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Infancia en dictadura: Construyendo la reparación a través de la memoria

Por: El Desconcierto | Publicado: 27.10.2018
Infancia en dictadura: Construyendo la reparación a través de la memoria placa vitalio2 |
Nueve, cinco y tres son las edades que los hijos de Vitalio Mutarello Soza tenían al momento de su desaparición forzada, en septiembre de 1973. No saber dónde está su cuerpo ni por qué lo hicieron no fue impedimento para que su familia se mantuviera firme en la demanda de verdad y en mantener vivo su legado sin importar el paso de los años, hecho que los une actualmente a otros miles de niños y niñas que, a pesar de las diferencias que puedan tener en sus historias personales, sí tienen un elemento en común: haber crecido en un contexto marcado por la violencia de Estado. Estas historias representan esos casos, cuyas vidas tuvieron que rearmarse y que hoy, a través de la cultura, la educación, el arte y el periodismo, se levantan con más fuerza que nunca.

A 160 kilómetros de Antofagasta –la capital de la segunda región– se encuentra Pedro de Valdivia, una oficina salitrera abierta en 1931 y que tres décadas después, en 1965, pasa a manos de la Sociedad Química y Minera de Chile (Soquimich), empleando a más de 10 mil hombres y fortaleciendo la economía y la vida social del pueblo.

Vitalio Orlando Mutarello Soza es uno de esos hombres. A sus 28 años trabaja como obrero para abastecer a su esposa Sonia Aros y a sus tres hijos –Giovanna, Marcelo y Fabiola– de todo lo que puedan necesitar y sus fuertes convicciones políticas lo han convertido en dirigente de la Juventud Socialista y presidente del Sindicato Industrial de SQM por tres años consecutivos.

Se inicia la dictadura cívico-militar chilena y el país se remece: desde las universidades en la capital, pasando por las comunas y localidades rurales, los pueblos indígenas en el extremo sur, hasta la extensa pampa donde Vitalio trabaja diariamente. Se instaura un sistema autoritario y con él, la prohibición de cualquier tipo de organización ciudadana opositora que impida “devolver el orden” a Chile, tarea encomendada a las Fuerzas Armadas por su máximo líder, el comandante en jefe del Ejército, Augusto Pinochet Ugarte.

En el caso de Pedro de Valdivia fue Carabineros la institución encargada de cumplir esa labor, siendo ellos también quienes a partir de ese mismo 11 de septiembre comienzan, a través de insistentes llamados radiales, a exigir de forma inmediata la presencia de Vitalio y otros compañeros en la subcomisaría del pueblo.

La versión oficial dice que Vitalio se presentó voluntariamente el 12 de septiembre de 1973 a eso de las 10.00 horas y, sin dejar de ser cierta esa historia, falta un detalle relatado por su propia familia. Al darse cuenta de la compleja situación que se había desencadenado en el pueblo y que Vitalio –por su participación en un partido de izquierda– era ahora considerado un enemigo, es protegido por sus compañeros, quienes deciden esconderlo en la planta de SQM. Sin embargo, desde el exterior reciben una terrible noticia: Sonia y sus tres hijos son retenidos como rehenes mientras él no aparezca. La identidad de la persona que inventó ese macabro rumor es desconocida hasta hoy, pero lo que sí se conoce es la reacción de Vitalio, quien al enterarse de ese supuesto hecho decide entregarse y proteger a su familia.

Fue así como al día siguiente del golpe de Estado, Vitalio se presenta en la Subcomisaría de Pedro de Valdivia para resolver el mal entendido, desconociendo las intenciones del capitán Gerardo René Maluje Abraham y el suboficial Arturo Contreras Camayo, quienes en 2017 fueron sentenciados por el delito de secuestro agravado de Vitalio, y quienes hasta este momento guardan el secreto de lo que ocurrió con él luego de su detención.

Sonia y Vitalio en su matrimonio

Ese mismo día, mientras Sonia esperaba que su marido volviera también había tres niños ansiando su regreso. Fabiola, la menor de los hermanos, tenía solo tres años cuando Vitalio desapareció, pero a través de las historias que su familia le relata, logra crear imágenes del padre que le quitaron. “Nosotros éramos una familia feliz; mi mamá se dedicaba a sus hijos y mi papá era el que proveía todas las cosas en la casa. Era un hombre afectivo, inteligente y muy querido por su partido, y eso le costó caro”.

Al no saber nada de Vitalio, Sonia se dirigió ese 13 de septiembre a la subcomisaría a pedir información sobre el paradero de su marido. En el lugar, fue atendida por el capitán de Carabineros, Gerardo Maluje, negando haberlo visto el día anterior e incluso, advirtiéndole que en caso de encontrarlo sería asesinado.

Sonia recorrió el pueblo preguntando dónde estaba su marido, sin imaginar lo que vendría días después. “A mi mamá la echaron del pueblo con todos nosotros. Nos tuvimos que venir a Antofagasta, a una casa que mi papá había comprado en la Villa Frei, pero no le hablaban porque todos sabían que era esposa de un dirigente sindical y que estaba desaparecido. Mi mamá vivió mucha soledad”.

“Después tuvo que empezar a trabajar, pelaba pescados y tenía que dejarnos solos en la noche con mi abuela. Al final nos tuvo que internar en un hogar de menores porque había que pagar el dividendo y aún no le otorgaban la muerte presunta a mi papá, así que nos internó para poder trabajar, y el desamparo fue total”, agrega la menor de los tres hermanos.

Luego de presentar una denuncia por presunta desgracia en el Juzgado del Crimen de Pedro de Valdivia el 26 de noviembre de 1973, Sonia debió esperar hasta el 19 de diciembre del ‘74 para recibir una respuesta de las autoridades, quienes a través de una carta firmada por el intendente de la II Región y jefe de la zona en Estado de Sitio, el general de brigada Rolando Garay Cifuentes, reconocían que su esposo se hubiera presentado en la Subcomisaría de Pedro de Valdivia el 12 de septiembre de 1973, sin embargo en ésta sólo se hacía referencia a que Vitalio había quedado con arresto domiciliario y que desde entonces no sabían de él, creyendo que había huido del país. No obstante, reclusos que habían estado con él y que habían quedado en libertad, le relataron tiempo después que lo habían visto por última vez el 13 de septiembre del ’73, en los calabozos de la subcomisaría, herido y subido a una camioneta verde que se dirigía a la pampa.

De vuelta en Antofagasta, la única alternativa era tratar de seguir con sus vidas. Durante años las niñas siguieron en el hogar de menores, lo que las separó de Marcelo, quien se crió solo en un internado. “Fue una infancia muy triste, muy segregada. ‘No te juntes con ella porque su papá es comunista’, le decían los otros padres a mis compañeras. Me faltaban materiales, nadie me prestaba nada. Iba con lo justo. Me aislaban”, relata Fabiola, quien además tiene aún recuerdos vívidos de las burlas de parte de las tías del hogar hacia ella. “Cuando salía Pinochet en la tele decían, ‘mira, tu papá’ y yo era chica, no entendía, así que corría a la tele a ver si era él. En ese entonces tenía 4 o 5 años y a pesar que iba pasando el tiempo y que no sabía hasta ese minuto que era desaparecido, nunca me olvidé que tuve un papá y que no lo vi más”.

Fabiola estuvo en el hogar hasta los 8 años y aunque los años le ayudaron a entender, fue recién en 1990 con el hallazgo de los muertos de Pisagua, cuando comprendió que su propia historia estaba conectada con las de aquellas familias. “Ahí entendí que sí hubo muertos, que sí hubo violaciones a los derechos humanos, que sí hubo torturas. En ese entonces empecé a preguntarme qué había pasado con mi papá”.

Fabiola

“El Estado nos ha abandonado”

Con total claridad de los hechos vividos por Vitalio, Fabiola se unió a su madre y hermanos en la búsqueda de su cuerpo, realizando expediciones en la pampa y contactando a cualquier persona que pudiera tener información acerca de su padre. En 1993 cuando recibieron los negativos de una fotografía tomada dos años atrás.

El 5 de abril de 1991, dos hombres que realizaban exploraciones mineras frente a María Elena encontraron un cadáver. Sin saber qué hacer, llamaron a Carabineros, quienes llegaron al lugar con la jueza Carmen Luz Monroy de la Fuente, el Servicio Médico Legal y dos funcionarios del Museo de María Elena, entre ellos Claudio Castellóm, arqueólogo y experto en patrimonio. “Al llegar al lugar levantaron el cuerpo y la jueza le dijo a Claudio, que era el director del museo, que sacara una foto, se la entregara y no hiciera ningún rastreo más”. Claudio guardó los negativos y al encontrar a Giovanna años después, le entregó esta evidencia. “Cuando revelamos las fotos fue súper impactante; el cuerpo estaba entero y aún le quedaban restos”, recuerda Fabiola.

Su madre y hermana se reunieron con la jueza para averiguar los resultados de los informes del cuerpo que le había entregado Claudio, junto al peritaje realizado en Antofagasta por la médico legista, Jacqueline Blanchard, sin embargo la jueza descartó cualquier similitud con Vitalio. A pesar de eso, tiempo después obtuvieron el informe de la médico legista en el Ministerio del Interior y fue cuando se dieron cuenta que la información no concordaba. “El cadáver no sólo era similar, sino que se ajustaba en la edad del cuerpo, 28 años; data de muerte del año ‘73; caja torácica ancha; estatura; el sexo y los dientes. Todo coincidía”.

¿Qué ocurrió con el cuerpo? En Antofagasta le extrajeron muestras de vísceras y de uno de los dedos para analizar la huella digital, las que fueron enviadas a Santiago. Estando allá dijeron que nunca le habían sacado carnet al fallecido y que las muestras se habían perdido en un incendio. El cuerpo también desapareció. “Lo único que nos quedó fue la foto del cadáver”.

Fabiola recuerda los intentos –nuevamente fallidos– de llegar a la verdad. “Nadie nos responde, nos hacen sentir que sobramos y de cierta forma, el Estado nos ha abandonado”. El ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago, Mario Carroza, hizo sus averiguaciones, lo que implicó constantes viajes de la familia de Santiago a Antofagasta, y viceversa, sin resultados. «El Servicio Médico Legal no se hizo parte, no se hizo una investigación a fondo, a la jueza la mandaron a buscar para dar su testimonio; no le preguntaron lo que mi hermana contó de la similitud con el cuerpo, sólo le preguntaron qué había ocurrido y ella se refirió al hallazgo del cadáver argumentando que ya no recordaba mucho. Esa fue su declaración y no indagaron más allá.  Según ellos, el cuerpo está en el Cementerio de Antofagasta, pero no hay nada concreto”.

¿Dónde estaba? ¿Qué habían hecho con él? ¿Por qué lo hicieron? Esas son quizás las preguntas sin responder más frecuentes que miles de hijos e hijas como Fabiola se hacen 45 años después de iniciada la dictadura. Pero, ¿cómo se rearman las historias de esas personas? Desde el mismo 11 de septiembre los niños y niñas fueron desplazados a un segundo plano. Debieron crecer en muchos casos sin entender realmente lo que sucedía y, en tantos otros, resignarse al nuevo contexto que se les presentaba. Sin embargo pasó el tiempo: crecieron, se desarrollaron y a pesar de las heridas, hallaron la manera de traer al presente lo mejor de su pasado. Ellos y ellas, hoy más que nunca, tienen algo que decir.

Infancia, desde otros ojos

Más de 1300 kilómetros al sur de Antofagasta, en la ciudad de Santiago específicamente, se encuentra Evelyn Gahona Muñoz. Tiene 48 años, un hermano llamado Yuri al que todos conocen como “Yuro”, es profesora general básica y aunque trabaja en Algarrobo, viaja todos los fines de semana a la capital. Evelyn ama bordar y bailar, participa en un colectivo llamado “Cueca Sola” que realiza intervenciones sociales no solo relacionadas con los derechos humanos, sino también con la comunidad LGTB, mujeres víctimas de violencia, pueblo mapuche y más.

Al igual que enseñar, el baile es su terapia, su momento de conexión con Alonso, padre al que perdió a los 7 años, luego que éste fuera secuestrado en la vía pública el 8 de septiembre de 1975, y que junto con su hermano, su abuelo paterno y la Fundación PIDEE (Protección a la Infancia Dañada por los Estados de Emergencia) son una pieza clave de su infancia. “Para mí, el PIDEE fue una instancia donde me juntaba con niños y niñas que tenían la misma realidad mía, por lo tanto podíamos hablar el mismo lenguaje, poder contarle al otro lo que nos estaba pasando sin miedo. Ahí tuvimos momentos de jugar, de reírnos, de sentirnos un poco más libres”.

Evelyn y Yuro ingresaron a la fundación cuando tenían 9 y 10 años respectivamente, participaban en talleres que se realizaban cada sábado y a pesar del difícil momento en que se encontraban, Evelyn es consciente que gracias a ellos, es capaz de enfrentar hoy la pérdida de su padre. “Es complejo volver a levantarse después de un proceso traumático. Aún tengo imágenes de los allanamientos de mi casa, pero en PIDEE tuve psicólogo, médico y educadoras que nos enseñaron a sobrellevar este tema. Si no hubiéramos tenido esa contención, no sé cómo hubiese funcionado”.

Evelyn

Una separación sentimental, unida a lo vivido en la infancia, desencadenaron una fuerte depresión. En ese momento cuestionó las decisiones que Alonso había tomado y que lo llevaron a ser perseguido por las fuerzas represivas. “En algún momento sentí enojo con él, no era capaz de entender por qué no pensó en nosotros, pero a través del baile he ido comprendiendo que con su postura política no sólo pensaba en mi hermano y en mí, sino que también en sus nietos, sus bisnietos y en todas las generaciones que venían por delante. En ese momento empecé a comprender al Alonso, más que como papá, como un ciudadano de un pueblo y de una nación. Ahí empecé a sanarme”, agrega.

Si bien su padre continúa desaparecido y no hay responsables de su secuestro cumpliendo condenas, Evelyn halló también en la Pedagogía una herramienta de trabajo y una actividad que la une a su padre y le recuerda los días en que él enseñaba a los niños y niñas de su barrio. “Desde chica supe que quería enseñar pero cuando me contaron que él también lo hacía, entendí que llevar el servicio social arraigado en la piel es algo que definitivamente está relacionado con el papá”.

Actualmente Evelyn trabaja con niños y jóvenes, apostando a traspasar la historia a las nuevas generaciones mediante la educación, para que nunca más vuelvan a repetirse hechos como los vividos durante 17 años en Chile. “Como profesores no podemos hacernos los tontos con el tema. Por algo somos docentes, es nuestro trabajo que los estudiantes sean más conscientes, reflexivos pero también críticos. Ahora hay muchos jóvenes a los que no les importan estos temas y es justamente lo que yo quiero cambiar”.

Nada dura para siempre, ni siquiera el miedo

No todos los niños y niñas vivieron la pérdida de manera directa como Fabiola o Evelyn, pero muchos de ellos, tales como Sandra Piñeiro Fuenzalida, tuvieron experiencias traumáticos con las que lidiar. Experimentar el cambio de vida y la pobreza es un recuerdo que ahora ella transformó en una habilidad de poder adaptarse a todo.

“¿Cómo llegué al tema de infancia en dictadura? Porque yo también soy una de las dañadas”. Sandra ha dedicado su vida a la educación y la infancia. Es docente de Historia y diseñadora gráfica de profesión. Hace años trabaja en temas de memoria y derechos humanos, y a través de la muestra plástica “Fragmentos de memorias: no estábamos solos” une fotografías de la época con relatos autobiográficos de quienes fueron niños, niñas y adolescentes durante la dictadura, generando espacios que le permitan tanto a ella como a los participantes de su proyecto, reconstruir la historia colectiva mediante los recuerdos individuales.

Detrás de la destacada profesional que es hoy, reconoce la existencia de una niña criada con miedo, llevada por sus propias vivencias a investigar las repercusiones sociales de haber crecido en un contexto represivo. “Con los 40 años del golpe se produce un estallido de recuerdos, momento en el que, en base a mis propias necesidades de memoria, observo el daño generacional provocado por la dictadura, y decido hacer algo”.

En 2013 comenzó a investigar sobre el movimiento estudiantil secundario y su resistencia contra el régimen; un contacto llevó a otro y de pronto había realizado alrededor de 130 entrevistas a personas de Santiago y San Antonio, entre 2014 y 2016. Posteriormente les daba fotografías de la época para que éstos seleccionaran aquellas que mejor representaban sus experiencias. Así fue montando la muestra que durante 2017 recorrió el país y que a través de cubos y cruces, grafican momentos, sensaciones y declaraciones que le han permitido sacar conclusiones claras acerca de las implicancias de crecer bajo un contexto de violencia de Estado. “Quería visualizar cómo se construyó ese sujeto social y político que vive toda su infancia en una época de dictadura y prácticas genocidas sistemáticas, y que modifica toda su formación valórica y ética, volcándola en un marco de violencia”.

La investigación le permitió sacar conclusiones claras planteando, por ejemplo, que existen diferencias generacionales en la forma de llevar la pérdida y en las necesidades de memoria. “Si hablas con una persona que es hija de o es víctima directa, por mucho que tenga reparado el trauma, la huella es imborrable y hay una pena que se vive siempre. Pero al haber una tercera generación que no vivió el impacto, tiene una huella distinta”. Las resignificaciones y por lo tanto, las consecuencias en las acciones, protagonismos sociales y políticos, son distintas, agrega.

También es enfática en otro punto: la importancia de modificar la visión que las políticas de reparación han provocado a nivel generacional. “Al calificar solo a algunas personas como víctimas directas y a otras no, las políticas de reparación reducen la huella de la memoria y la huella traumática –entendida como un alto impacto negativo–, provocando además que la generación de hijos, o la segunda generación, viva en el dolor y no en la reparación. Por el contrario, el sistema de relaciones reconoce a las víctimas directas pero también entiende que todos somos afectados”.

Para Sandra es fundamental trabajar abiertamente, creando plataformas que promuevan la reflexión y la memoria. “Yo soy de la misma generación, soy parte de ese grupo. Entonces la pregunta es, a pesar de lo que ocurrió, ¿qué podemos hacer hoy? ¿Qué aprendimos de todo eso? Es importante hablar sobre lo que nos pasó, lo que nos pasa y en conclusión, qué es lo que vamos a hacer. Hablar es terapéutico, nos vincula social y políticamente. Hablar es un acto reparatorio, tanto para quienes lo vivieron, como para uno que genera la instancia”.

Sandra

Verdad, vocación y compromiso social

Tal como Sandra menciona, es común escuchar que con los 40 años del golpe se dio inicio a un proceso de “destape” social, generado a partir del deseo de las mismas personas por hablar abiertamente de sus vivencias y a ubicar en la palestra los terribles hechos acontecidos años atrás.

En medio de ese proceso de cambio se encontraba Gabriela García Bustos, periodista que para ese entonces trabajaba en la revista Paula, buscando la temática de su reportaje con el que dicho medio conmemoraría los 40 años del régimen.

Nacida el año ’82, y con más de una década ejerciendo en el periodismo, Gabriela decidió profundizar en las marcas invisibles de la dictadura, siendo en ese contexto en el que se encontró con una arista poco tocada al respecto: la infancia.

Su conexión con el tema es innegable, al ser su propio abuelo víctima de torturas en los dos centros de detención en los que estuvo retenido. Pese a eso, Gabriela reconoce que el énfasis es distinto. “Aunque mi abuelo no se refería en detalle a lo que le había ocurrido, me crié escuchando sobre la importancia de mantener vivas memorias y acontecimientos que, a mi parecer, siguen vigentes hasta el día de hoy”, relata.

Habiendo decidido el tema, se unió a ella como co-autora, la también periodista, Alejandra Carmona, comenzando una investigación acuciosa que comenzó con los informes de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (Valech) y la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (Rettig), en los que hallaron nombres y RUT de algunos niños que habían sido torturados. “El desafío fue poder encarnar esos RUT, darles corazón, alma y cuerpo y saber quiénes estaban detrás de esos números y qué había sido de ellos 40 años después”, agrega Gabriela.

Luego decidieron contactar a la agrupación Ex Menores Víctimas de Prisión Política y Tortura de Valparaíso y visitarlos para plantearles la idea. Para su sorpresa, lo que esperaban sería una reunión con unos pocos, era en realidad un encuentro con decenas de niños y niñas, convertidos hoy en adultos. “Fue muy sorprendente porque entendimos que era una señal que indicaba las ganas de hablar, así como la posibilidad de escuchar a estas personas y dimensionar la importancia del tema con el que nos estábamos involucrando”.

Después de aquel primer encuentro, les siguieron varios otros donde las periodistas fueron conociendo en detalle las historias y determinando qué harían con cada una de ellas. Lo primero fue optar por las historias de los más pequeños para ese entonces, de esa manera no habría argumentos posibles para justificar lo ocurrido a las víctimas y en segundo lugar, enfocar los relatos desde el presente, demostrando con ello que “los efectos de la dictadura en la niñez no son una cosa del pasado, sino que tienen consecuencias en el presente, y no solo en las víctimas de los atentados a los derechos humanos sino que también en quienes los siguen: sus hijos y nietos”.

Finalmente se publicó el reportaje en profundidad “A 40 años del Golpe: Los Niños violentados”, que junto con causar gran impacto a nivel país, le valió a la revista Paula una nominación al Premio Gabriel García Márquez, otorgado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano.

El exitoso recibimiento de la gente le permitió experimentar una vez más la gratificación de trabajar plenamente convencida de sus ideales y de los aportes que su carrera le permite hacer a la sociedad, pero que también le permite ser crítica al respecto. “Se presentaron querellas a propósito de ese reportaje, se produjeron encuentros entre familiares y conversaciones dentro de esos núcleos que no se habían generado en 40 años. Entonces sí, creo que este trabajo produjo cosas que fueron importantes de plantear, pero también creo que este reportaje es un granito de arena para contribuir con esa conversación que aún está pendiente, que es mucho más profunda y que nos involucra a todos como sociedad”, agrega Gabriela.

Gabriela

Tercera generación: resignificando la pérdida

En el momento que las Fuerzas Armadas de nuestro país decidieron utilizar la violencia y la persecución como medida de orden, jamás imaginaron la profundidad del daño que provocarían en los niños y niñas que presenciaron escenas como esas. Sin embargo,  tampoco tuvieron en cuenta que décadas después, esos niños estarían listos para sacar la voz por sus padres, hermanos e incluso, para sanar sus propias heridas. Tal como Fabiola, Evelyn, Sandra y Gabriela, Gianinna Tello Mutarello –nieta de Vitalio– es como tantos otros nietos y nietas de la dictadura, la prueba viviente del infructuoso intento de acallar ideales con abusos.

A pesar de haber nacido el ’84, Gianinna –hija de Giovanna y la mayor de los nietos de Vitalio– creció con recuerdos totalmente diferentes a los de su madre y su tía: las manifestaciones a favor del “No”, el arcoíris, las pancartas y los colores que lentamente volvían a resurgir en Chile.

Ya habían pasado muchos años de dolor, por lo que su familia prefirió no contarle la historia de Vitalio y sólo con el tiempo pudo comprender que las idas a la pampa que su madre y tíos realizaban conformaban un elemento crucial de una época de sus vidas.

Cuando llegó la hora de estudiar una carrera, Gianinna decidió formarse como ingeniera comercial, pero con el tiempo comenzó a percibir en ella, habilidades que más tarde reconocería en su abuelo, desempeñándose como facilitadora del desarrollo personal  y terapeuta gestáltica, dando vida de esta manera al proyecto “En mis zapatos”, que a través de la cultura y las artes, le ha permitido hallar una manera de contribuir con la educación y a su vez, homenajear a Vitalio y todas aquellas personas que se vieron afectadas directamente por la dictadura.

Quedarse en la tristeza no era una alternativa, por lo que en una fusión de disciplinas y aptitudes, decidió crear en 2016 el proyecto “En mis zapatos”, dando vida a dos capítulos más de esta idea. “Caldera en mis zapatos” fue la primera fase, un documental que destacaba lugares turísticos de dicha ciudad y que debido al buen trabajo realizado dio origen a  “Antofa en mis zapatos”, el que en 2017 finalmente se transformó en “Antofa en mis zapatos. La ruta de la Memoria”.

La última parte de este proyecto es la reformulación de la idea inicial, unificando temas de memoria, arte y cultura, teniendo una herramienta que le permita traspasar la historia a las nuevas generaciones. “La idea es contar el paso de la Caravana de la Muerte por la Región de Antofagasta; considerando las ciudades de Calama, Tocopilla y la capital regional, además de incorporar centros de detención, tales como los ubicados en Pedro de Valdivia, María Elena y Chacabuco”, explica Gianinna.

Desde que surgió en 2017, La Ruta de la Memoria ha obtenido importantes avances, como la postulación del proyecto al Fondo Nacional para el Desarrollo Cultural y las Artes, FONDART, y la unión de contenidos de dicho proyecto a las asignaturas de Historia y Formación Ciudadana de algunos establecimientos de Antofagasta. Logros que se deben tanto al esfuerzo de Gianinna como al del equipo que la respalda, compuesto por el actor Johan Lobos Mutarello –primo de Gianinna e hijo de Fabiola–, un grupo de audiovisualistas y ex presos políticos que con esta experiencia pasan de ser “víctimas” a “portadores de historia”, enseñando a los estudiantes lo ocurrido en la región, así como sus propias vivencias de aquellos años.

De esta forma Gianinna ha podido conocer su propia historia, entendiendo tantas cosas que alguna vez se preguntó. “Al no conocerlo ni recibir información tan directa de él, tuve que ir imaginando y deduciendo cuáles eran sus cualidades, pero hace un tiempo me di cuenta que él tenía algo que lo hacía distinto, que poseía un liderazgo diferente y ahí comprendí que podían haber matado el cuerpo pero no su nombre, porque él tenía mucha raíz”. Esto le permitió sacar una conclusión que es la que la motiva a seguir. “A pesar de todo, su imagen más que muerte, trae vida”.

Aunque La Ruta de la Memoria la mantiene ocupada, siempre tiene tiempo para dos cosas fundamentales en su vida: la guitarra y su familia, siendo estos últimos con quienes se une en la participación de agrupaciones relacionadas a los derechos humanos, haciendo resurgir el nombre de Vitalio en un nuevo contexto de amor y resiliencia.

Fabiola, su tía, es otra de las integrantes del grupo familiar que, acompañada siempre de sus hijos, ha podido darle un nuevo significado a lo ocurrido años atrás. “Es cierto, nos pasó; perdimos a mi papá, pero nos volvimos a parar”.

A pesar de haber experimentado la pérdida de su hermano y su madre, años atrás, Fabiola se siente más determinada que nunca a no dejar que el sufrimiento vuelva a ser un protagonista de sus recuerdos. Ahora lleva a tres personas a quienes honrar y que la incentivan a no bajar los brazos y ver, desde la esperanza, la forma de seguir trabajando para que sus experiencias de vida no se pierdan.

Finalmente, ¿qué queda? El 11 de septiembre recién pasado se cumplió un año más del golpe de Estado y con él, recordamos que la historia sangra, duele, pero también sana. La historia sigue, no se acaba y por el contrario, se reconstruye incansablemente. Cada vez que Sandra lleva su arte al país y el mundo, cada vez que Evelyn se para frente a sus estudiantes y educa, cada vez que Gabriela busca en un nuevo tema de reporteo una forma de contribuir con la verdad o cada  vez que Gianinna junto a su tía Fabiola narran la historia de Vitalio, de sus compañeros y de cómo entregó su vida por los suyos. Con ellas y tantas otras y otros la historia sigue sin parar. Y es que al final la historia la construimos todos, los que partieron, los que quedamos y los que vienen.

La historia se transmite. La historia es infinita. La historia continúa.

Gianinna

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