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Morir de cáncer haciendo bingos y seguir viviendo en una tómbola

Por: Richard Sandoval | Publicado: 24.12.2018
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La de este 2018 es la primera navidad que la familia de Isaac pasa sin él, pero en el fondo saben que no se ha ido del todo. Están sus fotos, está su energía, está su alegría. Están los parlantes que compraron para hacer las actividades, está el escenario que construyó su papá para hacer los bingos. Está su rostro, su nombre, en las voces de las nuevas madres, padres y hermanos que lo mencionan cuando agradecen el apoyo de la organización que hoy lleva su apellido y que presta ayuda desde el cielo y desde la Angela Davis a los nuevos enfermos de cáncer que el sistema público no alcanza a curar, que los pobres sin ayuda de otros pobres no pueden curar.

Isaac Tapia hoy es el nombre de un centro cultural y deportivo, en la población Angela Davis, en Recoleta, pero también es el nombre de un chico que nació hace dos décadas con atrofia espinal, con sólo el cuarenta por ciento de la totalidad de su fuerza desde la cintura hacia abajo. Isaac Tapia es el nombre de un chico que siempre supo ser feliz así, caminando de puntitas. A veces se caía, pero se ponía de pie y volvía a caminar. Así jugaba en el barrio. Así hizo amigos en el colegio. Así quiso a sus padres, a su hermana, a los mismos que la mañana de un 15 de abril de este 2018 lo vieron morir. Sus amigos, su padre Mauricio, su madre Fabiola, su hermana Sigrid, los que lo enterraron con un avioncito de papel tatuado en sus pieles, el mismo avioncito que otros cuarenta amigos y familiares de igual forma se tatuaron, para recordarlo, para animarlo a volar pese al dolor, para graficar la magia que quizás experimentaba Isaac al fumar marihuana en su lecho de enfermo, para agradecer a la hierba por aplacar los dolores que ninguna droga de laboratorio pudo enfrentar con la fuerza de la cannabis.

Isaac Tapia es el nombre de un centro cultural y deportivo que hoy -en nombre de un adolescente para cuyo tratamiento la familia tuvo que hacer bingos, rifas, almuerzos, fiestas, tatuatones y las más inimaginables iniciativas de autogestión- cuenta con un escenario móvil construido por su propio padre, carpintero de oficio, que no ha dejado de salir. El escenario lo piden todos los fines de semana. En octubre, por ejemplo, no hubo viernes ni sábado en que el escenario no fuera a servir para que algún animador se parara encima y leyera los números que completaría un nuevo cartón de bingo. Mauricio dice que el escenario sólo lo prestan para actividades de beneficencia que vayan a cubrir la necesidad de algún vecino enfermo, necesidad que experimentaron en carne propia desde agosto de 2016, cuando Isaac ya no se pudo poner de pie, cuando no bastaron las puntas de sus pies para levantarse y caminar, cuando el dolor fue tan grande que tuvo que acudir a la realización de múltiples exámenes que, al contrario de lo que pensaba, le confirmarían que sus dolores nada tenían que ver con su atrofia espinal, sino con un cáncer de huesos que ya estaba preparado para atacarlo, a él, a su padre, madre, a todos los que se ven afectados cuando un familiar escucha esa palabra en el living de una casa: cáncer.

Cuando aún no sospechaban del cáncer, Isaac –estudiante de tercero medio de una escuela pública- quedó internado en el Pedro Aguirre Cerda, el instituto público de rehabilitación en el que siempre se atendió. Estuvo un mes ahí y nadie sabía a qué se debía su dolor. La neuróloga pensaba que tenía una hernia. Lo llenaron de radiografías, lo revisaron muscularmente y todo salía bien. Entonces, si estaba bien la atrofia, debía ser otra cosa, algo desconocido, algo nuevo, algo mayor, algo que todo llenaba de insospechado temor. En el horizonte, un scanner. El sistema público le ofrecía dos meses de espera, pero en eso Isaac se podía morir, de dolor, de lo que fuera que estuviera causando el dolor, se podía morir. Entonces, Isaac se fue a la Clínica Las Condes. El escáner de emergencia, con cerca de cien mil pesos en las manos, en salas confortables, con atención rápida y amena, entregó una imagen y otra palabra con que Isaac se tendría que acostumbra a vivir, a dormir, a comer, a soñar y a morir: tumor. Isaac tenía un tumor. Isaac tenía un osteosarcoma.

El paso siguiente fue ampararse al Auge y acudir al Traumatológico. Entregarse al sistema público y a su amenazante espera. La biopsia indicaría los pasos a seguir, el nivel de maldad del tumor y el camino a una operación. Dos veces Isaac se preparó mentalmente para la biopsia y dos veces se la suspendieron. Que no había espacio. Que se cortó la luz. La tercera recién fue la vencida, una experiencia traumática que le quebró más la cadera dañada y que abrió los plazos de una nueva espera, de una nueva angustia: la espera de la entrega de los resultados, mientras sin internarse, ni menos operarse, el cáncer avanzaba, dañándolo, causándole dolor, destruyéndolo por dentro. Fabiola recuerda que “con la biopsia le fracturaron más la cadera y los único que hicieron fue darle diclofenaco y lo mandaron para la casa”. Isaac podía morir en la espera, todos eran conscientes de ello, y ante el dolor desesperante del joven otra vez tuvieron que acudir a lo que ya los había salvado de la primera espera: el sistema privado, ese que no pueden pagar, ese que la mayoría de este país no puede pagar en circunstancias como estas.

“En el Pedro Aguirre Cerda lo dieron de alta, porque ellos no tratan el cáncer, y en el Traumatológico no nos daban ninguna certeza. No te dan explicaciones de nada. Te dicen que tienes que esperar hasta la fecha de entrega del examen, aunque uno ya sabe que el resultado de la biopsia ya está” reclama Fabiola. Así llegaron a ser tratados a la Universidad Católica, donde el oncólogo pediátrico que los recibió fue claro como el agua: o lo empezamos a tratar mañana o seguimos esperando al traumatológico mientras el niño se nos puede morir. Lo internamos mañana, les dijo, antes de dar una cifra, un presupuesto, un monto que incluía todo el tratamiento, un número que espanta, pero que cuando tienes a tu hijo al borde de la muerte da lo mismo, tú dices que sí. 85 millones de pesos, les dijo, tú toma la decisión, y Fabiola respondió que sí. Ni aunque vendiéramos la casa nos alcanzaba, pero igual dije que sí, recuerda Fabiola, a meses de haber enterrado a su hijo, a meses de haber vendido el auto familiar, a meses de iniciar un proceso de realización de tantas actividades para juntar plata que terminaron convirtiéndose, siente, en la mejor productora de eventos.

Mientras Isaac luchaba contra siete quimioterapias, contra reacciones de tremendo dolor y vulnerabilidad física, emocional, Fabiola, Sigrid y compañía se debían acostumbrar a vender papas fritas y completos todos los viernes, a preparar los almuerzos populares de los domingos, a proyectar películas para niños, a comprender de fútbol para organizar campeonatos, a bajar música para las fiestas de los ’80 y de los ’90; a aprender a decorar fondas para el 18, y a pedir regalos a la Municipalidad y a los concejales de la comuna para preparar los bingos, los seis bingos que hicieron en todo ese período, con los que llegaron a juntar de a dos millones de pesos por cada uno. Había que conseguir doscientos cartones para poder hacer el show y todo llegaba por colaboraciones, la tómbola la pasaba el club deportivo de la población y los cantantes y bailarines venían gratis.

Sigrid siente que este pasaje, el José Santos Ossa, se transformó en la fiesta de todos los fines de semana en el barrio, y valora que nunca reclamaron los vecinos. Al contrario, eran el alma de la fiesta y la recaudación. “Comprábamos el trago y mucho era adquirido por concesión”, recuerda. Fabiola dice que “íbamos a todas las picadas existentes. A todos los chelazos del Unimarc y del Santa Isabel. Con los concejales ya perdimos la vergüenza. Sabíamos quienes ayudaban, los llamábamos, les decíamos que íbamos a hacer un bingo y les preguntábamos en qué podían ayudar. Nunca vendimos entradas. La clave era la difusión y ofrecer un buen show. Pero al final la gente es la que más nos apoyó. La gente común y corriente, la gente que menos tiene”.

No se pudo seguir

La familia de Isaac no le quedó debiendo un peso a nadie. Las actividades, para las que trabajaron de manera incansable, desbordada, permitieron cubrir los 64 millones de pesos que finalmente comprendió el tratamiento hasta después de la esperanzadora operación, esa que creó la concreta ilusión de una superación de la enfermedad, según el médico. Pero luego de la intervención simplemente ya no se pudo continuar en la Católica. “Nos cambiamos, a través de la cobertura del Auge, al Instituto del cáncer. No nos quedaba un solo peso para seguir en el sistema privado. Estábamos al borde del colapso. La atención era muy buena, todo era perfecto, pero al ser un servicio privado, en el que había que pagar mucho siempre, no nos pudimos quedar”, reconoce la madre.

En efecto, Fabiola firmó una cuponera para pagar veinte letras por 337 mil 600 pesos, y con el paso del tiempo la energía se había acabado. “Cada vez que entras a una quimio, o a una operación o examen debes firmar un compromiso de pago. Es bien traumante, pero después la costumbre hace que llegues y firmas nomás”, dice Fabiola.

En el cambio al sistema público, otra vez marcado por la eterna espera, Fabiola siente que se selló de alguna forma la suerte de Isaac. “Después de la operación debía tener al instante nuevas quimios, para impedir una ramificación, pero con las tardanzas en los trámites de ingreso, al no haber camas, se dio una espera desde el 5 de diciembre al 23 de marzo. En la tardanza, la cepa del cáncer se empezó a subir al sacro. Con la tardanza se le dio ese espacio al cáncer. En la Católica, donde le habían sacado la cadera interna, no podían creer que no le hicieron las quimios a tiempo. Y empezó de nuevo el dolor. Isaac ya tenía la pierna como desprendida del cuerpo. En el sistema público no tenían resonancia magnética, no había hora, y tuvimos que ir, otra vez, de urgencia, al privado, donde el examen salió seiscientas lucas, por la anestesia y la sala especial que se usó por su condición física. Ya el cáncer, que habíamos detenido en la clínica, había subido. No quisimos ir más al hospital”, lamenta Fabiola.

Seguir viviendo

Cuando Isaac recibió el resultado del examen que aseguró su destino, uno irremediable, uno que lo llevaría la muerte. Quiso cumplir todos sus sueños, quiso hacer cosas que nunca se había atrevido hacer, y su familia puso todo el corazón, el tiempo, la paciencia y el amor para ayudarlo a ser feliz, fuera por el tiempo que fuera, pero que supiera que lo que venía lo haría feliz. En el período del tratamiento, su alimentación fue muy cuidada, vegana. Buscaban en todas partes qué alimentos hacían bien y cuáles hacían mal cuando se tenía cáncer. Había que cuidar desde todos los ámbitos sus células, para espantar la reaparición del cáncer. Pero cuando las células ya perdieron la batalla, Isaac comenzó a comer de todo. Sólo quedaba gozar, y hasta bailar. Estaba resignado, consciente, y se le dio la mejor calidad de vida. Fumaba harta marihuana con sus amigos, plantó hartas plantas, y junto con su familia iban a comprar semillas. Los amigos lo llevaban a todas las marchas por la legalización de la cannabis. Lo llevaban al hombro a veces. Fue a una discoteque, al cajón del Maipo a comer empandas y a la playa. Todos sabían, en esos viajes, que en el fondo esos momentos son los que iban a atesorar durante todo el resto de sus existencias como la felicidad. Isaac murió a las nueve de la mañana de un domingo. Comenzó a agonizar a las seis. Lo último que pidió fue que le armaran una bolsa de marihuana para aspirar mediante el método el volcano. Aspiraba, pero ya no sentía el cuerpo. Se empezó a quedar dormido y ya hablaba incoherencias. Fabiola, su madre, que se había armado una cama junto a la suya, que debió aprender a inyectar medicamentos que si se usan mal pueden matar, estuvo esa mañana ahí. Se alcanzó a despedir. Todos se alcanzaron a despedir. Todos los que hoy lo llevan tatuado en forma de avión de papel. Todos los que rieron en un bingo, bailaron en una fiesta, o se comieron un completo por él.

La de este 2018 es la primera navidad que la familia de Isaac pasa sin él, pero en el fondo saben que no se ha ido del todo. Están sus fotos, está su energía, está su alegría. Están los parlantes que compraron para hacer las actividades, está el escenario que construyó su papá para hacer los bingos. Está su rostro, su nombre, en las voces de las nuevas madres, padres y hermanos que lo mencionan cuando agradecen el apoyo de la organización que hoy lleva su apellido y que presta ayuda desde el cielo y desde la Angela Davis a los nuevos enfermos de cáncer que el sistema público no alcanza a curar, que los pobres sin ayuda de otros pobres no pueden curar.

“Vimos las dos caras de la moneda: por un lado, cuando nos metimos al sistema privado tú tienes la atención al instante, toda la medicación, todo lo que necesites; y cuando te vas al público dependes de lo que tengan y en las condiciones en que te los puedan dar. Ahí tú no puedes exigir, tú te entregas y aunque vayas a reclamar, a preguntar, a insistir, ellos no tienen nada que hacer. Tener plata en este país para tener buena salud es primordial, absolutamente primordial. Y si no tienes plata, te mueres, así de simple”, reflexiona, con calma, Fabiola, una mujer que ha sacado adelante a su familia trabajando como asesora del hogar. Una mujer que fue testigo de cómo en el sistema público “las drogas en los procesos de quimio son malas, la medicación es mala, básica, y la manipulación no es minuciosa. La droga llegaba a las 8 de la mañana y se la ponían a las 5. No tenían alternativas a la morfina, de la que Isaac era alérgico. Muchos auxiliares te tratan mal”.

“Si no haces bingos, fiestas y lo que sea, no vas a lograr ir a pagar ningún examen, no vas a lograr que tu hijo sea bien atendido, en un sistema privado, y a tiempo. Termina siendo súper dramático depender de los bingos, pero también termina llenándote de energía, porque tú ves que los mismos pares tuyos, los vecinos, son los que te ayudan. Los 64 millones de pesos que logramos fue gracias a esta misma población. No vino ningún rico de Vitacura o La Dehesa a decir mira aquí lo tenís, que demás que lo pueden tener y que se lo gastan en unas vacaciones de un fin de semana, ninguno. Y la gente de aquí llegó con sus alcancías. Gente que estaba juntando sus monedas de diez, de quinientos, a regalártela. Es decir, la misma pobreza que hay entre nosotros mismos es la que te da el apoyo, es la que sabe cómo estás, la que entiende cómo te sientes y te apaña. Si no hubiera sido por toda esta población y la gente de Recoleta, no alcanzamos a juntar ni la octava parte de lo que juntamos”, dice Fabiola hoy, con su hijo tratando de ser eterno al viajar por su piel tatuada.

 

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