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Tomás Moulian

Por: Francisca Quiroga | Publicado: 10.09.2015
Tomás Moulián / eldesconcierto.cl

Tomás Moulián / eldesconcierto.cl

No son pocos los puntos en los que la obra de Moulian se toca con los  años de Allende. A Allende lo rememoró en su Conversación  interrumpida, donde le dedica una revisión somera, entreverando cada  tanto un afligido diálogo imaginario. Lo que perseguía con ese diálogo –  con esa conversación interrumpida- era evocar aquello que, estando a  punto de suceder, nunca sucedió. El procedimiento era curioso,  relativamente atípico, pero con él Moulian forjó un principio, consistente en elevar la ficción a una necesidad interna del pensar  sociológico, como si en estos diálogos sobre lo que no fue la historia  hallara su contraparte, su anhelada mitad perdida.

Esa mitad perdida en el mismo libro la revisaba también al revés, reclamándole retrospectivamente a la entusiasta ficción del presente su tajada histórica literal, su parte faltante. Lo graficó apelando a su propia experiencia con un film de Peter Brook sobre Marat-Sade, el clásico de Peter Weiss, que su generación había recibido con desproporcionado optimismo durante los setenta en el ITUCH sin percibir, como lo haría él después, cuando vio la versión de Brook, que en realidad se trataba de una mirada descarnada sobre la tragedia de las revoluciones. El film de Brook, la obra de Weiss, contrariaban fuertemente a Trotsky, quien solía declamar que épocas de excepción ameritan conductas también de excepción, y en cambio atesoraban una pequeña teoría sobre el malditismo humano, sobre el desenfreno o el fanatismo que subyace al ánimo de las revoluciones.

Moulian no lo había entendido así la primera vez, acaso porque un trecho de la historia estaba recubierto, envuelto en la piel del impulso o la exaltación. Pero con esto no quiso confeccionar ni un mea culpa ni una tesis sobre el modo en que las bocas incendiarias de los setenta habían sido tomadas de improviso por la lengua de las armas, no quiso girar hacia el arrepentimiento del obsecuente ni tampoco hacia la complacencia del obstinado; lo que Moulian confeccionó fue un tipo de ensayo muy singular con el que fue capaz de introducir en el presente de la transición las piezas cesantes de un pasado con las que éste estaba obligado a medirse.

Esto lo hizo invocando el fantasma de Allende. Su gracia residió en idear una proximidad inédita entre dos tiempos que en el Chile de ese momento era habitual tratar por separado. Esos tiempos los cosió entre sí a contracorriente, a espaldas de un tímido consenso, menos al modo de Sarmiento, que había hecho de las sombras del Facundo una aleccionadora visita incivil, que del de Hamlet, que antes había juntado otros dos momentos escindidos mostrando cómo los manjares cocidos para despedir a su padre le habían servido a su madre como fiambres para la nueva mesa nupcial. Ahí estaba el drama, en esa conjunción, auxiliada por la disipación de un corte arbitrario.

Chile actual: anatomía de un mito, un libro imprescindible, que acercó dos épocas pero que marcó a la vez un tajo en las arcas del pensamiento cultural del país.

Antes de llegar a ese libro sobre Allende, la vecindad entre estos tiempos Moulian la había tejido con paciencia en los años que siguieron a Aylwin, cuando mediando los noventa escribió el Chile actual: anatomía de un mito, un libro imprescindible, que acercó dos épocas pero que marcó a la vez un tajo en las arcas del pensamiento cultural del país. Chile actual era un libro que ya estaba escrito, aunque al dorso de la época, garabateado al otro lado de las palabras pronunciadas por las grandes corporaciones y la clase política. Alguien tenía que darle su indispensable forma final, era un libro publicado a la espera de un autor que lo escribiera. Y lo escribió Moulian, de quien convendría no olvidar que por entonces se desempeñaba como un miembro conspicuo del Grupo FLACSO, tenía todas las comodidades y contaba con todos los beneficios de un académico cualquiera mientras se dedicaba a consultar los anales de la derecha y pasaba largas horas conversando con su amigo Norbert Lechner sobre las nuevas reglas del juego democrático o los insondables requerimientos de un inminente pacto social.

Pero abandonó todo esto, acaso porque mientras esbozaba en mapas las coordenadas de ese pacto, sumando un trazo más a las aburridas arcas de la teoría de la democracia, sabía que lo esperaba un libro decisivo, acaso como el propio espectro de Allende, con el que se fue encontrando a lo largo de estas páginas escritas al revés, que partían del “Chile actual” para saltar desde ahí hacia los años de la Unidad Popular.

El mismo año en que Moulian empezó a redactar ese libro, al otro lado del mar Derrida escribía su Espectros de Marx. Lo escribió en el curso de tres semanas, sin levantarse del escritorio, con la inquietud del intelectual público que se ve en la obligación de invocar el fantasma de Hamlet con el fin de interrumpir la manía triunfante con que Europa se anticipaba, tras la caída del Muro de Berlín, a sepultar la herencia de Marx. Levinas había dicho que la justicia no es más que la relación al otro y que el porvenir está hecho del aumento de lo que permanece inaprehensible; Derrida tomó estos célebre pasajes para señalar que finalmente no se aprende de uno mismo y de la vida, sino del otro y de la muerte, y que hay algo de la justicia que permanece irreductible al derecho. Ese irreductible en Moulian fueron los años de la UP, la sombra de Allende, el temblor de unos días en el que la manía de Chile caería por fin en pedazos para que asomara algo distinto.

Los premios -siempre fugitivos en las aspiraciones del Yo- tardaron en llegar, pero ahora le llegaron. Se lo tiene más que merecido. Y aunque sé que a Moulian el nombre de Derrida no era el que más le gustaba, su Chile actual fue nuestro Espectros de Marx, un libro deliberadamente esquivo con el presente que sin embargo supo extenderse con lucidez premonitoria sobre nuestro porvenir y nuestro pasado, sobre el mañana que está por detrás de nosotros, sobre un ayer nuestro que está por venir. Por eso el espectro, porque de todas las patrias de nuestro presente, la de Allende sigue siendo la más extensa.

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