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Cantos Cabríos: El burro de Derrida

Por: Federico Galende | Publicado: 06.05.2016
Cantos Cabríos: El burro de Derrida Foto Federico Rodriguez |
En este nuevo libro sobre Derrida que acaba de ser publicado por el FCE, Cantos Cabríos, de Federico Rodríguez, ese gran asunto es transportado él mismo al arte de mover o de moverse con los animales, motivo por el que un filósofo tan homenajeado como Derrida, conocido padre de un rosario rezado tantas veces en el pesebre de nuestra exégesis académica, es conmemorado con un brillo maldito: el de la trampa admirativa.

Cuando Derrida murió (fue en el otoño parisino del 2004, en un día de frío y lluvia), Peter Sloterdijk, quien se encontraba en ese momento firmando libros en la Feria de Frankfurt, confesó haber sentido una soledad tan repentina como la conclusión que lo auxilió: la de que realmente podía admirar sin volver a ser un niño. La confesión la hizo no por nada en un librito dedicado a problematizar las filosofías del transporte. En este nuevo libro sobre Derrida que acaba de ser publicado por el FCE, Cantos Cabríos, de Federico Rodríguez, ese gran asunto es transportado él mismo al arte de mover o de moverse con los animales, motivo por el que un filósofo tan homenajeado como Derrida, conocido padre de un rosario rezado tantas veces en el pesebre de nuestra exégesis académica, es conmemorado con un brillo maldito: el de la trampa admirativa.

Tan así que en un periplo de casi quinientas páginas el filósofo argelino queda transformado en alguien que se hizo ayudar por los animales, en circunstancias en las que el autor, valiéndose de la performance de su escritura, exhibe su capacidad para transformarse con estos. Un carnero degollado o un elefante abierto en dos ante los ojos de Luis XIV, un pollo que dispara sangre mientras corre sin cabeza, un delfín cartesiano, un mono en apuros, un erizo que se deja aplastar por el neumático de un coche o el perro más pobre y desdichado, la araña con su tela o la serpiente que va al nido, o la vaca que da leche ennegrecida y la zorra que finge su muerte en el desierto, etc., todos forjan una cadena de eslabones bien heterogénea.

Esta cadena no es de ningún modo la de los animales fieles a la soberanía de quien los reconoce o los trata con su acostumbrada filosofía de hospedajes para darles un sitio en el pensar gravitante, sino la de los animalitos que se trasponen unos en otros en los límites de sus formas o de sus fronteras. Animalitos que en el desgarro o la nuez del delirio, configuran mutaciones pensativas. Esas mutaciones el autor las experimenta a través de diversos contagios, fusionándose o parasitando a cada paso al mismo autor del que en una tesis monográfica había fingido ser el perro. ¿Cómo admirar sin volver a ser un niño? Muy simple: haciéndose el burro.

De un burro no es infrecuente que se afirmen dos cosas distintas: que son tan dóciles para cumplir las órdenes como testarudos a la hora de asimilarlas, que son tercos o tozudos pero que también son dulces, silenciosos, sumisos. Es la razón por la que los burros son animales inteligentísimos, pues saben inventar algo con lo que les inventan, lo que significa que saben obedecer desobedeciendo. Bresson dijo por eso a propósito de su adorable Balthazar, protagonista de su film célebre del 66, que el burro es el único animal que es capaz de desdibujar la división originaria entre las esferas de la sensualidad y la creación, el único animal en el que verdaderamente se fusionan el erotismo griego con la mística cristiana. Un burro es un animal muy tierno, que admira sin problemas porque sabe de antemano cómo tensionar las órdenes que le vienen de sus superiores.

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Si este libro es admirable, es porque quien lo escribe sabe cómo hacerse el burro ante las órdenes que emanan del nombre “Derrida”. A la vez, hacerse el burro con un nombre así significa no dejar de ser nunca un parásito, no dejar nunca de picotear una cabeza tan rica en nutrientes. Parásito: si nos detuviésemos por un momento en esta palabrita, notaríamos que de ella participan el prefijo para –lo que está contra y junto a– y el sufijo sito, que envía a la lógica de los alimentos, de los nutrientes, de la comidita. La sitología escrita así, con “s”, es una ciencia de los alimentos, mientras que la citología escrita con “c” conduce al mundo de las citas. En este libro Derrida es citado no solo de manera abundante sino también rigurosa (se rastrea cada cita en su lengua original, en cada una de sus raíces, en cada una de sus etimologías), pero paralelamente se va tejiendo una gran telaraña en la que los nudos, las tensiones, los suplementos o las anexiones –en fin, la escritura en Derrida- quedan atrapados.

Si así sucede, es porque el autor muestra que la promesa zoográfica de que Derrida animalizaría la historia de la filosofía se convierte de inmediato en una historia de la filosofía a la que Derrida ingresó a caballo de la zoografía. Rodríguez –en cambio- prefiere comportarse por medio de su escritura como el piojo que succiona, chupa, tironea y reconfigura. Lo hace respecto de los problemas demarcados con tanta precisión por el filósofo al que admira: es su animalejo, un animalejo que come intercalando. Aplicado al campo de la exposición o la escritura, la intercalación es un paréntesis, lo que de algún modo explica que en este libro los paréntesis proliferen por montones. Cantos Cabríos debe ser el libro con más paréntesis que he leído en toda mi vida, pero esto es porque los paréntesis y los parásitos comparten justamente una actividad: la de ponerse aparte estando completamente adentro.

Es cierto que los parásitos remiten a los nutrientes ahí donde los paréntesis remiten a las tesis, a la posición. Pero precisamente: la posición de Rodríguez respecto de Derrida es la de quien se desparrama por todos los lugares, la del heterótrofo sagaz que alza la mirada para moverse por la estepa del pensamiento a una velocidad imparable. Un burro ligero, una liebre pensativa, un pequeño erizo que ve en las citas animales sueltos que pastan a un costado de las autopistas por las que pasan a gran velocidad las teorías consumadas o las tímidas exégesis. Por eso este libro da por momentos la impresión de atisbar ahí, en el corazón de esas autopistas, demasiada señalética, mientras que al costado ve crecer la hierba fresca, el pasto húmedo, las colinas que imponen un desvío. Es un libro que tiene hambre, que quiere comer, que quiere admirar marchándose con los animales que pastorean a un lado de todos los caminos. Había nacido para andar a lomo de esos animales, pero al final se fue con ellos, se animalizó con ellos, se hizo animal que piensa regalándole al soberano esta diferencia. Es la diferencia por medio de la cual el animal como pensamiento le responde a un cierto modo de escribir la filosofía.

 

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