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Opinión

De Rusia con amor: El comienzo de la Revolución

Por: Daniel Noemi | Publicado: 21.06.2018
De Rusia con amor: El comienzo de la Revolución DSCN2125 |
Caminamos por un barrio donde se combinan edificios vanguardistas –de los primeros años de la revolución, antes que Stalin ordenara acabar toda expresión de arte que no se ciñese a los parámetros del realismo socialista— con construcciones más recientes y vestigios de las guerras y el pasado zarista

Iván no es su nombre verdadero. Me cuenta que los años después de la caída de la URSS fueron de una libertad total: “estábamos intoxicados de libertad, no sabíamos qué hacer. Para muchos se trataba solo de dinero, de un capitalismo salvaje, pero hubo otras cosas también. Recuerdo que por primera vez pudimos leer a Bulgakov, comprar El maestro y Margarita. Era una feria clandestina que se instalaba una vez a la semana en el claro de un bosque a las afueras de la ciudad. Era algo secreto, aunque todos sabíamos de su existencia. Ahí intercambiábamos vinilos, música americana, inglesa. Las autoridades sabían, creo. Pero no había autoridad. Al menos no como ahora”. Iván no quiere hablar de los tiempos actuales. Solo me dice dos cosas: Es una ofensa, un delito, criticar a las autoridades y es una ofensa cuestionar los límites geográficos de la nación.

Caminamos por un barrio donde se combinan edificios vanguardistas –de los primeros años de la revolución, antes que Stalin ordenara acabar toda expresión de arte que no se ciñese a los parámetros del realismo socialista— con construcciones más recientes y vestigios de las guerras y el pasado zarista. “Aquí comenzó la masacre del domingo sangriento en 1905. Se podría decir que este es el comienzo de la Revolución”. Los adoquines son rojos, para conmemorar la sangre de los miles de campesinos, niños, mujeres y hombres, que habían marchado para hablar con el Zar para pedir más derechos, que los cuidara mejor. A cambio, el Zar ordenó a la policía y al ejército resolver el problema.

Iván me muestra un colegio construido en 1927. Incluía un pequeño observatorio. Por primera vez miles de niñas y niños, hijos de trabajadores y campesinos, en su mayoría analfabetos, tuvieron acceso a educación. Uno de los usos del observatorio me hizo sonreír: los niños podían volver a sus casas diciendo que habían tenido clases de astronomía y habían comprobado que dios no existe, pues habían mirado arriba de las nubes y no había ningún tipo barbudo, ni ángeles tocando el arpa ni vírgenes de lánguidos rostros. “Imagínate –me dice– los padres no tienen educación formal alguna. Sus hijos son los que les enseñan. Así es como se construye una nueva sociedad. Cambiando la mentalidad, las estructuras, el mismo lenguaje”. El nombre del colegio: “Colegio nombrado para conmemorar los diez años de la gloriosa revolución de 1917” o algo así. Quiero decir ese es el nombre del colegio. Un lenguaje nuevo. Como los tractores que Henry Ford le vendió a Lenin para que desarrollara el campo (en la calle de los tractores, a un par de cuadras, están los primeros edificios para trabajadores. Vanguardistas).

Nos despedimos en una estación de metro construida y adornada con estatuas de mármol para el pueblo: si vas a trabajar en el metro, está muy bien ver que el lugar donde pasas todos los días es hermoso y esa hermosura ha sido pensada para ti.

Es difícil hallar sentido en las radicales contradicciones que emergen. Entre lo que uno ve, lo que uno sabe (los 900 días que Leningrado resistió el asedio nazi durante la segunda guerra; ¿cómo se vive después?). Es difícil no imponer uno sus creencias, su estupidez.

Veo el reloj. México juega en un rato.

¡Viva México, cabrones! Con mi camiseta del Tri me confundo en un grupo que me felicita, felices. Viva Zapata, se chingaron al campeón, viva el subcomandante, viva Amlo… Rusos, colombianos, peruanos, egipcios, todos contentos con la derrota germana. Pero hasta los alemanes que veo parecen andar celebrando. El pueblo en la calle. Aunque tal vez el pueblo —esa entelequia abstracta, redundó una vez una amiga— esté en otra parte, quizá el pueblo ya no está en las calles… Detengo mis ideas reaccionarias y abrazo a un mexicano que no volveré a ver en mi vida. La celebración recuerda una escena de la novela de Bulgakov: osos danzantes, payasos hablando en múltiples lenguas, torrentes de alcohol y un mago que quiere ofrecer la vida eterna (una escena basada en una fiesta que efectivamente sucedió en la residencia del embajador gringo).

La luna nueva aparece sobre el parque de Alejandro (uno, dos o tres, tal vez cuatro no me acuerdo). La Iglesia de la Sangre Derramada (de alguno de los alejandros) reverbera con todos sus excesivos ornamentos —¿no vez que va la luna rodando por la Nevsky? Miro hacia el cielo y pienso en los niños que miraban las nubes buscando a dios sin encontrarlo. Pienso también, en todo el sueño que se intentó construir. La igualdad, la paz en el mundo (mir, en ruso significa paz y mundo). Un sueño tan grande que solo dios podría haberlo hecho real. Quizá ahí estuvo el problema. Las niñas de los años 20 lo aprendieron: no hay ningún viejo barbudo sobre las nubes.

 

Daniel Noemi