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Opinión

Operación retorno

Por: Rafael Berríos | Publicado: 28.12.2018
Operación retorno a_uno_1007863-e1541608480602-750×400 | Hans Scott | Agencia UNO
Con estas dos primeras oleadas de deportaciones quedó de manifiesto una verdad que más de alguno sospechaba: la excelente, pero exigua producción local. ¿Qué se hizo para superar este problema? Se agruparon en el centro todos los ejemplares puramente chilenos.

Y un día, después de semanas de discusiones, reuniones de última hora, álgidas disputas, conatos de pugilismo y graves agresiones verbales que salpicaron saña y saliva por igual, se decidió cerrar las fronteras y expulsar los libros extranjeros. El argumento que más se repitió fue que estos últimos le robaban lectores a los libros chilenos.

Lo primero que se hizo fue comenzar el saneamiento de las estanterías. Se inició por los ejemplares recientes, los que habían llegado a las librerías hace poco y de los que no se tenía certeza qué vendrían a hacer en este lado del mundo: podrían ser demasiado buenos e interesantes, ser un aporte muy grande y opacar así a los libros más recientes escritos en el territorio. O, por el contrario, podían ser malísimos, una ofensa a los lectores, un gastadero de plata innecesario que solo provocarían la merma de los recursos para destinar a libros autóctonos.

Así que se vaciaron las estanterías de novedades y se rastreó todo aquello que se escabulló en las restantes estanterías y que podía llegar a las manos y los ojos ávidos e inconscientes de los lectores. Los libros fueron llevados a bodegas húmedas y oscuras donde estuvieron hasta que comenzó la deportación.

No se le llamó deportación, por supuesto, sino que “operación retorno”. Esta operación obligó a invertir el proceso de distribución de libros. A raíz de años de realizar el proceso en una misma dirección, muchos de los ejemplares devueltos o retornados se perdieron en el camino o fueron a parar a lugares de los que ya no podrían volver a salir.

Luego de este puntapié inicial (nunca estuvo mejor utilizada la frase “puntapié inicial”), se continuó con la limpieza de lo que algunos llamaron entrecomillando con sus dedos “colección permanente”. Esta “colección permanente” estaba constituida por libros que llevaban mucho tiempo en el territorio, y no solo en el territorio, sino que en el inconsciente y consciente de los lectores, y no solo de los lectores, sino que de la cultura occidental, y no solo occidental, sino que del mundo entero. Libros que un buen día, por su calidad dirán algunos, por su oportunismo otros, traspasaron las fronteras de su patria y comenzaron a instalarse en otros territorios y consciencias.

Con claras muestras de pesar comenzaron a ser retirados de las estanterías. Algunos afirmaron que lo que se estaba haciendo era un error, un crimen dijeron, una violación de los derechos lectores. Incluso hubo varios que se ofrecieron para llevarse los ejemplares denostados a sus casas y se los permitieron, claro, con el compromiso de no reproducirlos de ninguna manera, ni venderlos o hablar de ellos en público.

Con estas dos primeras oleadas de deportaciones de libros quedó de manifiesto una verdad que más de alguno sospechaba: la excelente, pero exigua producción de libros locales. ¿Qué se hizo para superar este problema? Se cubrieron las estanterías con mantos negros y se agrupó en el centro de las bibliotecas y librerías todos los ejemplares puramente chilenos.

Hubo varios libreros y bibliotecarios que comentaron la posibilidad de hacer una única y gran librería, un solo edificio en el cual exhibir y enaltecer, por supuesto, la producción nacional, pero justo cuando estaban a punto de llegar a un acuerdo en esta materia se produjo el típico problema: surgió una voz disonante.

A ver, a ver, a ver, repitió uno que se dio cuenta que dentro de los ejemplares puramente chilenos había unos más chilenos que otros. Es fácil, afirmó cuando hizo la primera llamada y escribió el primer correo presentando los criterios y las directrices para continuar con el saneamiento: al primer atisbo de apellido extranjero, descartado. Si hay dudas es posible rastrear su árbol genealógico, si así y todo persiste la duda, pregúntense: ¿vende?, ¿es de calidad?, ¿podría eventualmente, quitarle lectores a los libros firmados con nombre chilenos –chilenos?

A ver, a ver, a ver, repitió otro justo cuando estaba revisando los nombres chilenos con resabios extranjeros en su catálogo. Pero lo apellidos españoles también son extranjeros, dijo, y ahí sí que se produjo un debate enorme y se levantó una polvareda que tuvo en penumbras el territorio varias semanas.

Algo anda mal, decían muchos, o pensaban más bien, porque decirlo no estaba bien visto, porque el que lo decía se arriesgaba al insulto gratuito y la ofensa injustificada. Así que esas dudas fueron reprimidas y silenciadas y una vez que se disipó la nube de polvo provocada por el debate se procedió a retirar los libros que estuvieran firmados con uno o dos apellidos de origen español y a devolverlos a la zona de España de la que eran originarios según los registros de la heráldica.

En cada biblioteca solo quedó una estantería, una mesa para ser más exactos, con los excelentes pero todavía más escasos libros firmados con apellidos provenientes de los pueblos originarios.

A ver, a ver, a ver, afirmó un último y reflexivo librero que no dudó en cuestionar esta última decisión afirmando que los libros seleccionados podían estar firmados con todos los apellidos de pueblos originarios que ellos quisieran, pero estaban escritos en español, una lengua, a pesar de los siglos que está entre nosotros, extranjera.

No hubo debate esta vez, sino que un silencio profundo que lo cubrió todo.

La prueba del error estaba ahí frente a los ojos de todos, lectores, bibliotecarios, libreros, transeúntes, todos, pero no la vieron, o si la vieron optaron por callarse, o los callaron.

Un par propuso que la solución era recuperar la lengua y la literatura de los pueblos originarios, que eso sí que era lo realmente chileno, pero la mayoría de las lenguas y literaturas habían sido exterminadas y nadie estaba dispuesto realmente a aprender las que quedaban.

Así fue como se procedió a cubrir las últimas estanterías y mesas con mantos negros y apagar las luces de todas las bibliotecas y librerías. Con este acto se puso fin a la “operación retorno” más exitosa de la historia.

Después de eso, no quedó nada más que hacer retornar.

Rafael Berríos