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Opinión

«Los versos del olvido»: Una memoria desde ninguna parte

Por: Nicolás Ried | Publicado: 18.06.2018
«Los versos del olvido»: Una memoria desde ninguna parte olvido |
El anciano, interpretado por el renombrado actor de teatro español Juan Margallo, se ve obligado moralmente, como una Antígona moderna, a darle sepultura a este cuerpo de mujer de identidad indefinida, dando curso a una travesía que lo hará enfrentarse a diversos personajes que representan simbólicamente lo terrible de un régimen autoritario.

«Los versos del olvido» (Alireza Khatami, 2018) es un filme que pronto llama la atención por sus características de producción: su director es iraní, su producción es europea y sus locaciones son chilenas. Una producción “cosmopolita”, al reunir diversas nacionalidades, pero también una película con pretensiones de “universalidad”, al tener una explícita intención de abordar un problema con independencia de cuestiones específicas. Así es como el filme relata la historia de un viejo que trabaja de cuidador en una morgue, el cual se ve perturbado una vez que llega un grupo de militares funcionarios de un régimen autoritario a esconder un montón de cuerpos, dejando olvidado el cuerpo de una mujer. El anciano, interpretado por el renombrado actor de teatro español Juan Margallo, se ve obligado moralmente, como una Antígona moderna, a darle sepultura a este cuerpo de mujer de identidad indefinida, dando curso a una travesía que lo hará enfrentarse a diversos personajes que representan simbólicamente lo terrible de un régimen autoritario.

Es complejo enfrentarse a un filme como Los versos del olvido, precisamente por esa característica que debería hacerlo más simple para el espectador, y es lo que su propio autor ha dado en llamar “el lenguaje universal”, lo que se traduce en contar una historia de corte tradicional, bajo el lenguaje simbólico universal de las imágenes. Sin embargo, al intentar mostrar el problema de manera universal, limpio de toda carga nacional, específica y singular, el filme se pierde en un mar dislocado de simbolismos que poco dicen de nuestras prácticas políticas. Lo anterior, desde un punto de vista escéptico, nos lleva a mirar el relato atendiendo a la pregunta que abre de manera precisa la crítica Vanja Munjin en su lectura de «Los versos del olvido»: «¿De qué sirve, al fin y al cabo, indiferenciar contextos, lenguas y tiempos?».

Podríamos sostener que «Los versos del olvido» aspira a realizar un deseo clásico del cine, o más bien del cine que se configura en torno a la idea de descifrar una verdad más allá de todas las verdades: el deseo de producir una obra que no establezca barreras de entrada para su comprensión. Pero ese deseo contiene una trampa, que se basa en dar por asumido de antemano que los símbolos que se usan para explicar un hecho localizado y definido son más comprensibles que el hecho mismo. Puesto de otra forma, «Los versos del olvido» se instala en una tradición del cine que intenta usar el cine como un medio para encriptar con una historia un mensaje mucho más profundo. En esa línea, un relato de carácter “universal” lo que hace es limpiar de toda la grasa a los hechos, que en el caso de Los versos del olvido, consiste en limpiar de todos los detalles específicos a un régimen autoritario y a las prácticas sistemáticas de abusos de los derechos fundamentales, algo que ha pasado en diversas culturas en todo el mundo a lo largo de la historia. Pero, entendiendo eso, ¿no es que las historias situadas son siempre un ejemplo ya lo suficientemente limpio como para producir un impacto en la memoria colectiva de quienes son espectadores de esa historia?

Ese es el dilema al cual debe enfrentarse un cine simbólico y poético, que refiere a todo como si fueran figuras de algo mucho más grande, y es que todo el tiempo contamos y somos espectadores de historias detalladas y definidas que sirven de ejemplo y figura para hablar de asuntos universales: así es como los filmes de Pablo Larraín, situados en el contexto de la dictadura chilena, permiten discutir en torno al problema de la destrucción de lo común y la farsa del “retorno a lo democrático”; también es como el cine de Sebastián Lelio, en la especificidad e intimidad de sus historias, nos permite hablar del existencialismo de una mujer en tránsito a la mayoría de edad («Gloria») o el complejo de la identidad transgénero en una sociedad premoderna culturalmente («Una mujer fantástica»).

Finalmente, esa capacidad de ver los asuntos universales en las cuestiones singulares es lo que permite encontrarle sentido a algo como el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos: es un proyecto latente por parte de la derecha chilena el convertir dicho museo en algo “más universal”, en un lugar de encuentro, distinto un lugar de memoria que específicamente produce y conserva en archivo los detalles de la cruenta dictadura liderada por Pinochet.

Por eso, volviendo a la acertada pregunta que abre la crítica ya mencionada, habría que decir que la virtud de un filme como «Los versos del olvido» radica en instalar una cuestión política de fondo, que la pone en contraste con otras producciones chilenas recientes como son «El pacto de Adriana» (Lissette Orozco, 2017) y «El color del camaleón» (Andrés Lübbert, 2017), las cuales articulan su discurso de memoria política por la vía del relato íntimo, que en su versión más polémica podría traducirse como: ¿puede el cine de la memoria hacerse desde ninguna parte? O, en un sentido más práctico: ¿cómo construir memoria política desde algo que nunca aconteció? Esas cuestiones nos llevan a pensar en cómo puede hacerse de lo cosmopolita algo diferente del colonialismo que absorbe, captura y desvanece las especificidades culturales de toda práctica en común local.

Nicolás Ried