mí qué leer cuando dispongo de tiempo para hacerlo, sino cómo salvaguardar mi integridad corporal en constante ataque biopolítico por parte del Estado –a través de sus leyes, sus impuestos, sus calendarios– y de la empresa –a través de su publicidad, su espacio público, su identificación–. ¿Vale la pena abrir mi organismo firmemente acorazado por el capitalismo neoliberal al caos narrativo de un libro latinoamericano, africano o surasiático, o bien es mejor dejarme masajear, fortalecerme mediante la gimnasia mental de repetir los relatos consabidos, de saber el final, de adivinar la trama y anticiparse al conductismo de los personajes?

Quizá en este punto de las guerras discursivas en que vivimos sólo me resulte involucrarme de manera visceral con un texto que me incluya, que me prometa algo nuestro y me comprometa con otras voces que no son la mía. Al leer «nuestra literatura» en los libros de «mi gente», el pronombre se me hace más importante que el nombre, luego lo mío y lo nuestro es más importante que la literatura y la gente cuando el relato que nos une a todas las personas es ante todo económico. Así, no vale ya el contenido, sino la posición: da igual dónde y cuándo estamos, sino cómo nos hallamos en medio de una aglomeración física de cuerpos en problemas; en nuestro caso somos el adocenamiento de cuerpos en un espacio que porfiadamente esconde su topónimo, desde que la tierra de muchos, la tierra de nadie –al norte del Wallmapu, al sur del Tawantinsuyu– en el idioma que sea que hablemos pasó a llamarse consecutivamente la tierra de unos elegidos, el Reyno, la Capitanía General, Chile, la República de Chile, Chilito.

Si me es difícil enunciar los límites físicos del sitio donde me relaciono como sujeto, ¿de qué manera entonces señalar que la palabra impresa ahí tiene consecuencias sobre la fluida materia cambiante de mi organismo? Los libros en los escaparates y mesones de las librerías, de las bibliotecas, de los veladores provienen a estas alturas no sólo de Occidente o de El Hombre, sino de esa relación vinculante entre dos instancias dinámicas –aun si son de distinta clase– que recibe el apelativo de transferencia en el ámbito del psicoanálisis: el proceso de dependencia o resistencia, proyección, traspaso y transformación que constituye ese vínculo de plena intensidad comunicativa que se establece entre una persona que lee y esas páginas. Cualquiera sea ese vínculo con lo que hemos querido llamar nuestra literatura latinoamericana –admiración, reserva, ignorancia, rechazo o indiferencia–, quien lee o deja de leer desde esta tierra austral demuestra ante sus libros una pulsión que se encarna en una postura determinada al interior de la muchedumbre. Tal vez sea cierto que la mejor lectura debe ser horizontal y que no hay placer sin liberación –una persona es transida por su novela en la cama–; el descanso que permite tal posición física permite abrirse a una multitud de otras voces distantes que en el texto se funden con la de uno y conseguir, por un instante por lo menos, suspender la certeza inmovilizadora de que más abajo –en los cimientos de ese dormitorio, bajo la arena– palpita la fundacional verticalidad de la jerarquía, la genealogía y la tradición occidental. Es ese el descanso, la movilización y el placer, todo al mismo tiempo como promete la revolución verdadera; es esa la importancia de la colección literaria latinoamericana, un esfuerzo colectivo de siglos que ha tomado forma en iniciativas industriales concretas como la venezolana Biblioteca Ayacucho, la serie Cordillera de Quimantú, la Biblioteca Americana del Fondo de Cultura Económica o los Archivos Allca XX de la Unesco, entre tantas otras. Toda lectoría establece un vínculo carnal con su historia y la historia se encarna en quien moviliza su letra, a pesar de que hasta ahora nuestro vínculo con los libros se mantenga en el ámbito de lo no dicho, de la intimidad, o que en el peor de los casos sea enunciado desde la ansiedad del discurso mediático en forma de listas de venta, premios literarios, festivales y antologías generacionales, también en la crítica de prensa ad homine, ad occidēns, y en el casual comentario sin consecuencia de los foros electrónicos. Hasta ahora. Como cualquier otra relación recíproca, por muy reprimida que ésta sea, la lectura de quienes leen o de quienes no leen la colección literaria latinoamericana tarde o temprano va a salir expuesta a esta conciencia colectiva nuestra que está siendo cambiada por la justicia feminista y proletaria. Quisiera anticiparme, hacer manifiesto un análisis intersubjetivo de textos literarios que incluyera los distintos discursos de esa lectura multitudinaria que está naciendo: ¿cómo renovaremos esa librería, esa biblioteca, ese velador de los últimos hombres occidentales triunfantes que reconozco como mi propia tradición terminal, esos libros cuya hombría en fuga me confunde, esos cuya machitud insistente me avergüenza y esos cuyas masculinidades abiertas –porque aprenden a retirarse a un rol secundario en nuestro relato– parecen siempre estar a punto de escribirse?

Carlos Labbé