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México: ¿Ahora sí?

Por: Alejandro Kirk | Publicado: 30.06.2018
México: ¿Ahora sí? MEXICO 2 |
Algunos reporteros dijeron que llegó al mítico estadio Azteca, en el cierre de campaña del día 27, como una estrella del rock, con lluvia de papelillos y todo. Fue así, pero otros lo vimos más bien bíblico, concentrado y conciente de su papel redentor. Lejos de los papelillos y las luces de colores. Sin aspavientos, pero sin rechazar a nadie: quien quiso abrazarlo, pudo hacerlo; quien quiso una selfie, lo tomó; pero él no repartía por cuenta suya besos o abrazos, ni se dejaba llevar por la euforia reinante.

«Si lo dejan», Andrés Manuel López Obrador (AMLO) será elegido este domingo Presidente de México, en su tercer intento desde 2006. Según las encuestas, llega al comicio 20 puntos adelante de su más cercano competidor -una ventaja de unos 15 millones de votos- pero sus competidores son -literalmente- de armas tomar: detrás de ellos está toda la oligarquía neoliberal beneficiada por el TCLAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte), y la inmensa maquinaria del PRI, el Partido Revolucionario Institucional, y de su alter-ego, el derechista Partido Acción Nacional.

Por eso, el repetido «si lo dejan» no es más que una expresión del más crudo realismo mexicano: sería la cuarta vez que a un candidato progresista le roban la elección presidencial desde 1988, cuando Cuauhtémoc Cárdenas hasta entonces parte del PRI (hijo del legendario presidente nacionalista Lázaro Cárdenas) desafió el mecanismo hereditario según el cual el presidente saliente (Miguel de la Madrid), designaba a su sucesor (Carlos Salinas de Gortari). En esa ocasión, como suele ocurrir en las elecciones estudiantiles, «se cortó la luz» cuando Cárdenas iba ganando y una semana después, cuando regresó, habían triunfado Salinas y el PRI.

El robo descarado sería reconocido mucho después, en televisión, por el mismísimo de la Madrid, y por su ministro del Interior y presidente de la Comisión Electoral, Carlos Bartlett.

Hoy, para el mundialmente reconocido filósofo político y académico argentino-mexicano Enrique Dussel, visto el macizo apoyo popular a López Obrador, y la igualmente maciza impopularidad del Gobierno de Enrique Peña Nieto (PRI), esta vez el fraude equivaldría a un golpe de Estado hecho y derecho. Y si en 2012 (cuando supuestamente ganó Peña Nieto) fue el propio candidato progresista quien pidió a sus seguidores suspender el «plantón» de 48 días en el Zócalo de la ciudad, en demanda de justicia electoral -para evitar una masacre-, ésta vez ha dicho que no será él quien detenga al pueblo.

La carga neoliberal

Ante un foro de derechos humanos celebrado en la pequeña ciudad de Nochixtlan, 400 km al sur de Ciudad de México, el economista Andrés Barreda, presidente de la Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad, hizo un tétrico balance del auge neoliberal iniciado precisamente en aquel atraco electoral de 1988:

– entre 80 y 90 millones de pobres, 50 millones de ellos en pobreza extrema;
– 400 mil personas asesinadas o desaparecidas
– 500 mil feminicidios (el término se acuñó en México);
– 95 por ciento de los ríos contaminados
– uno de los cinco países con mayor destrucción ambiental en el mundo;
– salario real más bajo del planeta
– cambio de la dieta alimenticia y una explosión de enfermedades degenerativas;
– desmantelamiento de los sistemas de salud
– destrucción de la industria mexicana (desaparición de entre 400 a 500 mil pequeñas y medianas empresas);
– tres de cada cuatro empleos informales
– privatización y desnacionalización de puertos, aeropuertos, carreteras, energía, redes hídricas, ductos

Simultáneamente, Barreda destacó algunos paradójicos resultados del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, firmado con Estados Unidos y Canadá en 1994:
– tercer exportador mundial de automóviles;
– tercer exportador mundial de alimentos;
– 80 por ciento de las exportaciones hacia Estados Unidos
– exportador de 20 millones de migrantes hacia Estados Unidos;
– 20 millones de hectáreas entregadas a la explotación minera, principalmente canadiense

Derechos humanos

Desde 2009, el Estado mexicano reconoce la muerte violenta de 200 mil personas y la desaparición forzada de 37 mil. Las organizaciones sociales estiman que estas cifras reflejan crímenes mucho mayores. López Obrador, en el cierre de su campaña electoral, señaló que en México mueren violentamente 89 personas cada día.

No fue casual exponer las cifras del neoliberalismo en Nochitxlan, el 19 de junio: en esa fecha, pero en 2016 se conmemoraba en esa localidad el segundo aniversario de una masacre perpetrada por fuerzas de seguridad locales y federales, que reprimían manifestaciones de los maestros normalistas contra la reforma educativa que intenta eliminar -como hizo en Chile la dictadura- las escuelas normales, y también la carrera docente. Ocho personas cayeron acribilladas en una emboscada de policías y militares, y más de cien fueron heridas. Una marcha de más de diez mil personas recordó el hecho, y repudió la impunidad que protege a los criminales.

La misma impunidad que cobija a los secuestradores de 43 estudiantes normalistas, el 26 de septiembre de 2014, en la ciudad de Iguala, en el estado central de Guerrero. Son los famosos 43 de Ayotzinapa. Los de «vivos se los llevaron, vivos los queremos».

En Ayotzinapa cerca del mediodía, la salida de la autopista que lleva a Chipalcingo, capital del estado de Guerrero, y al decadente pero aun fascinante balneario de Acapulco, estaba parada una camioneta rodeada de personajes sombríos, de aspecto campesino, portando escopetas. Imposible huir de su mirada escudriñadora. Poco después pasaron a toda velocidad. Son los miembros de una especie de milicias comunales, que según algunos trabajan para los narcos, y según otros son una autodefensa campesina. Por las dudas, salimos de allí por una via alternativa: México es el país donde mueren asesinados más periodistas en el planeta.

La bucólica escuela normal rural de Ayotzinapa, edificada en ladrillos rojos en medio de los verdores tropicales, muestra las huellas de una comunidad politizada, de larga tradición combativa. De allí salieron en la noche del 26 de septiembre más de cien estudiantes que -en una tradición que sigue hasta hoy- abordaron sin permiso buses interurbanos para dirigirse a una manifestación al día siguiente. En Iguala fueron interceptados por policías municipales y estadales, y efectivos militares. Se inició una cacería de la que se salvaron decenas en algunas de las pocas casas que abrieron sus portones. Los otros, los 43, desaparecieron. Se dice que el bus portaba una carga secreta de heroína. Se dice que los narcos creyeron que los estudiantes eran miembros de una banda rival. Se dicen muchas cosas, pero los 43 no aparecen, y mucho menos sus victimarios. Un calvario que sigue hasta hoy: muchos de los padres han consagrado sus vidas enteras a buscar a sus hijos, que se iban a graduar este año.

Muchos se han establecido en un campamento en el Paseo de la Reforma, principal avenida de la capital mexicana, en demanda de verdad y justicia. Nadie los reprime, y nadie -del Gobierno- les hace tampoco el menor caso.

En las investigaciones por los 43 se han encontrado fosas comunes de centenares de otras víctimas, de las que nadie parecía saber. Es la caja de Pandora de los derechos humanos en la democracia mexicana.

Alguien recordó que la entonces presidenta de Chile, Michelle Bachelet, realizó una visita oficial a México poco después de lo de Ayotzinapa, en medio de la conmoción mundial. Pero ella, entre los besos y abrazos a Peña Nieto, olvidó preguntar por los jóvenes agredidos y secuestrados por agentes del Estado mexicano. Y menos aun por los otros 37 mil desaparecidos.

Tampoco ella ni su canciller, Heraldo Muñoz, preguntaron por los feminicidios, casi nueve mil entre 2014 y 2017, según el Observatorio Ciudadano del Feminicidio, de los cuales solo una cuarta parte fue calificada como tal por las autoridades policiales.

Nunca, que se sepa, se ha preocupado por estos temas tampoco el Secretario General de la OEA, el uruguayo Luis Almagro, tan ocupado en denunciar a Nicolás Maduro.

En el siglo pasado, el México del PRI fue tierra de generoso asilo a republicanos españoles, revolucionarios cubanos, perseguidos de las dictaduras latinoamericanas. Sus gobiernos proclamaban la no intervención como bandera, y desafiaban a Washington, particularmente con respecto a Cuba. Al mismo tiempo, eran un activo aliado de Estados Unidos.

En Chile la izquierda valora los gestos del presidente Luis Eceheverría (1970-76), que entabló amistad con Salvador Allende, y luego mandó un avión para rescatarlo a él y a Pablo Neruda de los fascistas. Es el mismo Echeverría que como ministro del Interior del presidente Gustavo Díaz Ordaz coordinó la masacre de centenares de estudiantes en la plaza de Tlatelolco, en 1968. El mismo que en conversación privada con el presidente norteamericano Richard Nixon conspiró contra el gobierno de Allende, para impedir que su ejemplo se extendiera por América Latina. Esa es la naturaleza del PRI, un doble discurso que hoy agoniza con Peña Nieto como campeón del intervencionismo.

La guerra contra el narco

Si durante el gobierno de Salinas de Gortari (PRI-1988-1994) había tres carteles de droga, señaló el profesor Barreda, en el gobierno siguiente, de Ernesto Zedillo (PRI), hubo cinco; en el siguiente, del cowboy Vicente Fox (PAN) fueron nueve; en el de Felipe Calderón (PAN) llegaron a nueve, y en el actual (PRI) «decenas».

Las autoridades se han declarado en «guerra» contra el narcotráfico, que domina la lucrativa frontera norte, por donde pasa 80 por ciento del comercio exterior mexicano. Donde están las prospecciones mineras. Donde están los depósitos de petróleo y gas «shale» o de esquisto, que se extraen mediante perforaciones horizontales con uso intensivo del recurso más escaso: el agua. Donde están las fábricas de automóviles y teléfonos celulares.

El periodista de investigación Diego Osorno, como muchos otros, niega que exista tal «guerra». Destaca que las bandas y carteles jamás han tocado las instalaciones industriales de alta tecnología y bajos salarios (maquiladoras), pero sí contribuyen a aterrorizar a la población, desplazar campesinos, y asesinar centenares de migrantes mexicanos y centroamericanos que utilizan los trenes fronterizos de carga.

Lo que hay, dicen las organizaciones sociales, es una guerra de control por el negocio, tanto del narcotráfico como del control territorial de la frontera. Y en esa guerra participan no sólo las bandas paramilitares, sino los grandes empresarios, el Ejército, la Marina y las policías. Lo que hay, dice Osrono por su parte, es la intenciòn de desmembrar la integridad del Estado mexicano: los narcos serían el ISIS mexicano.

Corrupción

Andrés Manuel López Obrador estima que la corrupción es el principal problema de México: que de él derivan la desigualdad, la inseguridad, la violencia, los atropellos a los indígenas. Promete «limpiar el país» en sus seis años de Gobierno mediante una polìtica de inclusión, participación y organizaciòn popular. Con hombres y mujeres «incorruptibles».

Para Enrique Dussel, la corrupción es el efecto de una cultura que se arrastra desde la colonización española, maximizada y perfeccionada por el capitalismo y los gobiernos autoritarios de derecha. Y que ha ensuciado también a los gobiernos progresistas y de izquierda.

La corrupción generalizada a todos los niveles del Estado mexicano es algo que nadie discute. Corrupción de la que participan -y principalmente beneficia a- las ocho familias que controlan la economía del país. A los cerca de 40 mil empresarios que han lucrado con el Tratado de Libre Comercio.

Andrés Barreda, por su parte, sostiene que la corrupción es condición inherente y necesaria de la economía neoliberal, y que de esa economía se derivan todos los grandes problemas de México, incluídos los fraudes electorales.

El poder

Como sea, López Obrador pone en primera línea de fuego su honestidad personal. De la que dan fe numerosas personas, incluídos algunos muy cercanos.

Algunos reporteros dijeron que llegó al mítico estadio Azteca, en el cierre de campaña del día 27, como una estrella del rock, con lluvia de papelillos y todo. Fue asi, pero otros lo vimos más bien bíblico, concentrado y conciente de su papel redentor. Lejos de los papelillos y las luces de colores. Sin aspavientos, pero sin rechazar a nadie: quien quiso abrazarlo, pudo hacerlo; quien quiso un selfie, lo tomó; pero él no repartía por cuenta suya besos o abrazos, ni se dejaba llevar por la euforia reinante.

Llegó al escenario al fin de una larga serie de números musicales: música tradicional mexicana, salsa y rock. Con coristas incluidas, negros fornidos y sin camisa, muchas nalgas y erotismo. Eso ocurrió ocho horas después de que comenzara a aglutinarse la gente a las puertas del Estadio donde en 1986 Maradona le dio una revancha moral al pueblo argentino por la ocupación inglesa de las Islas Malvinas.

Tomó finalmente la palabra y empezó lo que todos esperábamos: algunas clarificaciones. Porque de sus múltiples fracasos, como él mismo lo dijo, aprendió que debe hacer alianzas más allá del pueblo humilde y trabajador, y esas alianzas hoy incluyen a miembros de las mismas mafias que él denuncia y que lo atacaron siempre. Incluso el propio ex presidente Ernesto Zedillo, su ministro de Gobernación (Interior) y otros colaboradores. Grupos evangélicos vinculados al Secretario General del PRI, que apoya a López Obrador, pero es candidato a senador por el PRI.

El propio candidato presidencial viene del PRI, se unió al grupo disidente de Cárdenas, integró el Partido Revolucionario Democrático (hoy aliado a la derecha).

Prometió y predicó lo que un pueblo agotado quiere oir: justicia, paz, igualdad, decencia, dignidad, fraternidad, bondad humana, solidaridad. «No les fallaré», dijo, anunciando la cuarta gran transformaciòn de México, después de la Independencia, con José María Morelos, la Reforma con Benito Juárez, y la Revolución con Francisco Madero, todos hombres de paz, dijo, que dieron tomar las armas. No aparecieron en la lista Francisco Villa ni Emiliano Zapata, los héroes populares de la Revolución.

Ofreció un cambio «que no por pacífico será superficial, incluso radical, porque hay que arrancar de raíz el régimen corrupto». Se metió en un aparente futuro pantano al anunciar el establecimiento de un referendum revocatorio formal al tercer año de mandato porque «el pueblo pone y el pueblo saca».

México, dijo López Obrador, recuperará sus fuerzas productivas y será una gran potencia mundial, porque tiene todo para serlo. Emigrará quien quiera hacerlo, pero nadie se irá por necesidad. El tema de los derechos humanos, los muertos y desparecidos se enfrentará en conjunto con las familias, expertos, organizaciones sociales y las Naciones Unidas.

En Venezuela, Cuba, Nicaragua y Bolivia deben haber suspirado con alivio cuando anunció el retorno de México a su política constitucional de siempre, e interrunpida por Peña Nieto: no intervención en los asuntos internos de otros países, autodeterminación y soberanía de las naciones. En otras palabras, con López Obrador, México no seguirá promoviendo golpes de Estado con el Secretario General de la OEA y los gobiernos del Grupo de Lima.

Para Estados Unidos, en reemplazo del Tratado de Libre Comercio, anunció que negociará un Tratado amplio, «parecido a la Alianza para el Progreso», inventada en los años 60 del siglo pasado para frenar el ejemplo de la Revolución Cubana. Que incluya a a toda América Central, que no se limite al comercio, que impulse una relación igualitaria. Con Estados Unidos se debe llegar a acuerdos, dijo, pero «México nunca será piñata de un Gobierno extranjero».

Y llamó a no confiarse y cuidar los votos, porque el fraude -todos lo saben- ya está en marcha: la duda es cuántos sufragios serán capaces de forzar o robar. Depende de la contundencia de la votación a su favor.

Trump

Con distintos matices y alcances, los analistas de la izquierda mexicana -salvo los Zapatistas, que se marginaron- coinciden en que el gobierno de López Obrador es posible, en gran parte gracias a Donald Trump. Un fenómeno que en el PRI consideran pasajero, pero que poco a poco se va manifestando más como un episodio objetivo de la historia que como una locura temporal.
La guerra económica lanzada por Trump contra China, la Unión Europea, Canadá y México es muestra de que el neoliberalismo se agotó y que el capitalismo deberá reacomodarse. En gran parte porque la salud del planeta no aguanta más y no puede reproducirse. Y en gran parte también porque la propia población está llegando al límite en que su propia reproducción se ve amenazada.

«Gane quien gane, el nuevo Gobierno no puede hacer una política neoliberal», dice Andrés Barreda, porque el neoliberalismo está en su fase terminal. Las anomalías, en este caso, serían Piñera, Macri o Temer, tenaces en la aplicaciòn de un modelo inviable.

López Obrador promete fortalecer el mercado interno y a los emprendedores nacionales. Parar el ataque despiadado al medio ambiente. Acercarse a China, a Europa y Rusia, además de América latina.

De los feminicidios, de los indígenas, de las industrias que Trump quiere sacar de México, de la «guerra al narcotráfico», nada. Tiene a un pueblo esperanzado de su lado. Le creen, lo respetan, gritan «Es un honor estar con Obrador». El abismo y los monstruos esperan a la vuelta de la esquina.

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