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La burla del Simce: ¿De qué calidad hablamos?

Por: Loreto Montero | Publicado: 27.07.2016
La burla del Simce: ¿De qué calidad hablamos? |
Desde el más común de los sentidos, la educación de calidad debiera representar para el profesor una oportunidad de aprendizaje constante, colectiva e integral, que contemple la cantidad suficiente de tiempo y espacio como para desarrollar un currículo diverso y dispuesto a la actualización.

Soy hija de una profesora que trabaja desde hace 20 años en una escuela municipal de escasos recursos. Su horario formal de trabajo es de 8 de la mañana a 6 de la tarde; su horario real es cualquier día a cualquier hora. Mi mamá es de las que recibe llamadas de apoderados durante el fin de semana, se queda hasta la 1 de la mañana haciendo manualidades para el acto del día siguiente, y lava los delantales y cotonas de sus estudiantes porque sabe que nadie más lo hará. Nunca sale menos que competente en la Evaluación Docente, recibió la Asignación Variable de Desempeño Individual, AVDI, y la Excelencia Académica dos veces; forma parte de la Red de Maestros de Maestros, ha sido evaluadora par más de una vez, y toma todos los diplomados y cursos de perfeccionamiento que su escaso tiempo le permite tomar. En su escuela la identifican como una profesora eficiente y todos los años la ponen a cargo de un cuarto básico para mejorar el puntaje en la prueba del Sistema de Evaluación de la Agencia de Calidad de la Educación, SIMCE. Eso significa que tanto ella como los niños, deben adaptarse constantemente a un ambiente educativo en el que los procesos de aprendizaje y vinculación afectiva a mediano y largo plazo, son casi imposibles.

En un día normal, mi mamá tiene que hacerle clases a un promedio de 40 niños. Entre ellos, está K.L. uno entre seis hermanos que pasan la mayor parte del día solos porque el menor de ellos sufre una afección al corazón que lo obliga a él y a su mamá a vivir en el hospital. El padre de K. es agresivo, pero afortunadamente sólo aparece de vez en cuando. Generalmente K. queda a cargo de su hermana que a veces olvida levantarse y llevarlo al colegio. Las veces que llega, lo hace desordenado y desaseado, siente rabia hacia sus compañeros, y ningún interés por aprender.

También está C.T., hija de una joven drogadicta que fue violada por su padrastro. C. permanece al cuidado de su abuela y la pareja de ésta, que es también su padre y el hombre que abusó de su mamá. En la escuela, C. le pega a sus compañeros y ellos le pegan de vuelta. Pasa del llanto a la risa de manera descontrolada y se siente incómoda si la clase continúa sin ponerle atención. C. no sólo es rechazada de forma unánime por sus compañeros, sino también por su abuela, que es la única contención familiar con la que cuenta.

P.C., por otro lado, tiene una enfermedad ocular progresiva. Sus pupilas se mueven constantemente, por lo que captar un estímulo visual representa para él un gran esfuerzo. Le gusta participar en clases y lo hace de manera asertiva, pero su discapacidad le impide dar su cien por ciento. El Programa de Integración Educativa (PIE) del colegio se preocupa de que él y otros niños con problemas no generen mayores “disrupciones en la normalización” de la sala de clases. Cuando P. tiene que dar pruebas, el Programa de Integración le pasa una lupa.

También está J.B., que anda siempre con un libro e intenta terminar rápido las actividades de la clase para dedicarse a leer. Hace poco la escuela denunció a su mamá a carabineros después de que J. mostrara su cuerpo cubierto de moretones. J. suele llegar a clases desaseado, y a sus nueve años ha tenido conductas suicidas más de una vez. En el aula participa y reflexiona activamente, hasta que discute con algún compañero. Entonces, lanza alguna de las mesas mientras todo el curso sale arrancando y mi mamá junto a otros tres niños intentan sostenerlo.

Déficit Atencional, Hiperactividad, Trastorno Específico del Lenguaje, Síndrome de Asperger, Esquizofrenia, son algunos de los diagnósticos con los que el sistema educacional etiqueta a estos estudiantes. En la práctica significa que mi mamá tiene que hacerle clases de lunes a viernes a entre cinco y diez niños y niñas que están demasiado cansados, enojados o deprimidos como para ponerle atención o mantenerse en silencio durante más de dos minutos.

La misión que la escuela le encomienda es elevar el puntaje Simce, realizando una vez a la semana un ensayo de 10 preguntas de Lenguaje y otras 10 de Matemáticas. No importa si en el mismo día el curso tiene que rendir además las pruebas calendarizadas para cada unidad del currículo, o si es necesario cancelar las horas de educación física – ramo preferido por muchos-, para hacer el ensayo. Si la escuela baja su puntaje, esto se puede traducir en una pérdida de matrículas, disminución de financiamiento y del sueldo de los profesores por la pérdida del bono del Sistema Nacional de Evaluación de Desempeño, SNED.

La presión, por lo tanto, es tan grande que el puntaje del Simce se convierte en un estigma y una frustración constante para toda la escuela, ya que menos de la mitad de los alumnos logra un rendimiento igual o superior al 60 por ciento. Peor aún, este énfasis sostenido en la evaluación, parece decirles a los niños que no importa mucho lo que les pase en sus vidas, no importa que tengan que lidiar a los nueve años con problemas con los que ningún ser humano debiera lidiar jamás, y ciertamente no importa que logren sentirse mejor consigo mismos y con sus compañeros, mientras sean capaces de resolver un problema matemático o mejorar su comprensión lectora.

Sin duda, no se trata del único problema de la educación pública, ni la causa de todas las fallas del sistema, pero sí una expresión feroz de la visión utilitarista con la que éste ha sido permeado. El movimiento Alto al Simce viene denunciando desde hace años cómo niños y profesores son adiestrados para rendir una prueba que los homogeniza y luego los estigmatiza por evidenciar la desigualdad que el mismo sistema educacional se encarga de reproducir. A esa reflexión me gustaría agregar lo paradójico que resulta que la calidad de la educación se haya transformado en el estandarte de los más diversos movimientos sociales en los últimos años, sin que ninguno de ellos la haya definido adecuadamente, ni la haya asociado de modo claro al bienestar mental y emocional de profesores y estudiantes.

Desde el más común de los sentidos, la educación de calidad debiera representar para el profesor una oportunidad de aprendizaje constante, colectiva e integral, que contemple la cantidad suficiente de tiempo y espacio como para desarrollar un currículo diverso y dispuesto a la actualización. Para cualquier niño o niña la educación de calidad debiera ser un proceso grato que reconozca sus intereses, su diversidad, además de su incansable curiosidad y capacidad de juego. Para niños y niñas como los de la escuela de mi mamá, sobre todo, una educación de calidad debiera representar un espacio de acogida, un lugar en donde no sólo se desarrollan habilidades lógicas, sino que se crea y se experimenta la contención afectiva que no se ha tenido la suerte de recibir en casa. Porque cuando eso no existe, pedirle a un niño o una niña que rinda bien en una prueba, es simplemente una burla.

Loreto Montero