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Memorias de Octubre (3): Cuando tenga la tierra…

Por: Federico Galende | Publicado: 29.05.2016
Memorias de Octubre (3): Cuando tenga la tierra… trenes |
El vuelo confiado de esos pájaros hablaba de Estocolmo, del mar calmo entrando en la ciudad, de las casas en las piedras y sus habitantes lúgubres haciendo planes para sacarse de encima la misma vida que los emigrados rusos soñaban con levantar de nuevo en otro lugar del mundo. Lenin había tomado un tren en Suiza, cruzaba los Alpes en un vagón precintado, sus compatriotas en Estocolmo lo aguardaban bebiendo Skol o tomando Absolut, que venía de Ahus en botellines que parecían frascos de jarabe.

A orillas del mar Báltico los emigrados rusos que volvían de París esperaban un telegrama de Petrogrado: los días pasaban como hojas, hamacados por el brillo metálico del agua, con conversaciones que interceptaban las gaviotas. El vuelo confiado de esos pájaros hablaba de Estocolmo, del mar calmo entrando en la ciudad, de las casas en las piedras y sus habitantes lúgubres haciendo planes para sacarse de encima la misma vida que los emigrados rusos soñaban con levantar de nuevo en otro lugar del mundo. Lenin había tomado un tren en Suiza, cruzaba los Alpes en un vagón precintado, sus compatriotas en Estocolmo lo aguardaban bebiendo Skol o tomando Absolut, que venía de Ahus en botellines que parecían frascos de jarabe.

Pero en Estocolmo Lenin no paró y la noche en la que descendió en Petrogrado pasó rauda, fue un 3 de abril y a la mañana siguiente estaba en el Palacio Táuride leyendo un célebre discurso que había escrito al interior de aquel vagón inquieto. Desde otro tren uno de los emigrados que provenía de Estocolmo miraba pasar el amanecer por la ventana: una niña conducía unos gansos, llevaba el pelo envuelto en un pañuelo, por debajo del pañuelo le caían sus dos trenzas. Nada parecía indicar que un mes atrás se había precipitado allí una revolución.

Esa revolución Lenin tampoco la consideró mucho en su discurso: como buen lector de El dieciocho brumario de Marx, pensaba que había que ir por más y ahora aleccionaba a Kamenev y a Stalin disparando contra sus posturas colaboracionistas. Cooperar con el Gobierno Provisional le parecía un desacierto, el cataclismo ruso no se mantendría esta vez en los límites de la revolución burguesa y había llegado el momento de que líderes como Stalin aprendieran de una vez por todas a ser más rápidos que la historia. De esa rapidez él mismo daría pruebas en aquella primera intervención de abril, donde habló con tal grado de vertiginosidad que los taquígrafos de Petrogrado no alcanzaron a seguirlo. El Pravda publicó la conferencia tres días después entreverando sus fragmentos en un artículo más amplio que tituló Las tareas del proletariado en la presente revolución, pero la impiedad del tiempo fijaría esas palabras al mes en que fueron pronunciadas: son “las tesis de abril”.

Los aplausos que esas tesis arrebataron al sóviet de Petrogrado no provinieron solo de su contenido, que vaticinó de todas maneras el pronto desmoronamiento del Gobierno Provisional y el paso del poder de la burguesía a manos de los obreros y los campesinos pobres, sino del modo en que fueron expuestas. Lenin había inventado algo: hablaba desarrollando en paralelo una teoría acerca de lo que significa hablar. Nos perdonará Benjamin, pero el autor como productor no era Tretiakov sino él, que mostraba a cada paso cómo se estaba produciendo a sí mismo en calidad de tal. Esto era porque Lenin sabía exponer una idea haciéndola coincidir con los medios de los que se valía para conseguirlo: de ese método debían aprovisionarse de inmediato los artistas-ingenieros de la Proletkult y los sóviets de los obreros y de los campesinos que empezaban a ramificarse por todo el país. Las fábricas serían para los obreros, la tierra para el campesino y para el poeta y los artistas, las palabras y los materiales.

Cuando en julio de ese año la presencia cada vez más amenazante de los bolcheviques llevó al Gobierno Provisional a sembrar una última rémora en un camino que estaba ya trazado, Lenin se tomó un descanso en Helsinki, desde donde siguió carteándose con los miembros del Comité Central y desde donde regresó a los pocos meses con un disfraz curioso. En Argelia Marx se había rasurado la barba, pero Lenin tenía ahora una peluca. Había escrito en Helsinki el que debe ser su texto más utópico, El Estado y la revolución, pero esa utopía era nada comparada con la melena que sacudía de un lado para otro mientras caminaba por las calles de Petrogrado. La melena tuvo el tino de arrancársela de un tirón en el zaguán del edificio en el que se celebraba la reunión del Comité Central, un gesto indispensable tratándose de que debía convencer al resto de los camaradas de que esta vez la toma del poder era inminente. Lo logró con la única excepción de Kamenev, quien para variar votó en contra, desoyendo nuevamente la lección que hasta Stalin había asimilado.

Pero el resto del Comité no votó en contra de la toma del poder, sino a favor: Trotski quedaría a cargo de planificar la operación y el 25 de octubre del viejo calendario (porque con el que se introducía ahora habría que hablar de “Memorias de noviembre”) la Guardia Roja avanzó sobre el Palacio de Invierno. Fue una revolución sin sangre, sin resistencia, una revolución ejemplar y silenciosa, en parte porque Lenin había calculado bien una vez más y el Gobierno se vino abajo de un soplido en virtud de que no estaba ya adherido a ningún cimiento. Se diría más bien que esa gente estaba muerta, por mucho que no supiera que lo estaba, como también Kerenski, quien logró pasar inadvertido entre las multitudes de obreros que se abrazaban entre sí con los fusiles abandonados en el suelo del Palacio. Kerenski se fugó, pero Kerenski no le importaba a nadie: era un residuo, una reliquia, rodaba por la penumbra de Europa como la corteza seca de un árbol muerto.

Después se habló de revolución y cada quien ordenó con desprolijidad y premura los hechos, los acontecimientos, sus vuelcos repentinos. Pero salvo por los tres decretos que fueron proclamados al día siguiente –se llamaba a los obreros de las naciones más adelantadas a abandonar esa guerra mundial que no les servía para nada, se abolía la propiedad de los terratenientes, se creaba provisoriamente el Consejo de Comisarios del Pueblo o Sovnarkom-, no fueron pocos los bolcheviques que se demoraron dos o tres años en cobrar conciencia acerca de lo que había sucedido. Marx había inventado una fórmula para esa rara contemporaneidad, “hay que hacer bailar las formas petrificadas cantándoles su propia canción”, y Maiakovski, de quien no se podría decir que ignoraba el sufrimiento que participaba de cualquier transformación, confesó haberse amansado colocándose en la garganta de esa nueva canción propia, pero ahora que las formas se movían nadie sabía bien qué hacer con ellas. Describir un amanecer es fácil, pero amanecer con él es algo muy complejo.

En nuestro tiempo por un iphone que la pequeña burguesía no puede obtener en el mercado se llama al derrocamiento de un gobierno que protegía la producción local o se monta una gran campaña de desprestigio en la prensa internacional, pero en Rusia las cosas no eran así: los hombres aguantaban, se hacían de esperanzas, incluso cuando se iniciaron los primeros disparos en Moscú y  el “comunismo de guerra” tuvo que improvisar medidas para paliar el hambre que empezaba a propagarse por todo el país. Blancos y rojos se cazaban unos a otros en las calles y los triunfos fatídicos los apretaban esta vez entre sus manos los kulaks que se valían del estado de excepción para seguir oprimiendo a los campesinos más humildes o los disfrutaban los comerciantes que llegaban a la ciudad tras intercambiar con esos campesinos bienes de consumo por raciones de alimentos que vendían a precios impagables.

Probablemente la niña que caminaba al lado de sus gansos siguiera haciéndolo cada mañana, guiada por una rutina milenaria, pero algo había cambiado: el emigrado que la había contemplado desde la ventana de aquel tren se había mudado a Kiev, donde los soldados alemanes comían salchichas sentados sobre sus tanquetas y los escuadrones de cosacos incendiaban las casas de los pobres mientras se emborrachaban bajo lluvias de plumas de colchones. De los muros ennegrecidos de esas casas todavía llegaban los aullidos de las mujeres, los niños y los ancianos asesinados bestialmente durante el último progromo, pero la gente moría ahora también de otras cosas: moría de hambre, de una bala perdida, del tifus transmitido por los piojos.

Si en las manos del emigrado que había llegado de Estocolmo caía una moneda, la gastaba en media taza de caldo o en un poco de café, en un puñadito de arroz a veces, pero lo normal era que en lugar de pasear por las orillas del mar báltico lo hiciera por la playa desértica del Dniéper buscando un cuis o algún pájaro muerto. Los limpiaba y los asaba aunque olieran a pescado descompuesto si había tenido suerte; si no era así, preparaba para la familia su desesperada sopa de pieles de pimiento. Los bolcheviques no tardarían en entrar a Ucrania trayendo la Nueva Política Económica, que daba ya sus primeros frutos, pero cuando eso sucedió el emigrado se bamboleaba entre las tormentas del mar Negro en un carguero que transportaba montañas de sal pura de Crimea: quería ir a Moscú pero debía atravesar Georgia. Los pesos que le pagó al marino los obtuvo por la chaqueta que traía puesta de París y que intercambió con unos jóvenes en el patio de una casa bombardeada: entre los pastizales del antejardín un viejo yacía muerto boca arriba, miraba con ojos vacíos el cielo encapotado, con el mismo viento gélido que soplaba en altamar agitándole la barba como un dulce trigal sin ningún testigo.

 

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