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Memorias de octubre (1) El último viaje de Marx

Por: Federico Galende | Publicado: 15.05.2016
Memorias de octubre (1) El último viaje de Marx foto galende |
¡Arre, arre!, exclama la pequeña Tussy sentada a lomo de su padre, y entonces él relincha, da un brinco y corre a toda velocidad en cuatro patas por el jardín. La melena ensortijada son las riendas; la enorme barba, aquello de lo que se toma la pequeña para frenar su caballito de un tirón. Esa imagen Marx la ve ahora desde el puerto en el que está parado: es una imagen remota, han pasado muchos años, ya no cuenta ni por asombro con esa energía y está a punto de embarcarse por primera vez fuera de Europa. Su destino es Argelia, tierra en la que nacerán después algunos ávidos lectores suyos como Althusser, Rancière o Derrida.

¡Arre, arre!, exclama la pequeña Tussy sentada a lomo de su padre, y entonces él relincha, da un brinco y corre a toda velocidad en cuatro patas por el jardín. La melena ensortijada son las riendas; la enorme barba, aquello de lo que se toma la pequeña para frenar su caballito de un tirón. Esa imagen Marx la ve ahora desde el puerto en el que está parado: es una imagen remota, han pasado muchos años, ya no cuenta ni por asombro con esa energía y está a punto de embarcarse por primera vez fuera de Europa. Su destino es Argelia, tierra en la que nacerán después algunos ávidos lectores suyos como Althusser, Rancière o Derrida. Jenny, la mujer a la que no dejó de amar ni por un segundo –“de repente te asomas frente a mí, grande como la vida y yo quiero besarte”, le escribió una vez- acaba de morir hace poco más de un mes, hoy corre un helado día de febrero de 1882 y Marx quiere huir tanto del invierno inglés como de la inmensa pena que tiene. Algo se ha vuelto irreparable: los hijos que se marcharon tan pequeños, las agotadoras mudanzas de un país a otro, las persecuciones de la policía, la felicidad de aquellos días animados en los que eran pobres pero estaban todos juntos.

Él en cambio camina ahora solo por una callecita de la Casbah, no tiene a donde ir, ve una luz prendida y entra en el local. Se sienta en silencio frente al espejo, mira a los ojos al barbero y le dice: rasúrela por completo. ¿Está seguro, señor? Seguro. Entre otras cosas porque un día antes ha tenido la precaución de hacerse fotografiar “vestido”, con la melena rozándole los hombros y la barba que le están quitando cubriéndole la cara. Es la última foto de Marx, la última que le conocemos. El día que se la tomó escribió también la que a la postre sería su última carta: “Estimado Doctor, siento no haber tenido tiempo de despedirme, envíeme la cuenta a 41 Maitland Park, si no lo he visitado más es porque encuentro cierto alivio en mi jaqueca, como si el dolor físico fuera hoy el único anestésico que me queda contra todo mi dolor”. Poco tiempo después hizo las maletas y regresó a Londres, donde murió meses más tarde a causa de una bronquitis que se le había convertido en una pleuresía: respiraba mal, sus pulmones colgaban como dos bolsas aplastadas.

Francis Wheen recuerda que la tarde en la que Engels golpeó a la puerta de su casa, bajó el ama de llave y le dijo que pasara, que el Moro descansaba en su mecedora predilecta junto al fuego de la chimenea. Engels entró y lo vio dormido, pero en realidad estaba muerto: la mecedora todavía se movía. Hacía frío en Londres, hacía frío en esa habitación, el fuego se había extinguido. Tres días más tarde Marx fue sepultado en una tumba marginal del cementerio de Highgate junto a Jenny, fue un 17 de marzo de 1883, había dejado como única herencia unos pocos libros y algunos muebles corroídos. Lo había dado todo por la humanidad y se marchó con las manos vacías. Engels lo mencionó en su entierro, conformándose con dirigir esas palabras a las únicas diez personas que asistieron. Lo que Engels dijo exactamente fue que “a la humanidad le faltaba ahora una cabeza, la cabeza más notable del siglo”.

Pero como faltaba poco para que el siglo cambiara, un joven escritor de Kiev dice que en realidad es él quien está ahora ante la cabeza más notable; como el que la porta está sentado, el escritor se permite contemplarla desde la altura. Piensa: “es un cráneo extraordinario, un cráneo que hace reparar menos en un tema de la anatomía que de la arquitectura”. Esta vez no ha golpeado a la puerta de una casa en Londres, como Engels aquel día, sino a la de una modesta casa parisina que está próxima al parque de Montsouris, en la rue Bonnier. Por eso la puerta no la abre esta vez Lenchen, la ama de llave de los Marx, sino Nadiezhda.

Nadiezhda en ruso es “esperanza”, pero cómo podía tenerla Marx si de los seis hijos que tuvo le sobrevivieron solo dos. Tussy, Laura. Tussy está grande, lo suficiente como para que todos la llamen Eleanor, y a diez años del fallecimiento de su padre cometerá un error: beberá ácido prúsico. El error no es ese, sino que el ácido lo bebió cumpliendo con un pacto de amor que su amante traicionó. A pesar de que María José Silveira discute esta hipótesis en la biografía novelada que le dedicó, no son pocos los que afirman que Aveling, su esposo, esperó hasta asegurarse de que ya no respiraba ni tenía pulso para irse con una amante más joven con quien se había casado a escondidas. Al tal Aveling Marx no lo soportaba, lo consideraba un impostor, se lo había dicho siempre a Tussy.

Laura en cambio no falló: quince años después de que muriera su hermana coincidió con su querido Paul en que ya no les quedaba nada por lo que vivir y se marcharon juntos. Se suicidaron en París una tarde de 1911 y al entierro asistieron todos los que habían estado ausentes en aquel cementerio de Londres. En esta ocasión hubo también un discurso: el hombre que lo pronunció era evidentemente un gran orador y dijo ante la multitud presente que “las ideas del papá de Laura se pondrían en práctica mucho antes de lo que nadie podría imaginar”.

Sabía muy bien de lo que hablaba: era nada menos que Vladimir Ilich Lenin, el mismo hombre cuyo cráneo contemplaba el escritor de Kiev.

Por entonces Lenin vivía en París junto a su esposa Nadiezhda, recorría sin que nadie lo advirtiera esas calles y se reunía con Ehrenburg -el joven escritor de Kiev- y otros bolcheviques emigrados en un cafecito de la avenue d’Orléans. El grupo se apiñaba alrededor de una mesa en el salón del primer piso, los bolcheviques pedían granadina y Lenin no, Lenin se embuchaba un jarrito de cerveza tras otro. Cada tanto miraba al mozo y le decía entre carcajadas: ¡estos jovencitos son revolucionarios y beben granadina! En Gente, años, vida, el escritor de Kiev recuerda cómo Vladimir escuchaba atentamente a cada comensal mientras discutían encendidamente los libros de Karl Marx. Eran días duros y felices, había muerto Laura, pero la revolución estaba a unos pasos, se acercaba, daba la impresión de ser un hecho irremediable.

La noche en la que Ehrenburg tocó nerviosamente a su puerta, Lenin lo invitó a comer, tomaron una sopa y entre sorbo y sorbo le comentaba a su esposa: “Ya lo ves, Nadiezhda, este chico acaba de llegar de Moscú, sabe lo que piensan los jóvenes”. La casita era tan sencilla como la de Marx, salvo que en ésta todo permanecía en orden, los libros perfectamente alineados sobre las estanterías, la mesa de trabajo despejada, los platitos de porcelana en su lugar. Tampoco las cabezas notables, despoblada del más mínimo pelo la de éste y con la melena ensortijada la de aquel, se parecían demasiado ni tampoco el modo de vestir: a un Marx harapiento y desaliñado Lenin oponía un digno traje oscuro con el cuello bien almidonado. Los protocolos del pensar revolucionario habían dado un giro, como notó Fotinski.

¿Quién era Fotinski? Era un pintor pobre que hacía bocetos de paisajes en la plaza, pasaba hambre, había emigrado de Rusia hacía más de cincuenta años, pero a pesar de eso seguía diciendo “en nuestro país, en Rusia…” No logró ninguna fama ni nadie más lo recordó, salvo Ehrenburg, quien lo recuerda no por sus pinturas sino por la forma original que tenía de cruzar la calle: lo hacía levantando una mano para que los conductores se detuvieran, como un Moisés abriendo las aguas del Mar Rojo. Una mañana en la que desayunaba en La Rotonde, Ehrenburg divisó a Fotinski caminando entre los coches con su mano levantada y a los pocos segundos lo tenía enfrente: “¿Cómo? ¿No te has enterado? ¡Ya no hay Zar!” –gritó.

El escritor de Kiev espió entonces el diario que alguien leía en otra mesa y ahí estaba: “Golpe de Estado en Petrógrado: Abdica Nicolás II”.

Fotinski se quedó pintando en la plaza de siempre mientras Ehrenburg y una caravana de emigrados rusos corrían como locos hacia la Embajada, en cuyo interior lograron penetrar tras varios forcejeos recién al atardecer. Adentro la gente gritaba, se abrazaba, se felicitaban unos a otros. De pronto rompieron todos a bailar, la noche era una fiesta, alguien había descolgado el retrato del Zar de la pared y todos pisoteaban al tirano mientras bebían vodka de la botella y se besaban.

A la mañana siguiente comenzaron los infinitos trámites para conseguir todos los papeles, salir de Francia y regresar por fin a Rusia, donde un poeta al que los bolcheviques trataban de niño clásico de salón, y del que los intelectuales de occidente difundieron solo la imagen de su oposición al comunismo durante la época de Stalin, escribió enfebrecido de entusiasmo: “La tierra flota / ¡Ánimo hombres! / El océano se abrirá como un arado / Y hasta en el frío del Leteo recordaremos / que diez cielos nos costó la tierra”.

Son los enamorados versos que Ósip Mandelstam regaló a esa gran revolución que era también la suya. Hacia la profundidad de esos versos se encaminaban ahora todos estos hombres y mujeres que avanzaban dejando París a sus espaldas para cruzar a Escocia y tomar en la nublada Aberdeen el buque de carga que los dejaría al otro lado. Iban apretujados como sardinas a la intemperie, en la cubierta, el barco se bamboleaba y todos discutían con pasión sobre los pasos a seguir. Algunos se insultaban, otros estuvieron a punto de irse a las manos, pero los ánimos se fueron calmando porque al fin de cuentas viajaban todos movidos por lo mismo, amaban las mismas cosas: sabían que los esperaban los campos de flores aplastados por la nieve, la holgura de las calles, las chimeneas de las fábricas ennegreciendo las noches blancas, y los gansos y el Pravda y los Koljós del Cáucaso. Así que con el caer de la tarde se fueron adormeciendo, y el mar siguió hablando a solas de sus cosas.

 

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