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Correr en Boston

Por: Rodrigo Ruiz | Publicado: 16.04.2013

Por Daniel Noemi Una de las cosas más hermosas en Boston es cruzar el río Charles. Vienes desde Cambridge, donde están las universidades famosas –Harvard, MIT- cruzas uno de los puentes, ojalá a la hora de la puesta de sol y llegas a la ciudad. Bajas por Mass Ave, con sus ciclistas peleando con los buses, la orquesta sinfónica, Huntington Ave, sigues un poco más y llegas a una plaza con edificios que parecen sacados de un cuento ingles. Como si Harry Potter pudiese aparecerse montando su escoba por los cielos. Hay unos malls que embarran el aire, unos edificios que son un crimen estético, pero así y todo, Copley Square, con sus hoteles elegantes, la biblioteca pública a una cuadra, sus rampantes ferias literarias, es un hermoso lugar. Bolyston St pasa por ahí. La paralela es Newbury, la Alonso de Córdova de la ciudad, con cafés cuicos y otros no tanto, con gente hablando en inglés, español y malayalam. La tienda Mac con su ofertas inexistentes, el bar irlandés que ofrece una pinta por seis dólares cincuenta, los minos elegantes y las minas ídem, el supermercado donde todas las clases se reúnen y la línea verde del metro-tranvía que parece un vestigio de otro siglo (y en verdad lo es: el metro más viejo de las Américas todavía se arregla en esas tierras), todo ello confluye para otorgar una atmósfera de opulencia contenida, de riqueza excesiva pero que no es Nueva York o Hong Kong; Boston, a fin de cuentas, es una ciudad pequeña que pierde su mirada en el mar y en las ballenas que alguna vez Melville describiera. A veces, después de un día largo, cuando las clases han sido más desastrosas que lo normal, me gusta caminar por esas calles. Perderse en sus edificios y mirar a la gente que pasa como pasa todo en la vida. Cruzar la meta donde llegan los maratonistas. Eso también: aplaudir a los amigos, los soñadores y las atletas que llegan al final del camino. Cuarenta y dos kilómetros no son poca cosa para el que va a pie y llegar al final el premio que recibe, cada una y cada uno, directamente del olimpo. No importa el tiempo, no importa el cansancio: llegaste, compadre. Eso, eso es todo lo que importa. Bueno, no siempre. A veces cosas pasan y las llegadas se complican. A veces no se termina nunca por llegar. Las bombas durante la maratón de Boston han vuelto hacer estallar muchas otras cosas. Las torres gemelas, las bombas de Oklahoma, los asesinatos de algunos presidentes, y un largo etcétera… los gringos tienen su historial que gustan recordar en ocasiones como esta (no se trata de la cantidad de muertos sino del sentimiento de vulnerabilidad del país que se auto-declara el más poderoso del mundo, que se ve suspenso de repente: puede pasar en cualquier lugar, a cualesquiera de nosotros). La memoria que emerge, sin embargo, aunque real (porque toda memoria apunta a algo real) necesita ir más allá: recordar todas las voces, escribir las otras historias. Es difícil, por cierto, intentar entender la violencia subjetiva (no sé, cuando escribo, quiénes han colocado las bombas). Más aún cuando esta aparece en un momento festivo, de alegría (dirán que es el día del patriota, el día de los impuestos; puede ser, pero así y todo lo azaroso del acto multiplica su fuerza). Difícil, pero hay que intentarlo. Toda violencia indica que algo está pasando, que algo huele mal (afuera hay cinco tipos…), y los estallidos en el corazón de la ciudad más europea de Estados Unidos no son la excepción. La pregunta, clara y directa como un rap, es: ¿qué? Mi amigo Marce, que además de medio anarca es más bueno que el pan y un lacaniano real, siempre me dice que mis crónicas además de demasiados paréntesis (bueno, parece que él sí las lee) siempre tienen un toco preocupantemente romántico (esto no lacanianamente, espero). Aquí y ahora no habrá romanticismo: no hay nada sorprendente en las bombas (al contrario, lo sorprendente es que no haya más). No hay solución posible porque para que esa alternativa existe se tiene que hablar de los problemas y eso no se va a hacer (curiosamente en Chile sí se está, lentamente, comenzando a hablar de los problemas). Lo único que queda por hacer es seguir la recomendación para el alpinista que diera Lenin: si no podés llegar a la cumbre por la ruta que seguiste, bajá y escogé otro camino. Esto que Vlad lo pensaba para el proceso revolucionario sirve también para el capitalismo (el que parece habar aprendido mejor la lección, como ya lo decía Marx y Engels en 1848). Pero Boston, los que corren y los que no, se merece algo mejor. Y nosotros también.

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