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Proceso constituyente y las Izquierdas: Diálogos en torno a las reglas del juego

Por: Claudio Santander Martínez | Publicado: 20.05.2016
Proceso constituyente y las Izquierdas: Diálogos en torno a las reglas del juego gno |
Supongamos que ganamos. Nos reconocemos en lo que comúnmente se llama “la izquierda” y nuestras ideas de una sociedad justa se han materializado en un apoyo social transversal. En ese sentido hemos ganado, supongamos. Esa materialización en la práctica significa que la mayoría de la población está de acuerdo con nosotros y nosotras de que son nuestras ideas las que tienen que informar un nuevo proceso constituyente.

Supongamos que ganamos. Nos reconocemos en lo que comúnmente se llama “la izquierda” y nuestras ideas de una sociedad justa se han materializado en un apoyo social transversal. En ese sentido hemos ganado, supongamos. Esa materialización en la práctica significa que la mayoría de la población está de acuerdo con nosotros y nosotras de que son nuestras ideas las que tienen que informar un nuevo proceso constituyente. Pero somos izquierda, y hemos sufrido en carne propia y compartido los sufrimientos de los desesperanzados de otros lares, por la falta de oportunidades, la intolerancia, el exilio, la prisión, la tortura, la discriminación. Por ello no vamos a imponer lo mismo a quienes, supongamos, han perdido. Somos conscientes que quienes han sufrido la crueldad de la tiranía y la opresión  en todas sus formas no siempre han estado alineados con lo que nosotros consideramos como “la izquierda”. No importa. Nos sentimos en deuda con ese dolor porque entendemos, supongamos, que gran parte de la injusticia tiene su origen en una organización injusta de la cooperación social, en el que se privilegian injustificadamente ideales de posición social, origen de posesión y propiedad, mérito individual, y formas asimétricas de interacción comunitarias. No vamos a cometer los mismos errores que cometieron con nosotros no por equilibrio sino porque es justo, así que si bien somos mayoría, vamos a respetar, con voz y voto y representación, a las minorías que perdieron.

Supongamos que ese nosotros en realidad está compuesto por un grupo diverso que no está exento de roces y fricciones internas. Supongamos que ese grupo se compone de varias izquierdas: la izquierda fáctica, la izquierda académica y la izquierda feudal, siguiendo la taxonomía que, sin ánimo de ser exacta ni exhaustiva, ni de esconder cierta desazón, describe Mauro Salazar en su columna: «La izquierda Chilena. Hora de Borrascas». Pero para nuestros efectos resulta igualmente útil esta clasificación, pues apunta a distintas capacidades que entran en pugna con la sensibilidad ideológica que la izquierda se pretende para sí. Así la izquierda fáctica reúne las capacidades de un grupo entronado en la práctica del poder, en la gobernabilidad y en el juego democrático de negociación y equilibrios políticos. La izquierda académica, en cambio, se compone de un grupo heterogéneo, pero disciplinado en un mismo canon: la discusión intelectual y las reglas -a menudo extenuantes- de la racionalidad. Por último, tenemos a la izquierda feudal, que entiende los códigos sociales, las formas en las que se desenvuelve el poder económico y tiene un talento privilegiado para la “dirección”. Para pintar un cuadro realista de estos tres grupos digamos que no solo virtudes los caracterizan: así como la izquierda fáctica domina el arte de la gobernabilidad defiende con esmero la burocracia estatal, y abusa del lenguaje de las “encuestas” y de los estándares que impone la “política pública”. La izquierda académica es sofisticada, bon-vivant, y creativa, pero también inerte, lenta y muchas veces irrelevante. Agazapada en la pasión por la “indexación” y los papers se siente más a gusto en los departamentos universitarios de “Estudios de la Realidad Social” que en la calle o en los pasillos del Ministerio. La izquierda feudal, por último,  si bien comparte una sensibilidad común con las otras dos, está afectada esencialmente por sus conductas elitistas, en el que la política, al fin y al cabo, no es más que un juego de poder dónde triunfa el más aventajado y en el que todo representa un medio para alcanzar un fin.

Así las cosas, supongamos no obstante que esta izquierda, con toda su pluralidad, ganó el apoyo popular y las distintas capacidades de las tres izquierdas se tienen que sentar a discutir. Supongamos que deben decidir sobre los fundamentos qué deben guiar una sociedad que reflexiona sobre sí misma y se quiere por ello dar una estructura constitucional. Supongamos que hay ciertos acuerdos transversales sobre los que no se discute, no porque sean religiosamente intocables sino porque sobre ellos se construye toda discusión posible: democracia, pluralidad, respeto a los derechos humanos de cada ciudadano y ciudadana. La izquierda académica entonces se preocupa: “tal vez no debemos establecer nada sustantivo, en términos de definir como se debe entender la democracia, la pluralidad, los derechos esenciales”. La izquierda académica parece tener razón, piensa la izquierda fáctica y la izquierda feudal.

Supongamos entonces, que la discusión en el seno de la izquierda se vuelca sobre cómo se debe estructurar un acuerdo social sobre el cuerpo legislativo de la constitución. La izquierda feudal entonces alza la voz: “pero no podemos pretender llevar a cabo un acuerdo procedimental de la nada, como si no tuviéramos historia. Debemos respetar las practicas, las comunidades, locales, las particularidades sociales, el devenir de nuestro país y a la luz de eso, pensar los valores esenciales que le han dado forma a nuestra sociedad”. La izquierda factual esta abiertamente de acuerdo como también lo está la izquierda académica, aunque ésta última duda, escéptica como siempre, sobre la sinceridad de la izquierda feudal.

La izquierda académica quiere en realidad pensar todo, imaginar un mundo nuevo, una nueva “ontología social” se le oye murmurar, donde todos y todas estén representados en una sociedad “post-X” (donde X puede ser neoliberal, capitalista, etc). Pero también está de acuerdo, piensa a continuación, que su ideal de un mundo nuevo no se diferencia, en la práctica, del ideal de la sociedad integrista de un conservador. A veces eso le da lo mismo a la izquierda académica, porque sabe que el peso de la verdad termina por imponerse. Aunque también a veces, supongamos, se retracta un poco, porque sabe que la historia narra que cuando se establece una definición, se afirma una verdad, y al final de día, siempre la sangre corre.

Supongamos entonces que las izquierdas ante estas disquisiciones alcanzan ciertos acuerdos. Ni revolución ni comienzo de cero, hay valores sustantivos -democracia, respeto a la pluralidad, derechos fundamentales- que no se discutirán. Lo que si se discutirá, acuerda la izquierda, es cómo se entiende la democracia, qué representa efectivamente el respeto a la pluralidad en el mundo social, y qué derechos deben priorizarse sobre otros. Y claro, la izquierda factual insiste en que la única forma de que las ideas de izquierda se justifiquen y se realicen de forma estable en el tiempo es que sean legitimadas por el consenso de la población. “Para eso luchamos contra la dictadura” reafirma la izquierda factual. Lo que es cierto, porque de las tres, es la nica que lucho, en el sentido más gráfico de la palabra. La izquierda feudal tiene sus reparos de que sea realmente el consentimiento popular quien otorgue finalmente estabilidad social. Pero se los reserva, supongamos. Al fin y al cabo, uno de las más preciadas virtudes sociales de la elite es el pudor, o como diría Platón, la vergüenza ajena.

La izquierda factual no obstante no se queda ahí. Sostiene que si bien el acuerdo debe seguir un procedimiento legitimado socialmente, es deber de la izquierda, porque para eso la mayoría de la población le dio el apoyo, establecer una guía sobre los valores republicanos que deben estar a la base de cómo entendemos la democracia, la pluralidad y los derechos fundamentales. La izquierda académica concienzudamente declara que los valores que deben guiar el proceso constituyente son los que están a la base de valor de la democracia, la pluralidad, y la defensa del derecho. La izquierda feudal señala que decir eso es redundante, y la izquierda académica se explaya: los valores de la democracia, la pluralidad y el derecho son los que emanan de las relaciones sociales más auténticas. La izquierda feudal levanta una ceja. La izquierda fáctica toma la palabra: “solidaridad, respeto, confianza, asistencia, fraternidad”. “En una palabra”, interrumpe la izquierda académica para retomar la palabra: “igualdad”. La izquierda factual está de acuerdo y agrega, “y fraternidad”. La izquierda feudal no está completamente convencida. Pero no dice nada.

Supongamos entonces que lo que guiará el proceso constituyente son los valores de la igualdad y la fraternidad. La izquierda factual no solo no está convencida, cree que sería una gran injusticia si el valor de la libertad no se incluye. “Más que mal”, sostiene, “para qué queremos igualdad y fraternidad si no podemos llevar a cabo la vida que queremos vivir.” La izquierda factual se convence. Le preocupa la existencia del mercado y las interacciones de las personas. La izquierda intelectual no se convence, la libertad es relativa, piensa. “En el mercado por ejemplo”, argumenta dirigiéndose a la izquierda factual, “la libertad produce acumulación de la riqueza de algunos en desmedro de otros. Resultado, en el mercado solo hay libertad para quienes puedan pagar.” La izquierda feudal no termina de entender qué tiene eso de malo. Si pueden pagar es porque se han hecho de las posibilidades. Se incomoda cuando la izquierda factual le recuerda que eso se debe a la falta de institucionalidad para regular los mercados, no a la iniciativa de los individuos. La izquierda feudal no está segura. No está segura, eso de alguna forma ya lo sabía. Es cierto -por eso es de izquierda- que gran parte de las inequidades sociales no son producto de la falta de iniciativa personal, sino que a desigualdad de oportunidades. No obstante eso, algo no le cuadra.

A la izquierda factual le preocupa que el mercado, como una institución social justa para intercambiar bienes y servicios, sea excluido de la vida social, pues sería una forma irrealista de entender y conformar los términos justos de la cooperación social. La izquierda intelectual, bastante molesta, exige que se piense en formas alternativas para el intercambio entre personas, que vayan más allá de la existencia del mercado de acumulación capitalista. “Hacia otra ontología social” se le escucha murmurar. La izquierda factual y feudal están medianamente de acuerdo, pero no consideran que eso los lleve a tener que concluir que debe excluirse la existencia del mercado como una forma de intercambio entre personas. “Que decida la gente!” dice sonriendo abiertamente la izquierda factual. La izquierda feudal adopta un gesto de seriedad y con voz serie les dice: “esta discusión sobre el modelo de mercado pone en serios aprietos nuestro entendimiento sobre qué entendemos por la propiedad de las personas”. “Exacto, aquí está en juego el concepto de propiedad privada” alega la izquierda intelectual, también en un afectado tono solemne.

Supongamos, que como es propio de la izquierda académica, ésta reflexiona y considera lo siguiente: “En efecto, el valor de la democracia y del respeto a la pluralidad es difícilmente realizable sino se considera entre los derechos de las personas el derecho a la posesión de bienes”. La izquierda feudal asienta, con entusiasmo. “Pero no se apuren” prosigue la izquierda académica, “si la izquierda feudal tiene razón y la libertad es un valor fundamental como la igualdad y la fraternidad, no se sigue de ello que debamos defender un derecho de propiedad como lo articuló la tiranía neoliberal que nos antecedió”. “Podemos pensar en un derecho de propiedad que también admita la propiedad pública”. “Exactamente” afirma entonces la izquierda factual, “una derecho de propiedad que esté regulado por el Estado, devolviéndole así su carácter propiamente republicano”.

Supongamos que la izquierda en conjunto entonces coincide en que los valores que deben guiar los principios que articulan la democracia, la pluralidad y los derechos de las personas deben estar determinados por la libertad, la igualdad y la fraternidad. “En ese orden” subraya la izquierda feudal. “¡Qué la gente decida!” se apura, con una sonrisa, a decir la izquierda factual. La izquierda académica, que ha coincidido a regañadientes, sale al paso y señala: No es necesario establecer un orden de prioridad sobre estos valores. Depende uno de otros, y son co-extensivos. La izquierda factual en ese punto se desconcentra después que la izquierda académica pronunciara “co-extensivo”. La izquierda feudal sin embargo señala, aunque sin la sonrisa y el entusiasmo de la izquierda factual: “que la gente decida”.

Supongamos que la izquierda factual vuelve en sí y cuestiona: “pero cómo debería hacer por ejemplo nuestra sociedad para priorizar el valor de la libertad sobre la igualdad en un sistema público de educación si seguimos el orden que propone la izquierda feudal? No es eso volver al sistema de vauchers? Cada quien elige el colegio que quiera en un mercado de la educación libre siendo la labor del estado subvencionar y evaluar la calidad de los establecimientos para distribuir recursos? La izquierda académica suspira con desdén. La izquierda feudal no dice nada pero piensa: “sí, por ejemplo”. La izquierda factual, perita en las trivialidades de las políticas públicas, retoma: “puede pensarse en un sistema gratuito de acceso universal en la que cualquier grupo de ciudadanos pueda establecer un proyecto educativo que sin embargo no se restringa por la capacidad de pago de las personas. Algunas de esas escuelas pueden ser de propiedad privada y otras de propiedad pública, como acordamos más arriba. Lo importante es que es un sistema público universal que se rige, como toda el resto de las instituciones públicas, por los principios de libertad, igualdad y fraternidad”. La izquierda académica esta vez entusiasmada, agrega: “y así con la salud pública, la vivienda social, y las pensiones”.

Supongamos que la izquierda feudal ha llegado hasta aquí confirmando cada acuerdo aunque con un malestar no articulado y que no logra poder expresar adecuadamente. Balbucea ante las demás que entiende el rumbo, que está de acuerdo con los valores, pero que hay algo que no le hace sentido. “OK, hay instituciones públicas que se financian con las contribuciones del trabajo libre de las personas que entran a un mercado regulado de manera justa para intercambiar sus bienes y los productos de su trabajo. Si este proceso se toma en serio, la igualdad no significa igualdad absoluta de ingresos, de educación, o de lo que sea. Como decía un amigo democratacristiano, no se trata de igualdad sino de equidad. Es decir, no es uniformidad, sino que todos tengamos las mismas posibilidades.” “Igualdad significa” interrumpe la izquierda factual, “igualdad de oportunidades, para acceder a la educación, a puestos de trabajo, a la estima social, etc”. “Pero esa igualdad de oportunidades tiene que ser efectiva” retoma la izquierda feudal, “tanto para el acceso, como para recoger de manera justa las recompensas que se obtienen por la diferencia de esfuerzo de cada persona una vez que acepta y accede a una igualdad de oportunidades. Luego, visto así, si no respetamos la desigualdad de ese resultado no estamos respetando su libertad (para dedicarse o esforzarse en una labor) lo que le quita estabilidad a nuestra sociedad porque las personas pueden sentir que no se les respeta”. La izquierda feudal se da cuenta que ha articulado mejor así su preocupación. La izquierda factual se interesa cuando escucha que la izquierda feudal pronunció la palabra “estabilidad”.

Entonces la izquierda académica toma partido en la conversación y especula: una forma en que se respete tanto la libertad como la igualdad es que los resultados de esa desigualdad vayan en beneficio de los que quedaron menos aventajados. Así se afirma al mismo tiempo el valor de la fraternidad”.  La izquierda feudal no está segura. “Más que mal”, piensa, “por qué debería premiarse la “irresponsabilidad” de los que no quisieron esforzarse lo suficiente? La fraternidad es un valor que podría usarse para justificar esa práctica pero me parece excesivo y eventualmente abusivo”. Pero no lo dice. Le da pudor. De todas formas, la izquierda académica, como leyéndole la mente, sentencia: “tengo papers indexados donde reflexiono que si alguien es naturalmente talentoso para algo, ello hace altamente probable que logre mejores resultados que alguien que no tiene los mismos talentos. El punto es, ¿debe recibir más una persona con un talento que ha obtenido de forma natural, es decir, en el que no ha invertido esfuerzo que una persona no talentosa?” y prosigue,  “también en otros papers indexados de notables colegas se muestra cómo, en la práctica, el éxito de las personas para rendir satisfactoriamente en ciertas actividades no tiene que ver mucho con los esfuerzos personales sino que más bien con las circunstancias en la que se desenvuelven”. La izquierda feudal se convence.

La izquierda factual entonces agrega: “Si entiendo bien lo que están discutiendo, qué pasa entonces si yo estando en el gobierno” -la izquierda factual siempre se imagina en el gobierno- “decido darle incentivos económicos a los más talentosos para que sean más productivos y así obtener, como gobierno, más recursos para redistribuir entre los más pobres”? Las tres izquierdas se dan cuenta que es una buena pregunta. Nadie habla por un rato. La izquierda factual continua: “Sería justo, y justificado con los valores que van a regir la democracia, que yo incentivara a los más ricos para que produzcan más y así tener más recursos? Internamente, la izquierda feudal considera que es justo. Pero no lo dice. De hecho, también piensa que se corrobora así su intuición sobre premiar la “irresponsabilidad”. La izquierda académica reconoce que ese problema es central. Pero prefiere tomarse un tiempo. Lee a Foucault. A Schmitt. Entiende las condiciones de posibilidad que hacen que esa pregunta sea una pregunta crítica. Se toma otro tiempo. La izquierda factual vuelve a la carga y sentencia:

“¡Que decida la gente!”

Supongamos que ganamos, que somos la izquierda, y que algo así es nuestra utopía.

Claudio Santander Martínez