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Mujeres y autonomía

Por: Alejandra Castillo | Publicado: 08.03.2016
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La política de las mujeres implicaría, a su vez, exigir “voz y agencia”, esto es, exigir ser partes activas en la toma de decisiones en lo que tiene que ver con sus propias vidas (incluidos sus cuerpos) y en la toma de decisiones de las normas que las regirán en la comunidad en la que viven. Precisamente es esto lo que se olvida en los programas para el desarrollo humano implementados en América Latina.

Con algún dejo de pesar el feminismo contemporáneo ha notado que el “problema de las mujeres”, descrito desde la actual política de los derechos, ha tendido a ser tomado, o bien, como un “objeto a ser resuelto”, o bien, como medio para conseguir “otros fines”. Esta razón instrumental puede describirse bajo la siguiente fórmula: el bienestar de la mujer siempre es útil para algo diferente de ella misma. Este parece ser el caso de las políticas tendientes a instalar la agenda de los derechos humanos de las mujeres (que pese al esfuerzo no logran transformar las representaciones de la “mujer-víctima”). Como también es el caso de los derechos como “capacidades” impulsados por los programas del desarrollo humano (que buscan “remediar” la pobreza en América Latina buscando solucionar el “problema” de las mujeres).

De tal suerte, estamos habituadas a aquellas formulaciones que enuncian que es recomendable que la mujer trabaje fuera del hogar puesto que así se ayudaría a reducir las injusticias dentro del espacio privado. De igual modo, se advierte que es recomendable mejorar la educación de las mujeres ya que ello permitiría bajar los índices de natalidad no deseada en países sobrepoblados. En esta misma línea de argumentación se observa que es recomendable mejorar la educación de las mujeres en los países en vías de desarrollo, pues una mayor educación de las mujeres incidiría positivamente en los índices de salud infantil. Por último, para el caso de los países desarrollados es ya una costumbre señalar que una mayor educación de las mujeres mejoraría, sin duda, los índices de igualdad de género en los cargos de poder. Desde esta descripción utilitarista, el mejoramiento de la vida de las mujeres sería un objetivo secundario, ellas ocuparían un lugar intermedio entre la política y los fines perseguidos: las fuerzas y leyes que las rigen les serían heterónomas.

El lugar pasivo que han empezado a ocupar las mujeres en las propias políticas que dicen ir en su beneficio vuelve pertinente la pregunta por su “autonomía”. Es preciso destacar que el concepto de autonomía remite a dos acepciones no siempre conjugables en el campo de la política liberal. La primera acepción, de cuño kantiano, tiene que ver con la capacidad de darse leyes a sí mismo, de auto-legislación. Este ejercicio de darse leyes a sí mismo implicaría ser capaz de generar juicios que puedan ser, a la vez, racionales y universales. Cabe subrayar que en su primera acepción esta definición de “autonomía” se organiza principalmente como facultad legislativa, como capacidad de determinación legal (definición objetiva).

La segunda acepción de “autonomía”, de corte rousseauniana, quedará definida en la idea de autodeterminación, esto es, de no estar sometido a presiones externas al momento de decidir qué vida llevar (definición subjetiva). Como es bien sabido, temprano en el siglo veinte el liberalismo, en la figura de Isaiah Berlin, expulsará ambas definiciones de “autonomía” de la definición de libertad, y con ello la idea misma de autonomía del juego de la política. La primera definición será digna de sospecha en la medida que el juicio autónomo para Kant implicaría el establecimiento de dos fuentes de voluntad: una relativa a un “yo puro”, el que establece las leyes; y otra a un “yo empírico”, el que se somete a dichas leyes. Esta doble distinción generaría, bajo el análisis de Berlin, la tendencia a superponer la voluntad del “yo ideal” en la comunidad produciendo la constricción de los “yo empíricos” que la componen. Siguiendo igual razonamiento, la autonomía como autodeterminación será cuestionada por Berlin debido a que ésta generaría el deseo de “autogobierno”, sobrevalorando la libertad positiva (la participación) sobre la libertad negativa (el deseo de no ser intervenido).

Si bien estas dos acepciones son las definiciones más corrientes de autonomía, es posible encontrar en el debate contemporáneo una tercera elaboración del término centrada en la “voz y la agencia” política. Esta otra definición sitúa en el centro de la noción de “autonomía” los derechos de hacer (funcionamiento) y de ser (capacidades) de los sujetos. Desde esta perspectiva, y pensado en la autonomía de las mujeres, Amartya Sen, el principal teórico de esta corriente, rescatará a Mary Wollstonecraft de la agenda radical del feminismo para señalar que su obra A Vindication of the Rights of Women (1792) planteó no sólo un programa de reformas tendientes al bienestar de las mujeres sino que por sobre todo derechos destinados a promover la libre agencia de las mujeres.

Amartya Sen parece señalar que la política de mujeres no es sólo del tipo reivindicativa (incluyendo en esta línea los derechos económicos) sino que, por sobre todo, ésta debe incorporar un conjunto de derechos que apuntarían a garantizar la participación de las mujeres. Derechos que, como en la Declaración de los derechos humanos de 1948, buscan asegurar que las mujeres (1) participen en el gobierno de su país; (2) tengan un acceso igualitario a las funciones públicas; (3) tomen parte libremente en la vida cultural de la comunidad; y (4) puedan desarrollar libre y plenamente su personalidad. La política de las mujeres no es sólo reivindicativa, no es sólo acción afirmativa. La política de las mujeres implicaría, a su vez, exigir “voz y agencia”, esto es, exigir ser partes activas en la toma de decisiones en lo que tiene que ver con sus propias vidas (incluidos sus cuerpos) y en la toma de decisiones de las normas que las regirán en la comunidad en la que viven. Precisamente es esto lo que se olvida en los programas para el desarrollo humano implementados en América Latina.

Desde este punto de vista, afín a ciertas corrientes del feminismo radical, se avanzaría desde una política utilitarista (primero centrada en el bienestar y luego en los bienes) a una centrada en las capacidades. La variación que introduce el enfoque de las capacidades en la tradición liberal de la política parece señalar un viraje de las tesis de la utilidad personal descrita desde la perspectiva de los derechos como bienes (he aquí el punto de partida de la extendida política de los bonos). Las capacidades apuntarían a lo que una persona puede ser o hacer, favorece el desarrollo de diversos “funcionamientos” sine qua non para describirse como humanos o humanas.  No implica una definición de “derechos humanos” abstracta sino que, por el contrario, pone atención al conjunto de funcionamientos y capacidades necesarios para llegar a ser un “ser humano”.

Este enfoque se basa en una visión de la vida en tanto una combinación de varios “quehaceres y seres”, en los que la calidad de vida debe evaluarse en términos de las capacidades para lograr funcionamientos valiosos (cabe indicar, que estas capacidades deben ser garantizadas y fomentadas por los Estados, pensemos por ejemplo, en el derecho a la educación). La autonomía se definirá, así, incorporando tanto el nivel objetivo de la definición kantiana como el nivel subjetivo de la definición rousseauniana. Cabe destacar que Amartya Sen reelaborará el nivel subjetivo de la definición de autonomía desde la noción de libertad de John Stuart Mill.

En lo que concierne a la definición del concepto de libertad debe indicarse que Mill no sólo adhiere a la doxa liberal en cuanto a su descripción “negativa”, sino que también introduce una variación: la autonomía. Esto es, el establecimiento de la razón como único principio legislativo de la propia conducta. Libertad y autonomía dos palabras que, sin necesidad de explicaciones, parecen implicarse mutuamente. Pareciera ser evidente presentar juntas ambas palabras —especialmente si de lo que se trata es de dar una mirada a la “autonomía” desde el feminismo—, sin embargo, esto también es evidente, no es vocación de la tradición liberal fraternizar ambos conceptos.

Desde esta perspectiva, la libertad negativa sólo busca defender el espacio privado del individuo, libre de interferencias, mas sin la incorporación de la autonomía como principio rector de la acción. No es de extrañar, entonces, que este concepto de libertad se esfuerce por resguardar espacios de no intervención olvidando una de las preguntas esenciales de lo político: ¿qué lugares? y ¿para quién?

En otras palabras, se olvida la pregunta del cómo se establece la imprecisa línea que separa lo público y lo privado, y quiénes instituyen tal marca divisoria. A riesgo de abandonar el campo liberal, Mill intenta ampliar la estrecha definición de libertad heredada de la tradición liberal clásica, incorporando como elemento esencial la “autodeterminación de la propia vida”. Extendiéndose más allá de los restringidos contornos que la definición tradicional ofrecía, Mill hace coincidir en el nombre de “libertad” las palabras de acción, razón y autonomía.

Evidenciando dicho vínculo escribirá que “cuando una persona acepta una determinada opinión, sin que sus fundamentos aparezcan en forma concluyente a su propia razón, esta razón no podrá fortalecerse, sino que probablemente se debilitará; y si los motivos de un acto no están conformes con sus propios sentimientos o su carácter (donde no se trata de las afecciones o los derechos de los demás), se habrá ganado mucho para hacer sus sentimientos y carácter inertes y torpes, en vez de activos y enérgicos”. En consecuencia, para Mill no es suficiente la simple regulación y salvaguarda de espacios de no interferencia para la actualización de la libertad, sino que es necesario, además, que cada uno y una (vale la pena consignar este matiz poco usual en la tradición filosófica) establezca autónomamente los fines de sus vidas.

Naturalmente, se trata de una especificación de gran importancia. Subrayar la relevancia e incluso el carácter constitutivo, si se nos permite, de la autonomía para la realización de la libertad significa definirla, principalmente, como “control de la propia vida”. De algún modo, este emplazamiento no es más que un desplazamiento sutil. No obstante, los defensores de la letra liberal clásica estimarán que el simple emplazamiento de la autonomía en el corazón de la libertad implica, o bien, una confusión, o bien, la salida del liberalismo. Una confusión, en tanto la pregunta esencial a la que únicamente debe responder el concepto de libertad es ¿hasta qué punto permito la interferencia de terceros en mi vida?, y no ¿quién me dice lo que tengo que hacer y dejar de hacer? Una salida que buscara ser fiel a aquello que se pone en cuestión en esta última pregunta, indudablemente, tendría que abordar los temas del autogobierno y de la democracia. Temas que trocarían el sentido primero del concepto de libertad de “estar libre de algo” por un “ser libre para algo”.

Desde la perspectiva abierta por Mill, la libertad supone que cada sujeto puede efectivamente determinar su propia existencia. Tal como se ha hecho notar, este afán de querer legislar autónomamente sobre los propios asuntos, no quedará restringido simplemente a la vida privada de los sujetos sino que también se extenderá más allá de los límites de ella. La posibilidad de este encuentro entre libertad y comunidad, cabe señalarlo, no se realizará sin fricciones. El motivo es evidente, la libertad entendida como autonomía implicará no sólo la persistente interrogación del orden natural de las cosas, sino que también el deseo de modificar dicho orden. En este sentido, Mill denunciará que “el despotismo de las costumbres es en todas partes el eterno obstáculo al desenvolvimiento humano, encontrándose en incesante antagonismo con esa tendencia a conseguir algo mejor que la costumbre, denominada según las circunstancias, el espíritu de la libertad o el de progreso o mejoramiento”. De esta manera, el simple ejercicio de poner en duda las costumbres interrumpirá el orden “de lo común” de la comunidad. En consecuencia, no hay órdenes sociales, ni jerarquías, ni exclusiones que puedan justificarse desde lo naturalmente dado.

La libertad, entendida de este modo, permitirá hacer visibles las desigualdades que, escondidas bajo las formas de las costumbres, persisten en lo social. En relación a ello, Mill insta a “no decretar que el haber nacido mujer en vez de varón, lo mismo que negro en vez de blanco, o plebeyo en vez de noble, decida la situación de la persona a lo largo de toda su vida, y la excluya de toda posición elevada y de toda ocupación respetable”. La libertad, bajo el matiz introducido por Mill, se establece, entonces, como aquel espacio “polémico de habla” que permite pensar lo político, la democracia. Esto en la medida que el ejercicio de la libertad desestabiliza el orden natural de las cosas para poner en evidencia las desigualdades que dicho orden comporta.  En esta inflexión, en el tránsito de la libertad a la autonomía, y de la autonomía a la puesta en duda del orden establecido, Mill hará propicio el contexto para la emergencia del segundo concepto que estructura su pensamiento político: la igualdad.

Es en este tránsito —que va desde la autonomía a la igualdad y que no es otro que el que va desde Mary Wollstonecraft a Simone de Beauvoir— donde podríamos situar el desafío actual de las políticas feministas en América Latina. Esto es: Avanzar un paso más allá de las bien intencionadas políticas liberales de los derechos (que habitualmente describen a las mujeres simplemente como víctimas o como problemas pendientes del desarrollo social) hacia políticas feministas que cuestionen críticamente las representaciones de lo femenino que la teoría y la política proveen.

Alejandra Castillo