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Por: Rodrigo Ruiz | Publicado: 14.05.2013

Debido al desconcierto que muchos lectores han hecho ver a los editores, desde hoy escribiré esta columna periódica con un seudónimo: Javier Maldonado. Así puedo evitar cualquier tipo de interpelación. Gracias. Diógenes Kyón (el perro). Texto: Javier Maldonado Me despierto temprano y me asomo desde el fondo de mi tinaja–observatorio a la luminosa mañana que despide el verano y acoge al otoño. En el borde de mi hábitat encuentro una nota en la que su escritor me pregunta, entre signos de interrogación, si alguna vez volveré a las cocinas y a sus temas. Pienso que siempre he andado en esos contextos. Cocinas hay muchas, no sólo culinarias en el sentido alimentario de la cosa. Hay alimentos terrestres, pero también los hay inmateriales, visibles pero paradójicamente impalpables. El todos los días, por ejemplo, es altamente nutritivo y alimenta el final de las comidas, en la mesa, cuando ya se trasvasijan los temas y se llega a los meollos. Durante el acto de comer hablamos de lo que estamos comiendo y el anecdotario, como cuentas de un collar, pasa de comensal en comensal graficando y gratificando el arte de la convivencia. Al final, ya sin platos, y sólo con copas y tacitas de café –también con un buen cigarro (aunque esté prohibido)– llevamos las cosas hacia los otros guisados y desaguisados. Es el momento del otro alimento. En Mitópolis este rito se cumple a cabalidad y nadie escapa a su espíritu. Pero, bueno, el autor de la nota no precisa cuál es la cocina –y sus temas– que él quiere que yo explaye. Así que improvisaré. Salgo al ágora vacía aún a esta hora de la mañana. Los mitopolitanos todavía no salen a exponerse, así que me meto en el otro laberinto, el del mercado (no, no voy a escribir de economía porque de esa ciencia inexacta no sé absolutamente nada; bueno, sí sé algo, lo que todos, palabras de la jerga ejecutiva financiera y bolsística, lo que nos soplan los noticiarios en las mañanas: las bolsas cayeron; las bolsas se recuperan; la bolsa o la vida. Algunos empalidecen mientras se afeitan; otros se hacen los indiferentes. Voy directamente hacia mi proveedor exclusivo de berenjenas. ¿Para qué? Obviamente a comprar berenjenas. Vi un programa en la tele en el que entrevistaban a un sujeto de la categoría “chef” que hablaba, muy suelto de cuerpo, del “caviar de berenjena”. Siempre supe que el caviar es un huevo de esturión (y no una hueva de centurión, que alguien inventó en plan chistosito) y que el esturión es un pez de río, de agua dulce, que habita en Irán –la antigua Persia–, y que el mejor de todos, el más caro, el más inalcanzable por ninguno de los exponentes de la clase media local, aun así ahorren toda su vida, es el gris Beluga. 100 gramos de éste cuestan diez mil dólares. Como las trufas negras del Perigord, en el sur de Francia. Una trufa negra de un kilo, excepcional, cómo no, cuesta algo más de nueve mil euros. Aquí, en las tímidas cocinas de las vanguardias posmodernas, no hay chef alguno que sepa qué hacer con una trufa ni cómo ofrecer una cucharada de caviar gris Beluga. El refinamiento tiene, resulta obvio, límites muy definidos. Y lo digo pensando en todo sentido. En el país de la ceguera política total, más sicológica que clínica, el tuerto, que no es mucho más que el falso ciego, pertenece a la misma categoría. Lo que impera es la mediocridad. La clase política –así les gusta ser llamados a los gañanes que en esos menesteres pululan– es una mesocracia, ignorante, farsante, falsa, basta, burda. No hay ninguno que se parezca –en sus personalidades, claro está– ni a César, ni a Maquiavelo, ni a Montesquieu, ni a Talleyrand, ni a nadie, antiguo y moderno. Los viejos referentes de la vida política mitopolitana ni siquiera les sirven de ejemplo. Hubo grandes oradores, buenos pensadores, personas cultas, los más de vida sencilla, incluso los que podían ser más aparatosos, tanto en las derechas como en las izquierdas. Tipos con una sensación de país, de sociedad, de nación, de responsabilidades con sus principios ideológicos. En definitiva, los constructores de la idea del país a cuyos intereses generales dedicaron sus vidas, sus luchas, sus interferencias, sus diferencias, sus autoridades, sus prestigios. Estadistas que creían en su Estado, en un Estado para todos, de todos. Mitópolis en sus orígenes fue creado por ellos, en unos tiempos en que no existía la izquierda, la que hoy es acusada de ser culpable de todos los desaguisados de los falsos cocineros de la derecha. La res publica que existía, construida y viciosamente destruida por sus padres y abuelos, la manejaron como quisieron sus antepasados, que se parecían, en sus limitaciones, a los de hoy. Carlitos Marx, notable maestro de cocina decimonónico, convertido por los tontorrones de la derecha en una fantasma que de la mano de un autodesignado senador recorre los senderos que se bifurcan en todos los jardines del capitalismo austral, sostiene que “la historia tiende a repetirse: la primera vez, sucede en forma de drama, y la segunda, en forma de farsa”. En Mitópolis vivimos cotidianamente la segunda forma. Una farsa de farsantes, pésimos actores, ni siquiera pueden aprenderse el guión, ni saben dónde está el escenario, ni siquiera saben dónde está el público. Dado que las cocinas también son espejos de la cultura –y de la incultura– ambas, en sus correspondientes contextos ideológicos, dan cuenta de que la nuestra no es una cultura que se vea reflejada en ambos oficios culinarios. Para los chefs políticos que no lo saben aún, la hamburguesa no fue inventada en Hamburgo. Para los chefs de mesa que tampoco lo saben, el caviar de berenjenas es una falsedad absoluta, un invento catalán para giles volando bajo. La libertad no es una estatua. La cazuela es de origen africano instalada entre nosotros por los esclavos africanos que explotaban los larraínes durante la colonia y los primeros años de hace doscientos.

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