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Cerro Santa Lucía, pecador de noche y santo de día

Por: admingrs | Publicado: 20.10.2014

Cerro Santa LucíaLa historia de este cerro-parque-fuerte-castillo está vinculada temporal y espacialmente a nuestra identidad urbana y, por extensión, a nuestro imaginario nacional. En estos días, su nombre está siendo sometido a una consulta ciudadana que postula la posibilidad de retomar el original Huelén, en sustitución del que lleva actualmente.

Todas las ciudades tienen algún punto de confluencia desde el cual se puede formular un discurso que permita mapearlas semióticamente. En Madrid, es La Puerta del Sol; en Buenos Aires, su obelisco; en París, la Isla La Cité; en Roma, la colina del Capitolio. Para Santiago, lo ha sido, para muchos efectos, la Plaza Baquedano. Sin embargo, mi tesis es que, visto en su complejidad simbólica, el cerro en cuestión tiene más motivos para ser considerado como tal. He aquí mis argumentos:

Históricamente, es el hito que divide la evolución de la ciudad en dos momentos: su pretérito antevaldiviano, cuando recibía el nombre de Huelén, y su devenir posterior como torreón natural en donde se funda nuestra memoria colonial, primero, y republicana, después. Ninguna de estas fundaciones puede ser eludida, borrada o negada. Somos Huelén y somos Santa Lucía.

El cerro siempre fue un punto de separación desde el cual se podía atisbar, hacia un lado, la ciudad ordenada, racional, ajedrezada, asiento de gobernaciones y de cabildeos urbanos y, hacia el otro, el imperio de la bárbara naturaleza.

En segundo lugar, el cerro siempre fue un punto de separación desde el cual se podía atisbar, hacia un lado, la ciudad ordenada, racional, ajedrezada, asiento de gobernaciones y de cabildeos urbanos y, hacia el otro, el imperio de la bárbara naturaleza.

Por otra parte, durante décadas este paseo no solo fue una clara frontera espacial y temporal, sino también moral. En efecto, durante el día era el paseo apolíneo, escultórico, europeo, apto para visitantes y para paseos familiares, mientras que, de noche, se transformaba en el espacio idóneo para la liberación del deseo que, en sus facetas negadas, buscaba entre la oscuridad de los matorrales una satisfacción que no prescindía de adecuadas y no menos desaforadas dosis de clandestinidad, desenfreno, e incluso de violencia. Cuando ciertos amores dejaron de ser prohibidos y su realización se fue desplazando hacia nuevas locaciones, coincidiendo además con el cierre nocturno que la administración edilicia dispuso, gran parte del misterio del cerro desapareció, pero no la leyenda que lo había hecho pecador de noche y santo de día.

Finalmente, hace poco más de cien años, en una de sus editoriales para la revista Selecta, el escritor Luis Orrego Luco pensaba el cerro como un alto mirador desde el cual se podía contemplar la ciudad en toda su extensión y como una atalaya en la cual era posible la contemplación, cuestión que lo distinguía con respecto a los afanes y el negocio propio del traqueteo urbano. Quizás lo segundo siga siendo posible hoy en día. Lo primero, cada vez se hace más difícil, pues una espesa cortina de edificios va negándole al Huelén-Santa Lucía tanto condición de mirador como su derecho a ser mirado.

En este múltiple manifestarse, el cerro logra representar el carácter de nuestra identidad escindida y, leyéndolo como si fuera un libro, es posible entender que tanto él como nosotros no sabemos apuntar a definir lo que somos. El ejercicio de repensar su nombre nos somete a diálogos, polémicas, cuestionamientos. Hay quienes niegan su nomenclatura hispánica por considerarla cargada con los símbolos de la imposición que la Conquista supuso, pero también hay quienes piensan que retornar a su nombre original significaría barrer inútilmente la historia de nuestros últimos quinientos años; al fin de cuentas, la oficialización de un nombre que, por ser tan antiguo, nos resultaría prácticamente muy nuevo, no se compadecería de quienes crecimos, paseamos, leímos, amamos, dormitamos y, quizás hasta nos escondimos en los faldeos del Santa Lucía. ¿Acaso, siguiendo esta lógica, Portugal debería volver a llamarse Lusitania y Paris, Lutecia?

Sean cuales sean los resultados del escrutinio en ejercicio, adivino que siempre subsistirá una doble nomenclatura, como ya sucede con algunas de nuestras avenidas (Macul/José Pedro Alessandri; Jaime Guzmán/Diagonal Oriente) y con nuestro aeropuerto (Pudahuel/Arturo Merino Benítez). Tenemos proclividad a esa duplicidad, pues nuestro carácter es doble, compartiendo en esto la misma naturaleza de otros pueblos latinoamericanos, como sucede con el México descrito por Octavio Paz en su Laberinto de la soledad o el cholo boliviano criticado ácidamente por Alcides Arguedas. Santos de día, pecadores de noche; contemplativos en la altura, alienados en el llano; humildes con el arrogante, el jefe, la autoridad, y arrogantes con el humilde, el subalterno, la empleada, el portero; fieles en casa y tránsfugas a la vuelta de la esquina… somos cara de cal y alma de arena, mitad defensores del derecho y mitad evasores de impuestos. ¡Qué más da que el cerro se llame Santa Lucía o Huelén! ¿Será que nos da envidia que él pueda tener dos nombres para representar su doble faz?

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