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Memorias de octubre (12): El maestro de la vida sinfónica

Por: Federico Galende | Publicado: 07.08.2016
Memorias de octubre (12): El maestro de la vida sinfónica sinfonica |
Hijos bobos o descarriados de una aristocracia que vertía sus últimos esfuerzos en sostener un zarismo encanecido y decadente, se hacían llamar los “buscadores de la verdad”, y con el ánimo de difundir los conocimientos que habían conquistado en el oriente se le ocurrió al estrambótico Gurdjieff desembarcar en Rusia durante los años de la revolución.

Como la excéntrica Lady Stanhope, cuyas hazañas precedieron en varios años a las de su compatriota Lawrence de Arabia (él terminaría sus días volando trenes turcos en Azraq, pero de ella Lytton Strachey recuerda cómo se ganó el corazón de las mujeres sirias la mañana en la que penetró en Palmira a rostro descubierto, con pantalones y montando a caballo como un hombre), o el propio A. De Paniagua, de quien Wilcock comentó la obra que dedicó a mostrar que los franceses eran negros que provenían de la India meridional, Giorgi Ivánovich Gurdjieff dedicó su vida a hermanar oriente con occidente. Había nacido el primer día del año de 1877 del viejo calendario ruso en Alexandropol, recién conquistada por el ejército del Zar, y se difuminó después sin dejar ni un solo rastro.

Sus amigos y familiares lo daban por muerto cuando una mañana de 1913 apareció en Moscú. Nadie le preguntó jamás dónde había estado y hubo que esperar a que publicara su Encuentro con hombres notables, segunda parte de una obra en la que trabajó durante más de una década y cuyo título general es De todo y de todas las cosas, para obtener de su periplo por el mundo alguna pista: había vivido al interior de una tumba en la antigua ciudad de Tebas y remontado el Nilo hasta Abisinia en una balsa construida por él mismo, formó parte en Siria de una secta ocultista, cruzó el mar rojo y sobrevivió un tiempo arreglando máquinas de coser o traficando alfombras persas por todo el medio oriente.

A uno y otro lado del Amu-Daria, que recorrió en un vapor desde las montañas de Hindu-Kuch hasta su desembocadura en el mar Aral, había visto los leños encendidos y las tiendas pobres levantadas por Bucarianos, Persas y Afganos, las fiestas pintorescas que organizaban en medio de la noche y la comunidad heterogénea y libre que todos esos seres formaban. De esa visión nocturna asimiló Gurdjieff las enseñanzas que compartió con varios de los excéntricos con los que había ido trabando amistad en el camino. Eran los “hombres notables” a quienes conmemoró en sus Memorias: el Capitán Poggossian, Abram Ielov, el Príncipe Liubovedsky, Ekim Bey, Piotr Karpenko y el Profesor Skridlov. Hijos bobos o descarriados de una aristocracia que vertía sus últimos esfuerzos en sostener un zarismo encanecido y decadente, se hacían llamar los “buscadores de la verdad”, y con el ánimo de difundir los conocimientos que habían conquistado en el oriente se le ocurrió al estrambótico Gurdjieff desembarcar en Rusia durante los años de la revolución.

Su proyecto era levantar un Instituto para el desarrollo armónico del hombre, una suerte de secta mistérica desentendida de los temas que dividían inútilmente a Rusia -¿el de la “lucha de clases”?, ¿el de la “dictadura del proletariado”?-, y había tenido el desatino de sentar las primeras bases en el Cáucaso norte, donde pronto llegaría Tretiakov (el dramaturgo al que Benjamin definió como matriz del “intelectual operante”) a levantar en los koljos una gran red colaborativa formada por el campesinado bolchevique.

Gurdjieff la diferencia entre una comunidad y otra no la percibía: no alcanzaba a comprender bien qué era el comunismo, pero no le parecía que una verdadera red colaborativa pudiera prescindir del “desarrollo armónico de la personalidad” que él proponía. Se había sentido muy solo al principio (con la soledad propia de quien a sus pares los ha cambiado por discípulos), pero a solo un año de que se precipitara Octubre, la toma del Palacio, la sangrienta guerra civil, había tenido la suerte de conocer a un hombre que lo acompañaría a lo largo de la vida en cada una de sus desventuras. Gurdjieff se encontraría primero con sus escritos en Moscú, después de pasar una corta temporada en San Petersburgo, y quedaría profundamente impresionado por la destreza intelectual de este hombre que, como si fuera su gemelo perdido, había recorrido también todo el oriente en busca de la milagrosa transmutación del Yo. El libro tenía un evidente título esotérico, El Cuarto Camino, y Gurdjieff no había terminado de cerrarlo cuando se citó con el autor.

El autor era Piotr Ouspensky, y Juntos formarían con Gurdjieff un dúo infalible. La tesis básica de Ouspensky era que el ser humano creía estar despierto cuando en realidad estaba dormido y que existía la posibilidad cierta de que un día amaneciera libre. Para hacerlo, debía observarse a sí mismo e impregnarse de modo consciente de las impresiones recogidas de la vida ordinaria: la desdicha, la pobreza o el sufrimiento eran energías que debían reutilizarse en la elevación hacia una vida espiritual armónica. La clave estaba en apartarse del “materialismo”, que en el contexto de esa obra sibilina y furtiva se interpretaba como una devoción por la inmediatez que descuidaba la transmigración de esas almas que Sir Thomas Browne había observado de niño en las mutaciones de los gusanos de seda.

Como está de más decir, en el Cáucaso bolchevique la escuela de Gurdjieff no duró mucho y a días de la revolución el maestro tuvo que emprender junto a sus feligreses una rápida expedición bordeando las montañas. Por el escarpado camino el grupo llegó a Tiflis, momentáneamente tranquila, donde pasaron un tiempo ensayando una coreografía espiritual titulada La lucha de los magos. De todas las danzas sagradas que Gurdjieff puso a circular, ésta fue la única que se exhibió en público. Todo lo demás -el hidrógeno y el relámpago creativo, la esencia de los alimentos, las leyes del ocultismo, la mecánica del cuerpo, la consciencia espiritual y el eneagrama- permaneció reducido a la pequeña tropa de elegidos que Gurdjieff entresacaba de los círculos de la alta vida intelectual y de las clases económicamente privilegiadas.

Uno de sus traductores al castellano, el Dr. Cástor Goa, recala en uno que otro elegido: Margaret Anderson, quien había vendido su revista de vanguardia The little review, donde había publicado a Gide, a Apollinaire, a Cocteau, a Schoenberg o Modigliani, para sumarse al cenáculo, tal como lo harían más tarde Khaterinne Mansfield, quien buscaba solucionar sus conocidos problemas de migraña, o el mismo Orage, cuyo trabajo en The new age le hizo decir a Bernard Shaw que era “el ensayista más brillante de su tiempo”.

Con la entrada de los bolcheviques a Georgia (la revolución a Gurdjieff daba la impresión de morderle los talones), el Instituto se mudó a Constantinopla, donde entre las maravillosas danzas y los himnos sagrados que había empezado a componer el maestro sintió por vez primera la necesidad de conocer Europa. Nunca antes se le había ocurrido (lo suyo era el oriente, Asia, la causa de los eslavos), pero tomó la decisión de instalarse en Londres, desde donde emigró definitivamente con su Escuela a Fontainebleau. El Château du Prieuré que Gurdjieff compró a pocos kilómetros de París, con un dinero cuyo origen también respetaría el “ocultismo”, era sublime, y al laboratorio alquímico que allí ideó llegó una gran cantidad de gente: los residentes se levantaban a la madrugada, desayunaban liviano y luego pasaban a las tareas integrales de carpintería, gasfitería, jardinería, granja, huerta y construcción. La enseñanza residía en que llevaran a cabo estos ejercicios armónicos del cuerpo volviéndose conscientes de lo que hacían, una especie de biomecánica en versión de autoayuda esotérica.

Por ese mismo camino, leyéndolo no sin pasión, Keith Jarret confesó en una oportunidad haber llegado al arte de improvisar esos armónicos infrecuentes en el piano. Con esos “ejercicios de dedos” dijo haberse vuelto un día mucho más consciente de sí mismo y su técnica grandiosa, como lo probó en el Köln Concert, donde tocando a cuatro voces aportó cambios irreversibles en la historia del lenguaje pianístico, escondía detrás de cada improvisación una gimnasia brutal de autoindagación: el sufismo nacía desde su cadera, que el pianista deliberadamente rigidizaba para soltar todo el cuerpo a la altura del pecho y mover las notas con la boca en armonía con las teclas.

De las enseñanzas místicas de Gurdjieff había extraído también su obsesión por el rigor y el silencio: en invierno en sus conciertos se le entregan pastillitas para la tos a los asistentes y una amiga mía que lo vio tocar en Londres recuerda que detuvo un concierto para quitarse un zapato y tirarlo a la cara de un espectador que hacía ruido desenvolviendo un caramelo. Después volvió a tocar, pedaleando en el Steinway sin su zapato derecho, y en 1980 homenajeó al maestro ocultista grabando de punta a punta una formidable versión de los Himnos Sagrados que éste había compuesto. Entonces sí fue obvio que las enseñanzas de Gurdjieff habían arrojado un resultado.

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