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Memorias de octubre (9): Mandelstam: la sal y el azúcar

Por: Federico Galende | Publicado: 10.07.2016
Memorias de octubre (9): Mandelstam: la sal y el azúcar MALDESTAM |
En su calidad de hombre tremendamente complejo, no sin tintes para sus enemigos de anticuado poeta de salón o tartamudo de museo, a Mandelstam lo acusaron de revolucionario bolchevique, de temprano policía de las tropas blancas, de enemigo acérrimo del estalinismo, de anarquista depravado y energúmeno dilecto.

A la casa que ambos ocupaban llegó un día un paquete, Nadiezhda salió rauda a recibirlo y después se quedó observándolo. En el paquete figuraba solo una línea: “devuelto al remitente por muerte del destinatario”. La más afortunada de las viudas, como en un rapto de descuido con su género escribió Anna Ajmátova, quien buscaba rescatar con esta frase el prestigio que en vida alcanzara nada menos que Ósip Mandelstam, había tomado semanas atrás de la biblioteca casi todos los libros que tenían para venderlos. Con los pocos pesos que obtuvo compró las baratijas que ahora enviaba a su marido deportado: en el paquete viajaban un par de zapatos, dos o tres camisetas de lana, algunos calcetines, un puñado de sal y algunos cubos de azúcar.

Lo del azúcar era porque en la época escaseaba, como había escaseado hasta hacía poco la sal, cuyos cargamentos en los tiempos de la revolución salían en barcazas de Crimea bajo la vigilancia estricta del ejército blanco. Para que unos puñaditos llegaran a Moscú, las barcazas debían darse la vuelta por Georgia atravesando el mar negro, donde cada tanto se las devoraba una tormenta. Eran barquitos pobres, preparados para andar en las orillas, y aunque el asunto había cambiado cuando los bolcheviques llegaron por fin a Koktebel, donde Mandelstam pasó una temporada después de la toma del Palacio de Invierno, en 1938 el azúcar seguía siendo escaso y en el campo al que lo habían deportado la vendían en cubos tan caros como sospechosos de contener algún veneno. Por eso Mandelstam tiritaba de frío sobre la nieve con su chaqueta desgarrada, a la espera de que el único compañero en el que confiaba le pasara un terroncito.

Como Nadiezhda no era solo “una viuda afortunada”, sino también una tremenda escritora, en sus Memorias abrevió la escena: “¡Bendita sea la palma sucia de ese condenado con un pedacito de azúcar para mi poeta!”

De las Memorias de Nadiezhda Joseph Brodsky había escrito el prólogo, claro que apartado esta vez en un cómodo salón de té del East Village de Nueva York, donde solía recibir a otros escritores rusos en tertulias que transcurrían sin alcohol, como notaría el mismísimo Limónov, de quien Carrère recuerda que detestaba tanto a Brodsky como a ese estúpido salón de té y todos los departamentitos amoblados de los viejos intelectuales moscovitas que se habían ido arrepintiendo. Es la razón por la que probablemente Brodsky dejó pasar en aquel escrito que a Mandelstam no lo habían encerrado solo los chekistas, también lo habían hecho los miembros del ejército del general Wrangel.

Si con la escasez de azúcar se rozaría después de haber redactado los conocidos versos contra Stalin (lo hizo en 1933, apenas unos meses antes de que los agentes del régimen llegaran a su casa y comenzaran a revolver todos los cajones mientras le regalaban caramelos), su relación con la sal la había tenido en Crimea, donde en 1919, como contó Voloshin, a Mandelstam los blancos de la contrarrevolución lo consideraban un criminal extremadamente peligroso, además de un loco insoportable.

Que era insoportable es cierto: las noches las pasaba aporreando la puerta de su calabozo mientras gritaba que él no había sido hecho para estar en cárcel. En el interrogatorio que le realizaron en la Oficina de Contraespionaje, se dice que interrumpió repentinamente al juez con estas palabritas: “Mejor dígamelo de una vez. ¿Ustedes sueltan o no a los inocentes?”.

En su calidad de hombre tremendamente complejo, no sin tintes para sus enemigos de anticuado poeta de salón o tartamudo de museo, a Mandelstam lo acusaron de revolucionario bolchevique, de temprano policía de las tropas blancas, de enemigo acérrimo del estalinismo, de anarquista depravado y energúmeno dilecto.

En la historia no son pocos los que atisbaron en él al mejor poeta ruso de su siglo, pero tampoco fueron muchos los que evitaron mencionar su estilo extravagante, su desequilibrio nervioso, su ánimo polar y su conducta algo imprevisible. Se irritaba por cualquier cosa, su cuerpecito enclenque no paraba de temblar, tenía fobia a los microbios y dormía boca arriba dándose aires de poeta idílico. Cuando despertaba, no paraba de moverse como un zombi de un lado para otro, la mayoría de las veces en silencio y escribiendo por resguardo sus poemas con los labios, tapizando el aire con oraciones breves que iba acumulando en su memoria.

En el hospital de Cherdyn, donde para variar fue también un día encerrado (lo acusaban de no ser normal, como si pudiese existir lo contrario), su esposa pasaba las noches en vela. Estaba a cargo de vigilarlo, y la única noche en la que se durmió vio entre sueños cómo Mandelstam se transportaba por la sala vacía como un fantasma liviano y lleno de sufrimientos. Un rato después se sentaría con las piernas colgando de la ventana: miraba la noche blanca, escuchaba la quietud o escribía con sus labios un poema en medio de la nada, pero cuando ella se sentó a su lado pudo ver cómo todo él desaparecía.

Se dejó caer por la ventana: ella había tratado de agarrarlo con desesperación por los hombros de la chaqueta, él se había desprendido de las mangas y se deslizó hacia el vacío, donde se escuchó el golpe de su cuerpo contra el suelo. Cuando Nadiezhda bajó, lo encontró echo un ovillo sobre un montículo de tierra. No quería vivir, y sin embargo una vez más se había salvado.

¿Salvado para qué? Quizá para realizar un último balance de sí mismo, apilando versos que en ese tiempo había empezado a anotar en irreversible pasado: “Desgraciado a quien como su sombra asusta el ladrido de los perros, aquel que, medio vivo, le pide a esa misma sombra su última limosna”. Años atrás confesaría haber acompañado un día el gozo del universo “como el órgano con sordina acompaña la voz de una mujer ”, pero eso también había pasado y la limosna que hoy pedía a esa sombra maltrecha era apenas un terrón de azúcar.

La sal le había sobrado por montones cuando vivía en Kiev y en una gabarra cargada de esa misma sal, extraída de un lago al norte de Crimea, Iliá Ehrenburg había alcanzado por fin la costa de Georgia, donde en la avenida Golovinski se encontró de frente con Ósip. Era una casualidad: habían nacido con apenas dos semanas de diferencia en 1891 y se habían hecho amigos en una Koktebel ocupada por los blancos en la que por hambre bajaban a las playas a buscar entre las piedras peces muertos o alguna gaviota descompuesta.

Ahora, en cambio, caminaban juntos por una delgada callejuela de Tiflis rumbo a la casa del poeta Titsian Tabidze (era miembro literario de Cuernos Azules, Milosz le regaló una oda inolvidable, sus poemas no se tradujeron nunca al castellano) a comer truchas, brochetas de vientre de cerdo horneado y salsas de bayas y de nuez. En medio del trayecto se habían detenido en una taberna persa a probar el famoso arroz guisado con carnero y a beber unas botellas del vino del lugar (un teliani, un kvareli) y en el infinito Maidan, donde vendían exquisitas turquesas engarzadas, Mandelstam decidió comprarse una chaqueta de cuero inglés.

Era la misma chaqueta que casi veinte años más tarde lucía toda desgarrada en el campo de tránsito al que lo habían enviado: temblaba helado bajo la lluvia, se acurrucaba a dormir bajo el alero de un granero inmundo y el último testigo que lo vio contó que al final caminaba por el frío completamente ido. Mandelstam padecía desde siempre una pequeña inestabilidad motriz, una afección que se le intensificaba bajo el apremio de las emociones o cuando se angustiaba. Si esto sucedía, se aceleraba como un autómata y empezaba a andar de un rincón a otro.

Sobra decir que era justamente lo que le estaba sucediendo: se perdía en el espacio y sin querer se acercaba hablando a solas a los alambrados o a las zonas prohibidas, donde un palazo seco en la cabeza era suficiente para que se desviara sin protestar hacia el lado contrario, donde en medio de los insultos recibía otro palazo que volvía a modificar su rumbo.

Nadiezhda recuerda que de más joven empleaba una muletilla; si algo no le gustaba o le parecía demasiado cínico, decía “estamos perdidos”. Una noche una amiga le leyó un discurso de Stalin en el que Stalin brindaba por la ciencia, pero por la ciencia “que hacía falta”, no por la que era innecesaria, motivo por el que Mandelstam, que comprendió enseguida, exclamó uno de sus típicos “estamos perdidos”. Su amiga enfureció y comenzó a gritarle: “¡Usted solo piensa en morir!” Él no pensaba eso, él pensaba que vivir era la obligación más básica del hombre.

El único problema era que en aquel campo ya no estaba vivo, ya no le andaba el corazón, que una mañana de diciembre se detuvo para siempre sin que siquiera lo notara, como no lo notó nadie tampoco porque murió sin ni un solo testigo. Ajmátova garabateó una fecha vaga en el poema que le dedicó y en el paquete que esa mañana recibió Nadiezhda nadie se tomó el trabajo de datar la defunción. “¿Quién puede saber al oír la palabra ‘despedida’ / cuál es la separación que nos aguarda?”, había escrito con premonición quince años atrás, veinte años atrás…

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