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Shoplifters: Lecciones sobre el robo, el amor y el comunismo

Por: Nicolás Ried | Publicado: 27.08.2018
Shoplifters: Lecciones sobre el robo, el amor y el comunismo nico |
La película ganadora de Cannes fue una de las joyas que se pudieron encontrar en el cada vez más importante festival de cine santiaguino SANFIC. El filme nos muestra, al igual que Bresson, una comunidad de gestos que conversan. No nos cuenta en extenso la historia de ese niño que anda con quien parece ser su papá robando, ni las causas por las que una anciana los mantiene como si fuera su abuela, ni por qué una joven que trabaja ofreciendo contacto íntimo no-sexual termina viviendo con esta familia, que es a la vez una banda de rateros.

Todo quien ha robado sabe que la maniobra se juega casi por completo en los gestos. Basta una mirada distractora, un pequeño juego de manos, una pregunta innecesaria, un bostezo o un paso en reversa para convertir ese objeto que nadie posee en un miembro de esa larguísima colección de las cosas que han sido robadas. Y eso es lo que nos enseñó el cineasta francés Robert Bresson con su filme Pickpocket de 1959: un filme sobre robar no se va a tratar sobre la biografía y las necesidad de quien roba, como tampoco nos va a explicar el proceso social que lo llevó a dedicarse al arte de convertir las cosas ajenas en propias, sino que va a mostrar esa comunidad de gestos, de manos que se mueven y de ojos que se miran con sospecha, los cuales confabulan en favor de liberar esas cosas que están solas, por una soledad impuesta por la propiedad privada.

Si Bresson nos muestra en su película que un robo es una danza entre manos y billeteras, es porque lo que le interesa es demostrar que al cine le corresponde mostrar acciones libres, y no dependientes de un final trágico o de una lección moral. El robo como una acción libre, como una acción que cualquiera puede llevar a cabo, como un átomo que cae en el vacío y que -como toda partícula- puede desviarse y producir el encuentro inesperado entre dos desconocidos. Si seguimos a Bresson, la acción de robar -como puede ser la de dar un beso, abrazar, dar la mano o caminar- es una acción que puede formar una comunidad en torno a ella, una comunidad libre donde se encuentren desconocidos, miradas y pequeños juegos de manos.

Eso es lo que hace Hirokazu Koreeda con su más reciente y aclamado filme, Shoplifters. La película ganadora de Cannes fue una de las joyas que se pudieron encontrar en el cada vez más importante festival de cine santiaguino SANFIC. El filme nos muestra, al igual que Bresson, una comunidad de gestos que conversan. No nos cuenta en extenso la historia de ese niño que anda con quien parece ser su papá robando, ni las causas por las que una anciana los mantiene como si fuera su abuela, ni por qué una joven que trabaja ofreciendo contacto íntimo no-sexual termina viviendo con esta familia, que es a la vez una banda de rateros. Koreeda no somete su cámara a la esclavitud de contar una historia, sino que la libera para mostrarnos cómo es que robar además de ser una comunidad de gestos es un juego. Porque todo quien ha robado, también sabe que robar es un juego. Y es por eso que un adulto con un niño pueden estar juntos sin ser padre e hijo, porque jugar es la forma en que el robo se libera de los juicios de la propiedad privada: gracias al juego, robar es una forma de no estar solos.

Shoplifters es una película en que un grupo de desconocidos, abandonados por un sistema social que produce solitarios en masa y reprochados por un sistema de consumo donde comprar es la forma de socializar, se encuentran gracias a este juego de robar. Y “robar” es una palabra inexacta, tal como “secuestrar” no es el nombre correcto para llamar a lo que esta familia de rateros hace con una pequeña niña: solitaria en la noche la banda encuentra a esta niña, llorando y desprotegida; la acogen y la hacen parte de su pequeña comunidad de iguales. La niña, a su vez, feliz se integra en esta no-familia conformada en torno al cariño desinteresado y al arte de hacerse de cosas ajenas. Es así como el niño de la familia enseña sus gestos a la niña y juntos salen a jugar, a robar, a fortalecer sus lazos; lo mismo que hace el padre al enseñarle a robar al niño, o la abuela al entregarles su pensión de vejez sin siquiera ser familiares, o la mujer mayor al inculparse por los “robos” y el “secuestro” de la menor, salvando a todos los demás.

Esta familia, que no es una familia biológica, sino un casual encuentro entre algunos desconocidos que comparten el amor por jugar, es la respuesta más potente en contra del neoliberalismo individualizante que convierte las relaciones con otros en otra fase de la productividad. Eso, que podríamos llamar comunismo, no es más que la demostración de que la política y el amor se encuentran a propósito de cualquier cosa, de cualquier cosa que no tiene porqué convertirse en algo productivo. No es necesario un comunismo militante o de partido para dos desconocidos formen una comunidad, pues solo basta que dos desconocidos se encuentren y colisionen a propósito de cualquier cosa, ya sea jugar, caminar, o simplemente robar. Porque si algo nos entrega el Capitalismo en su versión neoliberal -a todos por igual- es la posibilidad de robar y de encontrarnos con otros.

Nicolás Ried