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Gracias por la violencia, tío Sam

Por: Rodrigo Ruiz | Publicado: 14.05.2013

“El niño es a la vez Dios y el Diablo y en él se encuentran mezclados una crueldad y una bondad extraordinarias. Basta con que los niños sean testigos de ciertas cosas y se conviertan en adultos rápidamente, seres incluso viciosos, tan despreciables como cualquiera de nosotros. El problema radica en que todo nuestro porvenir está en los niños, pero nuestros sistemas morales nos impiden mirar cara a cara una serie de verdades, por ejemplo que existe ya en el niño todo ese lado sombrío del hombre adulto, todo ese potencial de violencia que no se osa explorar, e incluso confesar o reconocer que realmente existe”. Texto: Guillermo Valenzuela- Ilustración Pablo Marchant Hoy todo está en el suelo, como un set de grabaciones polvoriento que alguna vez sirvió para rodar un western. Este escenario de la desolación podría ser el uno de los tantos lugares en los que termina una de esas sagas llenas de exaltación violenta de Sam Peckinpah. Podría ser el final de la Pandilla Salvaje (Wild Bunch, 1969), de Pat Garret y Billy the Kid (1973) o Tráiganme la cabeza de Alfredo García (1974). Pero se trata de otro lugar, igual de olvidado; el lugar de una obra y sus metáforas ralentizadas para exaltar el momento de la muerte. Había un cine de calaminas en Polpaico, un cine que bajo el sol hacía brillar sus agujeros simulando una constelación de estrellas para el espectador pueblerino. Le decían “El Gran Lata”; era un edificio grande, tenía palco incluso, piso de cemento lustroso, siempre pasado a cera, butacas de madera abatibles fijadas con tornillos al piso. En las tardes muertas del campamento, mientras los obreros y empleados de la compañía de cemento trabajaban en los planes de producción de la Unidad Popular, ese refugio se convertía en un templo para algunos niños que dábamos vueltas, náufragos del calor y sin panorama inmediato bajo la canícula despiadada del campamento. A veces entrábamos a la matiné y en plena función un fanático anónimo de las películas de vampiros soltaba un murciélago con la idea fascinante de que atacara a los espectadores. Fue para mí la introducción al cine de autor, porque entendería luego que apostaba a la transformación total del espectador. Los personajes ahí no eran menos peckinpanianos. El “Oreja de Palo” era el hombre encargado de la proyección, y a veces cortaba adustamente los boletos. Era el héroe formativo y silencioso que con un gesto nos había liberado de la censura y nos dejaba ver, a esos 10 u 11 años, casi todo; pero eso sí, había que ocultarse como un forajido para no desbaratar el secreto de esa trama. En Polpaico el western se había encarnado en nosotros, el cine era nuestra cantina donde nos emborrachábamos a destajo, viendo sangre, mujeres y balazos. Saliendo de la función lo veíamos adherido a los cerros de Lampa, a las planicies de Caleu, al cerro La Petaca en la Til–Til zone, para invocar a Zane Grey. Ranchos lecheros estancados cerca de los afluentes de agua, toda esa hermosa cordillera hierática y deslumbrante, con sus destellos azul fosforescente, pelada, rocosa, arbórea: la valoración del paisaje en la niñez. No voy a decir que salíamos disparando del cine, pero sí con algunas ideas ardiendo en la cabeza o con algún plan para sabotear el aburrimiento. Una vez intentamos dinamitar un puente por donde pasaba un pequeño convoy: era el tren de pasajeros que iba del campamento a la estación de Polpaico, tenía un sólo vagón de madera, color verde, parecía sacado de una película, pero era real. La bomba la hicimos modestamente, con un tarro de leche Nido lleno de petardos que instalamos con los conocimientos que nos proporcionaba directamente nuestra escuela de guerrillas de verano, el cine. Nos escondimos a la hora señalada, definimos al cachipún quien debía encender la mecha y se hizo. El tren pasó y no ocurrió nada, falló la mecha, culpamos al exceso de goma en la mezcla. Vivíamos sin saberlo bajo el signo de Peckinpah, y la entrada a ese mundo no sería gratis. Eran increíbles esos tiempos de sana violencia poética. Recuerdo que mi padre, que era ingeniero, me proporcionaba sin problema alguno todo tipo de elementos para fabricar artefactos explosivos en menor escala. Una vez me enseñó un manual para fabricar amongelatina, pero luego me retiró arrepentido ese conocimiento alquímico, tiró su estrella de sheriff frente a mí, porque ya estábamos tomando caminos distintos: para él era importante que yo entendiera los principios de la química, pero yo entendía sin saberlo que eso era parte de la poética del cine. O quién sabe. Pero sin saber, nos preparábamos para lo que se venía en el país, la violencia y el desplazamiento, dos temas que cruzan la filmografía de Sam Peckinpah y que se instalarían en el destino de muchos chilenos más tarde. De esas experiencias tengo memoria de mi principio de admiración por la obra de Peckinpah. Debo haber tenido 10 años cuando vi la Pandilla Salvaje en el “Gran Lata” y me quedé con la imagen de esos niños jugando con un alacrán cercado por hormigas, un gigante del desierto devorado por un grupo de insectos despiadados. O el apedreo que sufre como repudio final Pat Garrett de parte de los niños luego de haber asesinado a Billy the Kid. En Peckinpah, al menos en sus western crepusculares, los niños siempre son testigos de la violencia, y eso nos pasó a esos niños que fuimos. La Cruz de Hierro (1977) se instaló en Polpaico y ese soldado soviético niño que es capturado por las tropas alemanas que se retiran del frente, y que queda al cuidado del sargento Rolfe Steiner (James Coburn), es otra de las metáforas vivas que nos dejó el gran Sam Peckinpah.

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