Avisos Legales
Opinión

“Aferrémonos a esta piltrafa divina”: la mujer en la antipoesía de Nicanor Parra

Por: Raquel Olea | Publicado: 23.01.2019
“Aferrémonos a esta piltrafa divina”: la mujer en la antipoesía de Nicanor Parra nicanor | Agencia Uno
Ni en su trayectoria social y política ni en su trayectoria amorosa, el hablante de la antipoesía da cuentas de un sujeto alterador de los órdenes establecidos en cuanto a las relaciones entre los sexos, más bien reproduce la viejas mañas de patriarca debilitado para insistir en privilegios que se escapan, para reconfirmar el estado crítico de su poder.

Pareciera que la antipoesía es un discurso dirigido a pares, discurso desde y hacia los códigos masculinos, en que el lugar de la mujer estaría inscrito en el texto como ausencia, como reminiscencia compartida, como objeto hablado; objeto de la escritura, lugar paciente u olvidado por la escritura (crítica); lugar impreciso en la producción de sentidos de la antipoesía. Hablante y lector masculino se encontrarían en una continuidad de experiencias que la lectura pone en comunidad. Si la antipoesía construye un lector implícito, implicado en la misma aventura humana del hablante, podríamos pensar que su productividad quedaría enmarcada en esa supuesta neutralidad de los discursos que demarcan en su signo los sentidos de lo humano, o que explícitamente la mujer no tiene lugar de sujeto pensante en esa comunidad. Leer como mujer los textos poéticos de Nicanor Parra exige la pregunta: ¿Dónde está y quién es la mujer de la antipoesía? Ese será mi intento de aventura en este texto.

Sujeto irónico, distanciado, el antipoeta se construye en la extrañeza de sí mismo y de la sociedad en que habita. Sabemos que el sujeto de la antipoesía se mueve mal en lo social; el mandato con que los sistemas políticos, religiosos, parentales han ordenado el mundo no le entrega respuestas a sus expectativas ni a sus necesidades humanas de afecto y realización. Por eso, por no llorar, prefiere reírse sarcásticamente de sí mismo y de casi todo.

Quebrado en sus verdaderos sentimientos, el hablante se constituye en el revés de la máscara del mundo; en un predicador sin fieles y sin reino que prometer, en un sujeto sin futuro. Sea hijo, amante, profesor, oficinista, el sujeto antipoético se construye como un melancólico desmoronado y sin proyecto de vida: “Al parecer no tenemos remedio/ fuimos engendrados y paridos como tigres/ pero nos comportamos como gatos”.

Es en el contexto de esa subjetividad impotente que el hablante antipoético expresa su afectividad, sus vivencias; construye su ficción. El escepticismo, el desengaño del mundo que la antipoesía señaliza, se construye —salvo excepciones— a partir de personajes exagerados, grotescos, sobreactores de situaciones lamentables, innominados en su representativo anonimato de mayorías masificadas; como modo de expresar el (im)posible puente entre la realidad y el deseo.

La mujer (imaginaria) de la antipoesía, objeto y deseo textual, responde a las exigencias del lenguaje paródico, exagerado, sobreactuado, con que está estructurado casi en su totalidad el discurso antipoético; “otra” del antipoeta no podría escapar a esta dimensión del discurso; éste la ficcionaliza como su espejo; si las condiciones externas han constituido parte de su interioridad corroída, su escritura de la mujer, su mirada de ella enseña las marcas de esa misma corrosión.

Ser hombre o mujer ha llegado a significar identidades sociales representadas en el sistema de signos y valores, que se sostiene en la construcción cultural de un sistema de sexo-género. Las identidades masculina y femenina que la antipoesía despliega no pueden ser comprendidas como fenómenos autónomos, sino en esa mutua relación que, a partir de referencias simbólicas, ponen en acción un escenario cultural donde se reproducen actos y niveles de conciencia históricamente representados.

Construidas históricamente en una dinámica de relaciones reglamentadas por las formas y las instituciones en las que se han jugado poderes y subordinaciones mutuas en la interacción de los cuerpos sexuados, las mentes y sus distintos modos de inserción en lo social. Mayoritariamente binario, el dispositivo de género ha fijado su representación en la dinámica gramatical del sujeto que habla un objeto que es hablado (por él); mientras uno ocupa la esfera pública, el otro, privado de esta, se ha relegado a lo privado, a la reproducción de la especie y de las normativas sociales. Uno tiene el poder de la palabra, el otro el poder de su sexo.

Sabemos que no existe una esencia de lo masculino, ni una esencia de lo femenino; ambas identidades se han construido histórica y culturalmente en relaciones de conflictos, afectos y poderes, que han ido posicionando funciones, espacios, roles y exigencias sociales, y que la represión ha generado resistencia y ha aumentado las redes de vigilancia con que los dispositivos de poder controlan las ordenanzas en los cuerpos. Con un discurso (in)estable en relación a las coordenadas culturales señaladas, el antipoeta, antes de construir sus criaturas a imagen y semejanza suya, se propone a sí mismo como un pequeño dios maligno que crea un mundo torcido para regocijo de su propia miseria: “hacer brotar un mundo de la nada/ pero no por razones de peso/ por fregar solamente— por joder”.

Ni en su trayectoria social y política ni en su trayectoria amorosa, el hablante de la antipoesía da cuentas de un sujeto alterador de los órdenes establecidos en cuanto a las relaciones entre los sexos, más bien reproduce la viejas mañas de patriarca debilitado para insistir en privilegios que se escapan, para reconfirmar el estado crítico de su poder.

El antipoeta no es un rebelde radical; su gesto más explícito es el distanciamiento irónico que se enuncia en la imposibilidad de habitar y dejarse habitar por un mundo que lo rechaza, pero que a la vez genera las condiciones de producción de su discurso y de las operación del sinsentido. El poema “Yo Pecador” puede significar esta posición de un yo que, siguiendo la lógica de la oración de petición de perdón, propia del sacramento de la confesión cristiana, construye, en la repetición de un yo degradado, el discurso cínico de un sujeto descarado, “Yo sacristán obsceno” (….) Yo confabulador de siete suelas” (….) “Yo ladrón de gallinas/ Yo danzarín inmóvil en el aire” para concluir con un giro romantizado que invierte el sentido de su oración “Yo delincuente nato/ Sorprendido infraganti/ Robando flores a la luz de la luna/ Pido perdón a diestra y siniestra/ Pero no me declaro culpable”.

En un primer estrato de sentido, el mundo representado inscribe a la mujer como un objeto más en el concierto antipoético. El hablante exagera estereotipos culturales, convirtiéndola en una sujeto grotesco en su afán de seducción, en su avidez, en su deseo de posesión, en su sexualidad desenfrenada. Victimaria que ejerce el poder de su libido, es su musa degradada, compañera desafortunada de una existencia errática. El antipoeta desmitifica en ella a Ariadnas, Lauras, Beatrices y Nadjas en que los poetas han cantado la feminidad. Poseedoras de un cuerpo engañoso, las mujeres que pueblan el mundo antipoético no conducen al poeta ni al Olimpo ni al paraíso, sino que funden y confunden sus cuerpos en los (des)órdenes de una carne no siempre fresca, que tampoco conduce a todos los placeres.

La amada sublime de Dante y Breton llega a ser en el universo de la antipoesía una “piltrafa divina”, con la que el hablante intenta vanamente establecer un vínculo de comunicación, un proyecto amoroso; pareja ad hoc de ese “embutido de ángel y bestia” en que el antipoeta se autopercibe. Ambos se debaten en la ambigüedad y las abyecciones de la carne y el espíritu de su tiempo: “El mundo moderno es una gran cloaca”.

* Fragmento del ensayo del mismo nombre.

Raquel Olea