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Gilles Deleuze (I) El arte de la Inmanencia

Por: Cristóbal Escobar | Publicado: 03.09.2016
Gilles Deleuze (I) El arte de la Inmanencia deleuze |
Con discusiones que oscilan de Spinoza a la música moderna, de la metalurgia China a los cantos de pájaros en Australia, de la lingüística a las guerras gansteriles, sus libros y seminarios siempre encuentran nuevas formas de experimentar con el rizoma de la creatividad.

En una oportunidad, charlando sobre el panorama filosófico de los 60’ en Francia, un maoísta le dijo a Foucault que a Deleuze no lo entendía: «Entiendo perfectamente por qué Jean-Paul Sartre está con nosotros, por qué hace política y en qué sentido la hace; a ti también te comprendo bastante bien, pues siempre has planteado el problema del encierro. Pero a Gilles Deleuze…A él, realmente, no lo comprendo». En efecto, su figura dentro del círculo filosófico francés es bastante heterodoxa. Desde la teoría, Deleuze se desmarcaría muy tempranamente de las tres grandes Hs del pensamiento continental –Hegel, Husserl y Heidegger- para favorecer una cuarta H -la de Hume-; en la esfera política tampoco lo vemos militar en el partido comunista; y en una suerte de eje histórico francés, nunca se psicoanalizaría. Incluso hoy, con un pensamiento iconoclasta y creativo, su obra sigue habitando el dinámico terreno de la interpretación.

Considerado como un empirista y vitalista, muchos lo inscriben en la corriente estructuralista del pensamiento occidental, otros prefieren asociarlo a las llamadas filosofías que anuncian la muerte del sujeto, y todavía hay algunos que transforman su metafísica en una síntesis disyuntiva de realismo y trascendencia. Sin lugar a dudas, sus narrativas son hiperbólicas y apuntan en todas direcciones. ¿Habrá sido por ello que el amigo maoísta no lo entendiera?

Vida y obra

Parisino del año 1925, Deleuze nace en una familia conservadora de clase media. Asiste al colegio durante la segunda guerra mundial y pierde a su hermano George en manos del ejército Nazi. Entre 1944 y 1948, Gilles estudia filosofía en la Sorbona y se interesa rápidamente por la historia de la disciplina bajo la tutela de Jean Hyppolite. Su primer libro, escrito a los 28 años, lo dedica al filósofo empirista David Hume, justo en momentos que comenzara a ejercer como profesor de liceo público en varias provincias francesas. Casi una década más tarde, Deleuze regresa a Paris y escribe su segundo título, “Nietzsche y la Filosofía” (1962). Nietzsche, el pensador-artista par excellence, le otorga al francés su capacidad para razonar desde la experiencia, la intensidad y los experimentos de la dramatización, convirtiendo de alguna forma a su mundo en un teatro (uno en el que, como veremos, los roles dominan a los actores, el escenario domina a los roles, y las ideas dominan al escenario). Con este trabajo a su haber, Deleuze se posicionaría rápidamente como uno de los intérpretes más destacados de Nietzsche en el continente europeo, todo a principios de los 60’, una década que sin lugar a dudas será muy productiva para él.

En una primera etapa, ejerciendo como una suerte de historiador de la filosofía, Deleuze escribe sobre aquellos pensadores que lo habrían influenciado profundamente; aparece “La Filosofía Critica de Kant” (1963); “Proust y los Signos” (1964); otro de “Nietzsche” (1965); “El Bergsonismo” (1966); “Spinoza y el Problema de la Expresión” (1968); y nuevamente “Spinoza: Filosofía Práctica” (1970).  Continuando con esta serie dedicada a filósofos, se asoman otros textos sobre Leibniz, Peirce y su amigo Foucault. En una segunda etapa, con un giro hacia lo que podríamos denominar una teoría critica, Deleuze extiende su pensamiento al campo del cine, la música, la pintura y varios artistas-escritores; Kafka, Bacon, Beckett, Sacher-Masoch y Lewis Carroll están entre sus favoritos. Lejos de estar produciendo una suerte de crítica cultural, lo que el autor aquí nos propone es pensar, filosóficamente, los conceptos que tales artistas y escritores manifiestan con sus experimentaciones: “el arte no piensa menos que la filosofía, [en vez de crear bajo conceptos] los artistas piensan a través de afectos y percepciones”, nos decía junto a Guattari en “¿Que es la filosofía?” (1991), su último libro escrito juntos. En este volumen colaborativo, ambos autores justifican el lugar privilegiado que habría tenido el arte en sus vidas para imaginar una ética de transformación radical. Para ellos no es que la estética tenga mayor capacidad trasformadora que el pensamiento filosófico, el conocimiento científico o la acción política, sino que de modo más bien complementario, sería el arte lo que posibilita un proceso creativo que es necesario para la actividad ética de la política, la ciencia y la filosofía.

De ahí entonces que gran parte de la obra deleuziana se conecte a un amplio rango de expresiones científico-culturales. Con discusiones que oscilan de Spinoza a la música moderna, de la metalurgia China a los cantos de pájaros en Australia, de la lingüística a las guerras gansteriles, sus libros y seminarios siempre encuentran nuevas formas de experimentar con el rizoma de la creatividad.  Ahora bien, si el arte y la filosofía son disciplinas creativas, y el artista piensa con la fuerza de la sensación y los afectos, ¿Cómo es que crea el filósofo, según Deleuze? Simplemente, el filósofo es una persona conceptual; alguien que conoce bajo la especificidad que le otorgan sus conceptos. Preliminarmente hablando, esto significa abrir camino para recorrer su filosofía de la inmanencia, un trayecto que, como veremos, nunca se detiene en formas fijas, sino que siempre avanza con el potencial morfogenético de lo nuevo por venir.

 Filosofía de la inmanencia

Para Deleuze, el pensamiento actúa como un campo de fuerza o medio ambiente en el que todos ingresamos al momento de nacer, y del cual todos participamos a lo largo de nuestras vidas. A diferencia de las expresiones trascendentales de existencia (como aquellas almas que no dependen de sus cuerpos físicos para existir) la metafísica deleuziana no es una que quede suspendida “fuera” del mundo, sino que por el contrario, es una que necesita del mundo para su realización. Algo inmanente, por ende, es aquello que requiere de la superficie material, y de la vibrante fuerza de su energía, para adquirir realidad ontológica. De ahí que, por ejemplo, Deleuze siga a Hume -y no a Kant- en este itinerario. En oposición a los a priori kantianos, Hume manifestaría que nuestra percepción no se relaciona a la clasificación conceptual que tenemos de las cosas en general –los universales-, sino que surge desde un campo de intensidades –particulares- que comienza a forjarse al momento de iniciar la vida. Pensemos en la presión que ejerce una madre al abrazar por primera vez a su bebe; la temperatura ambiente en la que se nace; el territorio, el tiempo y las familias a las que se llega; las imágenes y sonidos que vamos experimentando en el andar. Todo esto, nos dice Hume, son formas sensoriales y subjetivas que van recreando la particular capacidad perceptiva que los seres humanos tenemos para conceptualizar la realidad. Inmersos de este modo en el mundo, Deleuze –vía Hume- nos propone entender la formación de las ideas como una recreación de tales intensidades, es decir, como una réplica de nuestras experiencias, las cuales se distribuyen de manera diferente para cada persona, momento y lugar (por ende, ese abrazo del pasado, contemporáneo al abrazo del presente, siempre expresa algo nuevo en su abrazar). En concreto, el pensamiento se genera procesualmente, se vive por medio del hábito y se almacena a través de una memoria que siempre expresa algo nuevo-diferente, pues lo nuevo, con su fuerza de (re)comenzar una y otra vez, siempre permanece como nuevo.

Otra imagen que Deleuze utiliza comúnmente para describir su plano de la inmanencia es la figura del surfista. Aquí pensar significa ser como un surfista que, en vez de querer detener o traspasar la ola, busca fluir con ella; “sólo aprendemos a negociar y captar el movimiento de la ola por medio de su práctica” nos dice en “Diferencia y Repetición” (1968). Para Deleuze, los individuos articulamos un mundo –nunca fijo, siempre en movimiento como la ola- en el que constantemente se nos expresan nuevos afectos, pensamientos, encuentros, memorias y percepciones. Por ende, al ser las experiencias las que van “subjetivando” a la persona en el trayecto, es el tiempo, en definitiva, lo que nos pone en movimiento y dinamiza –o más bien dramatiza- nuestra idea de individuos estables, universales y atemporales. Para el autor, nada ni nadie se sujeta en el tiempo, pues con nuestros miles de hábitos, somos, en sí mismos, pura modificación: “El Anti-Edipo lo escribimos a dúo…” nos dice con Guattari: “…Como cada uno de nosotros ya era varios, en total conformamos una multitud.”

Por ello es que junto a Nietzsche (y Bergson, y Hume, y Spinoza…) la filosofía deleuziana anuncie la muerte del sujeto occidental. A diferencia de Ulises, ese clásico héroe griego que se “sujetara” al mástil de su propio barco para resistir el encantamiento de las sirenas, lo que Deleuze nos propone no es ya buscar controlar racionalmente la vida, sino que por el contrario, sumergirnos en sus dinamismos para percibir cómo es que su fuerza –la ola, la sirena, una obra de arte y la vida misma- llega a actuar sobre nosotros. Solo entonces, sin ya tapones de cera que sellen nuestros oídos para bloquear lo que aún queda por oír, los tripulantes de la odisea podremos desencadenar las posibilidades de transformación que nos ofrece nuestra múltiple, y siempre tambaleante, geografía.

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La muerte de un espíritu filosófico

A sus 70 años de edad, con una grave insuficiencia respiratoria que acarreara por largo tiempo, Deleuze muere en su apartamento de Paris debido a las lesiones que le causara arrojarse por la ventana de su departamento. Extremadamente enfermo, con un enfisema pulmonar que lo tuviera atado a dos cilindros de oxígeno, su lanzamiento desde el balcón se interpreta como un suicidio. Sin embargo, aún quedan algunos que postulan -irónicamente, los especialistas Lacanianos- que es muy común en pacientes con enfisema querer asomarse lo más posible, y en algunos casos, hasta lanzarse por la ventana, en un intento desesperado por recibir aire fresco. De alguna forma, incluso su muerte queda abierta para la figuración, aunque si es por estadísticas, el trágico desenlace que conociera Deleuze se suma al no menos oscuro catastro de muertes de la escuela parisina hacia finales del s. XX. Con Michel Foucault muerto de sida en el 84’, Louis Althusser muerto en el 90’ luego de haber asesinado a su mujer y Guy Debord suicidado cuatro años más tarde, 1995 es el año para despedir a quien fuera “el único espíritu filosófico de Francia», según su amigo Foucault.

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