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El último baile de Manuel

Por: Yasna Mussa | Publicado: 26.08.2016
El último baile de Manuel |
El 26 de agosto de 2011, el estudiante secundario Manuel Gutiérrez fue asesinado por Carabineros en medio de las protestas del paro nacional convocado por la CUT. A 5 exactos años de aquel día, el responsable aún se encuentra en libertad y la familia Gutiérrez continúa luchando para que no existan nuevas víctimas y se termine con la Justicia Militar. Esta es una crónica de las últimas horas de Manuel, un mártir de la democracia chilena que nunca quiso serlo.

“Al niño se lo llevó el Señor”. Con esa frase Jacqueline Gutiérrez anunció a su familia que su hermano Manuel, el más pequeño y extrovertido, había muerto. Eran cerca de las 04:30 horas de la madrugada del 26 de agosto de 2011, cuando en los pasillos sin luz de la Posta 4, ubicada en Juan Moya, los médicos informaron que no se pudo hacer nada para salvar la vida de Manuel Gutiérrez Reinoso, de 16 años, ingresado con un disparo en el tórax.

Fue una noche eterna. La continuación de un 25 de agosto que la familia recuerda como un día especial, que con el tiempo se transformaría en una despedida inconsciente. Era la segunda jornada del paro nacional convocado por la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), pero en la casa de los Gutiérrez Reinoso era un feriado más. Con el ritmo lento de los domingo la abuela Lidia, la madre Mireya, los hijos Jacqueline, Isaac, Gerson y Manuel; y el nieto Martin, desayunaron juntos, como de costumbre. Recordaron episodios de la infancia y rieron con anécdotas del pasado.

Mientras Mireya Reinoso limpiaba la casa, en la radio comenzaba a sonar ‘Stop’ de Erasure. Manuel miró a su hermano Isaac, quien se encontraba al otro extremo del living, intercambiaron una señal invisible, que solo ellos entendieron, y caminaron hasta el centro de la sala para comenzar a bailar una coreografía improvisada y ridícula, desatando las carcajadas de la familia por la gracia e histrionismo con que era interpretada por los hermanos Gutiérrez.

“Fue muy chistoso porque ninguno dijo nada y, sin embargo, parecía que habían ensayado. Siempre recordamos ese baile porque nunca imaginamos que sería el último”, recuerda Gerson.

La noche anterior, el miércoles 24, Gerson y Manuel fueron juntos a ver lo que pasaba en la primera noche del paro nacional. Al menor de los Gutiérrez le llamaba la atención lo que ocurría, pues no tenía experiencia participando en protestas o movimientos políticos. Su primer acercamiento fue sólo semanas antes, en el histórico 4 de agosto, día en que hizo la cimarra junto a su mejor amigo para asistir a la jornada de protesta más importante desde el regreso de la democracia. Esa primera noche, los jóvenes llegaron hasta la pasarela que cruza Avenida Américo Vespucio y que une a la población Jaime Eyzaguirre de Macul con Lo Hermida en Peñalolén, pero sólo hasta que las lacrimógenas lanzadas por Carabineros los obligaron a resguardarse y volver a su casa.

Familia Gutiérrez Reinoso

Familia Gutiérrez Reinoso

Coro gospel

Fue apenas una muestra de la represión que se vivía en otros puntos de la ciudad. Al menos 348 personas fueron detenidas y 36 resultaron heridas. Así finalizaba el primer día de protestas en un mes especialmente agitado. La CUT, junto al Colegio de Profesores y los estudiantes, convocaron a la huelga nacional después de formular un amplio pliego de peticiones que incluía, entre otros, una nueva Constitución, educación gratuita, estatal y de calidad; rebaja en los impuestos a los combustibles y cambio en el Código del Trabajo.

Eso significó que durante 48 horas el país estuvo semi paralizado. El comercio, las oficinas públicas y el transporte funcionaron a medias. En las principales avenidas se asomaban barricadas y se enfrentaban uniformados contra pobladores. De fondo, se oía la inconfundible percusión de los cacerolazos. Así terminaba el miércoles 24 de agosto, el día 1 de la doble jornada de movilización.

En el día 2 de paro nacional el movimiento comenzó desde temprano. Cecilia Pérez, intendenta de Santiago, decía ante las cámaras de 24 Horas que en algunos puntos de la capital se vivió “una noche de terror”. Un par de horas más tarde, el ministro del Interior, Rodrigo Hinzpeter, anunció su visita a funcionarios de Carabineros heridos durante los disturbios de la noche anterior. Hubo cuatro manifestaciones convocadas en distintos puntos de la ciudad con el objetivo de confluir en la Alameda, aunque Fuerzas Especiales se desplegaba por los principales puntos de la capital. Por otro lado, radio Cooperativa anunciaba que civiles y algunos reporteros gráficos habían sido heridos por la policía y trasladados a centros asistenciales.

A esa misma hora en Macul, la familia Gutiérrez continuaba como de costumbre: Veían televisión, cocinaban, limpiaban la casa, hacían chistes. No había un ambiente de huelga, pues ellos mismos, fervientes cristianos, se definían como apolíticos.

Después de almuerzo, Manuel se dio un baño y se vistió con su ropa favorita: jeans, una polera, una chaqueta estilo militar, zapatillas blancas y un hatta, uno de esos pañuelos palestinos tradicionales que se han vuelto de moda y que Mireya le regaló en una de las tantas salidas al centro en las que compartieron paseos y comidas en el Portal Fernández Concha.

Mientras la huelga nacional continuaba y el presidente de la CUT, Arturo Martínez, afirmaba que más de 600 mil personas se sumaron en todo el país, en la villa Jaime Eyzaguirre de Macul un joven de 16 años se preparaba para visitar a su novia. Manuel conoció a Cynthia en el colegio y ese jueves 25 de agosto ya llevaban más de un año juntos. La visita fue breve. El joven debía volver para recoger a su abuela Lidia y acompañarla, como cada semana de manera sagrada, a la Iglesia Metodista Pentecostal de Chile, clase Simón Bolivar.

Manuel, como la mayoría de los jóvenes de su edad, escuchaba a Bruno Mars y a otros músicos en inglés. A diferencia de esa mayoría, al menor de los Gutiérrez le fascinaba la música cristiana. Dedicaba dos días de la semana a ensayar junto a su coro gospel, esa música evangélica que surgió en las iglesias afroamericanas, y con quienes cada sábado participaba en presentaciones en otros rincones de Santiago o del país.

Ese 25 de agosto, el estudiante volvió a su casa después del culto religioso para tomar once junto a la familia y ver la televisión. Dos horas más tarde, Manuel Gutiérrez, a quien describen como hincha de Colo-Colo pero malo para el fútbol, salió a la calle a jugar una pichanga con sus vecinos, aprovechando que el tránsito en la calle Ramón Cruz estaba cortado por las movilizaciones.

Familia Gutiérrez Reinoso

Familia Gutiérrez Reinoso

Fueron los pacos

Eran cerca de las 23:00 horas cuando Manuel buscó a su hermano Gerson. Le pidió que lo acompañara a la esquina de Amanda Labarca con Américo Vespucio, al mismo punto donde habían asistido la noche anterior. Todos en su pasaje irían y Manuel no quería ser la excepción. Con la curiosidad y entusiasmo propios de quien ha vivido poco y quiero verlo todo, Manuel le insistió a su hermano mayor una, dos y hasta tres veces. Gerson cedió.

“Siempre íbamos juntos, así que él sabía que no podía ir solo. Decidimos ir junto a otros dos vecinos del pasaje e íbamos pasando entre medio de la gente, haciendo bromas y riéndonos”, recuerda Gerson.

Manuel siempre ayudaba a su hermano llevándolo en su silla de ruedas. La noche de ese jueves no fue la excepción. En el ritmo pausado con que obligan a moverse las grandes aglomeraciones, los jóvenes avanzaban por el pasaje Amanda Labarca en dirección a la pasarela de Américo Vespucio. Manuel decidió soltar la silla de ruedas y caminar al costado izquierdo de su hermano mayor. De pronto se escucharon tres disparos. Gerson vio un destello. Manuel gritó: ”Me dieron”.

El menor de los Gutiérrez se desplomó mientras su hermano impactado sólo atinó a lanzarse de su silla de ruedas y tratar de entender lo que ocurría. De pronto, vio el hoyo por donde entró la bala, justo en medio del pecho. La gente alrededor gritaba «¡Fueron los pacos, fueron los pacos!». Cada uno ayudó como pudo. Con el hatta le hicieron un torniquete improvisado para detener la hemorragia; Giuseppe, el vecino que los acompañaba, fue corriendo a su casa a buscar la camioneta. Otra vecina, que decía ser enfermera, le prestaba primeros auxilios antes de llevarlo a la Posta Nº 4.

Al ser informada, Mireya y sus hijos Jacqueline e Isaac se trasladaron de inmediato a Urgencias; Gerson, su abuela y sobrino esperaban en la casa. Oraron, una y otra vez. Una y otra vez. Le pedían a Dios que protegiera a su hijo. No eran tan difícil, pues Gerson estaba convencido que se trataba de un balín. No imaginaba, no tenía cómo imaginar, que el sargento segundo Miguel Millacura había salido a la calle con un arma de guerra: una subametralladora UZI.

Pero Dios no les daba señales. En la Posta Nº4 nadie decía nada. La espera de esa madrugada del viernes se hacía eterna en los pasillos oscuros del hospital, donde el corte de electricidad también había afectado. Hasta allí no llegó nunca el ministro del Interior Rodrigo Hinzpeter. Tampoco ningún representante del Gobierno. La familia Gutiérrez Reinoso tuvo que asumir sola la noticia del fallecimiento de su hijo de 16 años sin entender cuándo, cómo o porqué ocurrió lo que ocurrió.

24 horas antes desayunaban en familia. 24 horas después, se preparaban para el velorio del hermano pequeño en la misma iglesia donde muchas veces lo vieron cantar junto a su coro gospel.

Si bien la familia buscó refugio en Dios, fue en noviembre de ese año cuando recibió la noticia de que el carabinero responsable había sido liberado y entonces la fe no fue suficiente. Acudieron donde Miguel Fonseca y su madre, vecinos y dirigentes sociales, para pedirles ayuda para que el caso no se archivara y pudieran conseguir justicia. Desde ese día, hace 5 años, el Comité por la Justicia Manuel Gutiérrez trabajó para llevar ante los tribunales civiles a Miguel Millacura. Sin embargo, fue la Justicia Militar la que condenó a Millacura a tres años y un día de libertad vigilada como autor del delito de violencia innecesaria con resultado de muerte. La Corte Marcial cambió esta sentencia a 400 días de presidio remitido por cuasidelito de homicidio. Hoy, es la Agrupación de Víctimas de Violencia Policial la que lucha por poner fin a la Justicia Militar. Aunque el caso ya se cerró en Chile, los abogados de la familia esperan llevarlo ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

Cada año, la familia conmemora el 25 de agosto con actos políticos y simbólicos. El 26, día en que falleció Manuel, es la conmemoración familiar e íntima. Todos reconocen un antes y un después en sus vidas. El padre de Manuel, quien vive hace años en el sur, ahora es dirigente de un sindicato de pescadores. En la población Jaime Eyzaguirre, una plaza lleva su nombre y tres murales recuerdan su rostro y exigen justicia. La familia reconoce que Manuel Gutiérrez, sin buscarlo, se transformó en un símbolo.

Unos días después del asesinato de Manuel, la vecina enfermera se acercó a conversar con Mireya Reinoso.

“Tengo algo para usted”, le dijo la vecina.

Era el hatta que le había regalado a su hijo y que utilizaron como torniquete durante su última noche. Estaba cubierto de sangre. Mireya lo guardó intacto.

Familia Gutiérrez Reinoso

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